Fermín Gassol Peco.- Escribir sobre la infancia, su mundo, sobre su poder de atracción, imantación y poder terapéutico, que los niños y niñas son unos (y unas) quita penas, resulta ser algo a la par difícil y sencillo, aparente y real, una contradicción para quienes ya peinamos canas o ni eso, y la vida nos ha ido labrando situaciones, problemas y experiencias con complicados laberintos, intrincados planteamientos, soluciones discutibles…en definitiva, la complejidad que siempre acarrea haber vivido. En todo caso la experiencia más gratificante y maravillosa que podemos recibir tanto educadores como familiares más cercanos como son los padres y abuelos.
Un mundo pequeñamente inmenso, abierto a lo imprevisto, desconcertante y siempre, siempre, lleno de ternura, donde la inocencia y la verdad se hacen presentes en todo momento y circunstancia.
Tener la suerte de poder disfrutarlos a diario, vivir con ellos distintas experiencias y escenarios, la mayoría de las veces con sabor festivo, es un regalo para nada comparable a ningún otro.
Verlos crecer, asistir a su evolución física, afectiva y mental, encontrar sus respuestas espontáneas al cariño ofrecido, los besos, abrazos, confidencias y problemas que van conformando su personalidad…resulta ser también un punto de reflexión sobre esas carcasas con las que el tiempo nos ha ido cubriendo de distintos colores, endureciendo, complicado y a veces cegando la sencillez de la verdad, tiñendo con distinta suerte, el primigenio color blanco de la infancia.