Feria, fiesta y furia

Digo todo ello, desde la percepción de lo acontecido y de lo venidero.

Todo ello en consonancia con la percepción y significado de la fiesta y las fiestas en las sociedades contemporáneas.

Que repiten tópicos viejos del pasado castizo y agrario, disfrazados de modernas mercancías.

Como acontece aquí, en Ciudad Real, entre el pasado 31 de julio –fiesta de la Pandorga, mediante– y el próximo 15 de agosto –festividad de la Virgen del Prado y pórtico de las llamadas ‘fiestas patronales’–.

Donde uno, aprecia tanto el esfuerzo de la administraciones convocantes –fundamentalmente la municipal, con denuedo extremo y aún superlativo–, como la pugna compartida por el reclamo identitario.

Denuedo extremo y esfuerzo superior que, aplicados a otros campos municipales faltos de riego, produciría rendimientos elevados en la huerta colectiva y en el barbecho comunal.

Pero que, en este monopolio del regadío festivo inconsecuente, los rendimientos no cubren una cosecha mediana.

Cuando bien cierta son las necesidades de otras labores no tan festivas como necesarias.

Sin citar el peso dominante de lo mariológico y aún mariano en sociedades laicas y colectivizadas en lo festivo; que procesionan y ofrecen frutos devotos y aun piadosos.

Produciendo todo ello, una enorme confusión entre lo sentimental, lo histórico, lo propagandístico, lo político, lo ornamental.

Y, sobre todo, lo identitario.

De tal suerte que llega a confundirse –en una compleja digestión del espíritu– el curso celebrativo con la propia identidad colectiva.

Uno es lo que es, sobre todo por lo que celebra y festeja.

Somos, por tanto, lo que celebramos y ensalzamos.

A cualquier precio y honra.

Lo cuenta y señala José Miguel Beldad, en su texto de La Tribuna, Mancheguía, el pasado 2 de agosto: En la Pandorga, volvió a florecer esa forma tan nuestra de estar en el mundo.

Estar en el mundo, sin ser parte de él.

Para abundar en el señuelo de identidades quebradas: Porque aquí, en esta tierra seca, en la que nos hemos quitado el hambre a tortas, lo que más abunda es la dignidad. Ni el ruido, ni el espectáculo, ni el lujo. Dignidad.

Fuera de ese campo clasificatorio, no puede haber –son negadas de hecho– otras identidades de la disidencia.

Por lo que la conclusión, resulta evidente: Que no nos digan que esto es solamente folclore. Es cultura. Es raíz. Es identidad.

Como hiciera narrativamente, Juan Goytisolo, en Señas de identidad: alimentar  la disidencia desde la identidad trampeada.

Como si todo fuera un monopolio de las soberbias beatas y francas unanimidades.

A todo lo cual dedicó Enrique Gil Calvo, un extenso estudio en 1991: Estado de fiesta, lo llamó el sociólogo oscense.

Sin ver y saber lo que se venía encima: un torrente de onomatopeyas y anacolutos fenomenales.

 Y es que el Estado de fiesta, gilcalviano no sólo era un Estudio de fiesta pormenorizada,sino una sentencia radiografiada del ocio final de las sociedades desvitaminadas y desideologizadas.

Que en este trecho de la canícula hirviente se agolpan y acumulan entre las playas densamente abarrotadas –otra forma de identidad abstracta y elocuente del postrumpismo y del altosanchismo, como un monopolio ornamental y un sudario sudado– y los lugares originarios –mesetarios, palaciegos, consuetudinarios y publicitados– poseídos por el fervor de las identidades que se recrean en torno a unas imágenes veneradas.

Tan veneradas como cuestionadas y puestas en falso dogma.

De aquí la furia desatada en los desatentos y soliviantados.

En recuerdo de lo olvidado.

En recuerdo de lo ido y ya inexistente.

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