Estela Alarcón.- El parloteo incesante de su interlocutora ha dejado de interesarle hace rato. Ella gesticula continuamente para dar mayor énfasis al relato como si barruntase que su inútil perorata no logra el efecto deseado. Él, en un intento de negar la mayor, se esfuerza entrecerrando los ojos para hacerle ver que su historia tiene toda la atención que puede prestarle. Sabe que miente a sabiendas, pero poco parece importarle.
Toda una vida aparentando no se improvisa, y él es un maestro en el arte. Mentira, pura apariencia e hipocresía, no da más señores. Pero éste es el mundo en el que nos movemos, en este charco de agua enfangada en el que pocas veces puede verse un halo de claridad y cuando ésta se vislumbra creemos estar viviendo una especie de ilusión.
Tristeza infinita la que produce la mentira en la persona que la recibe. Es como adentrarse en un lugar oscuro e inhóspito, como estrechar una piedra entre los brazos, un dolor que no cesa nunca. Y esa mentira, que cree su poseedor que a fuerza de repetirse se transformará en verdad, es de lo más bajo y denigrante que podemos encontrar.
Han adivinado bien, detesto hasta la náusea la patraña y el infundio, me declaro enemiga irreconciliable del embuste y la falsedad porque provocan en mi interior un sentimiento de ira tan dañino que me hace aún más daño que la mentira misma.
La verdad, es lo que pido siempre, aunque sea dura y difícil de asimilar; “la verdad os hará libres” dijo el mismísimo Jesucristo.
Y es cierto. No hay mayor tranquilidad de espíritu que saber que vives de acuerdo a lo que eres, alejado de apariencias y fuegos de artificio que caen con el tiempo como un castillo de naipes barrido por el viento.
No hay mayor paz que la que reina en una persona que no esconde la verdad, que no dedica ni un minuto de su precioso quehacer en ese tan manido “qué dirán” porque vive en coherencia con su conciencia.
“Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos”. Nicolás de Maquiavelo.
