Un hallazgo entre ruinas (3)

Por Emmanuel Romero.- El sonido a metal no lo arrebató, ni lo impulsó a cavar la tierra alocadamente, sino que siguió dándole a la piqueta con mimo para no dañar aquello con lo que había topado. Tal vez sea un piedra rica en hierro, o alguna herramienta olvidada. Así que ve con cuidado, David. Y poco a poco como un orfebre, siguió picando como había visto en los reportajes de La 2 que casi nadie ve porque la mayoría anda entretenida en tertulias de trincheras que irritan más que contribuyen a formar una opinión, o en la basura nacional de petardos y petardas. Al cabo de dos horas, después de vaciar la cantimplora, y de retomar fuerzas con la contemplación del Valle, fue rescatando del tiempo y de la tierra, un objeto cuadrado que ya casi a la vista era un como un pedazo de cobre bruñido del tamaño de una pantalla estándar de ordenador. Dio los últimos toques, con la punta de la piqueta raspó la tierra que aún atrapaba su hallazgo y finalmente lo extrajo con cuidado. Era lo más parecido a un espejo. Dedujo, a pesar de su ignorancia arqueóloga que era como una lámina de cobre tomada por el óxido que apelmazaba pegotes de mineral y lo hacían más pesado por eso. Tenía un color verdoso por la parte inferior, la más oxidada. 

No dijo nada, ni saltó dando pingos como don Quijote en Sierra Morena. Con parsimonia lo tomó entre sus manos con cuidado para examinarlo mejor. Tenía aproximadamente dos cuarta de alto y otras dos de ancho. La parte que no había sido tomada por la mineralización  tenía un color cobrizo.  Tuvo el pálpito de que se trataba de un espejo. No de un espejo moderno que hubiera sido abandonado, sino un objeto cuadrado de cobre que bien podía hacer esa función.

Entonces cayó en la cuenta de que no tenía un zamarro para transportarlo. Así que se quitó el chaleco y lo envolvió en él. Antes de descender se sentó en un trozo de ruina y se encendió una pipa. Se sintió bien, como si fuera un indiana jones de provincias que había encontrado algo que posiblemente no valdría un pimiento sin necesidad de luchar contra una tribu remota. Mientras descendía con cuidado de no tropezar pisando con seguridad con la cantonera del bastón, pensó que lo mejor sería llamar a Anselmo, informarle del hallazgo y ver de qué modo se podía limpiar el espejo y dejarlo como un jaspe. No en vano, Anselmo, había trabajado toda su vida como jefe de laboratorio en la Fábrica de Pueblo.

Divisó a lo lejos, hacia el oeste, la primera avanzadilla de nubes, que eran el anuncio de lluvia. Llegó a casa, dejó el chaleco con el espejo sobre la mesa y telefoneó a su amigo. He encontrado algo en las ruinas de allí arriba. ¿Puedes venir? ¿Y de qué se trata? No lo sé. A lo mejor son las bragas de Cleopatra. Rió de su propia ocurrencia. Dame veinte minutos.

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