Quemando puentes

Anselmo Alañón Alcaide.- Desde que nacemos nuestra existencia, transcurre inexorablemente por distintas etapas, cual si fuese la vuelta ciclista. Amén de comparaciones (nunca deseables), el momento de nacer, es ilusionante, es mágico, es en realidad una auténtico milagro la llegada a este mundo. Familiares y allegados celebran con júbilo la llegada de un nuevo ser humano, deseando que este sea colmado de parabienes. Somos agasajados y bienvenidos.

Nuestros primeros años de vida transcurren en el conocimiento y exploración del entorno más inmediato. Gateando, balbuceando, jugando, observando, y así aprendemos nuestras primeras pautas, adquirimos hábitos sociales, aprendemos a distinguir a las personas de nuestro alrededor. Somos conscientes de nuestra ubicación en el mundo, paulatinamente.

Años después desarrollamos destrezas psicomotrices en el ámbito escolar, al mismo tiempo que obtenemos una formación básica en nuestras primeras nociones conceptuales. Vamos creciendo, llegando a la adolescencia. En esta etapa, somos más dubitativos, reflexionamos acerca del sentido de todo. Así desarrollamos nuestra propia personalidad.

Por fin, nos situamos en la vida, en el mundo, en el entorno social, formamos nuestra identidad. Crecemos en valores y procuramos encontrar el sentido de nuestra vida.

Cuando adquirimos la madurez llegamos a la etapa adulta. Nos ubicamos en el mercado laboral, y desde ahora estamos preparados para desenvolvernos en el mundo y sus avatares. Llegando al momento después, en que haremos una valoración global de todo lo vivido y aprendido durante los años de nuestra vida.

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