Hoy he tenido una pesadilla. Al despertar de la siesta me encontré con un mal sueño que me dejó un nudo en el estómago. Soñaba que, después de haber dedicado mi vida desde 1999 a trabajar en Repsol Química, siempre a través de distintas empresas contratistas, de la noche a la mañana me dejaban en la calle sin nada. En el sueño, al volver a mi puesto, veía que ya había otras personas ocupando el lugar de mis compañeros, realizando las mismas tareas que nosotros habíamos hecho durante tantos años, utilizando los mismos equipos y herramientas. Era como si todo nuestro esfuerzo, nuestra experiencia y nuestra entrega hubiesen desaparecido de golpe, como si nunca hubiésemos estado allí.
La sensación era de vacío y de injusticia. Pensaba en todo lo vivido: los turnos interminables, las madrugadas al pie del cañón, la responsabilidad de cada operación y la seguridad que siempre hemos puesto en nuestro trabajo. Recordaba también los sacrificios personales, las horas robadas a la familia, los días de cansancio que se superaban con la satisfacción de estar cumpliendo con nuestra labor. Porque para nosotros no era un empleo cualquiera: era un compromiso con una gran empresa y con su futuro.
Ese pensamiento me dolía especialmente porque siempre he considerado a Repsol una compañía ejemplar, seria y responsable, que sabe valorar el esfuerzo y la experiencia de quienes han contribuido a su crecimiento durante tantos años. Para mí, trabajar aquí no es solo un oficio, es un orgullo, un símbolo de compromiso y de confianza en que todo sacrificio tiene un sentido.
Por suerte, al abrir los ojos, respiré aliviado. Solo había sido eso: un mal sueño, una simple pesadilla. Y quiero creer que nunca se hará realidad, porque los valores de Repsol, los que siempre nos han inspirado, son más fuertes que cualquier miedo.
Un trabajador de Eserman, un trabajador de Repsol química, un trabajador de Repsol.
P.D.: no ha sido una pesadilla.