El horno de la Higuera, una sorprendente construcción junto al Ojailén

Antonio Carmona.- A veces el río, como la vida misma, te da sorpresas. Máxime cuando se trata de un río, como el Ojailén, que crees conocer de cabo a rabo o desde su nacimiento hasta su confluencia con el Fresneda, un enclave designado con un ocurrente topónimo: Las Juntas. Según con quien hables, este no es el final del Ojailén, al considerar que el Fresneda es un simple afluente que le tributa, aunque, por supuesto, también hay quien arguye lo contrario.

En cualquier caso, desde estas juntas, ocho kilómetros al sur de La Alameda, hasta la desembocadura del río Montoro hay un montón de kilómetros de río sinuoso entre montañas que unos llaman Ojailén y otros Fresneda. Seguramente es este tramo el más deshabitado y, por lo tanto, el más desconocido.

A partir de la anexión del río Montoro, sí es oficial y palmario que este río, sin abandonar su pertinaz marcha hacia el sur, se hace llamar Jándula, lo que no es óbice para que muchos lugareños de Solana del Pino, Mestanza y otros términos aledaños, llamen “Riofrío” o “Río Frío”, que con ambas denominaciones aparece en sesudas publicaciones, a su primer recorrido a través de los Pontones, quizás una de las gargantas más bellas de la provincia. Pero es conocido por Jándula a secas cuando atraviesa la garganta de su mismo nombre (y esta es impresionante también, por cierto), poco antes de adentrarse en tierras andaluzas hasta llegar al Guadalquivir.

Decía, antes de dejarme llevar por la corriente de la divagación, que a veces el río te da sorpresas. El Castillejo de El Villar, como otras fortificaciones similares de la zona (El Castillejo de Asdrúbal, por ejemplo) se encuentra muy cerca de su cauce y a unos dos kilómetros y medio de El Villar, pedanía de Puertollano. Hemos visitado este enclave en innumerables ocasiones. En su día, hace ya décadas, supuso el material de sustento para un proyecto al que se le puso mucha ilusión y horas de trabajo, pero que acabó pinchando en hueso al ser arrinconado ante otros proyectos, quizá de menos enjundia, pero sí de más relumbrón. Desde la ladera nordeste del Castillejo, parte un camino cuesta abajo, siguiendo luego el sentido de la corriente por su orilla derecha, con un trazado más o menos paralelo al lecho del río. Se trataba de un paseo sin pretensiones, que son, por cierto, los más gratificantes. Aunque nunca habíamos recorrido ese trayecto en concreto, las vistas resultaban de lo más familiar: la sierra de Calatrava, la profusión de flora ribereña y aves acuáticas, hileras de olivos y de los recién llegados pistacheros, sugestivas excrecencias de oscuras rocas volcánicas y, cómo no, la descomunal presencia de una refinería que forma parte de nuestro paisaje y, para bien o para mal, también determina y forma parte de nuestras vidas.

Poco antes de que el río trace una curva a derechas, hay un puente metálico de reciente factura. Decidimos aprovechar la tesitura para recorrer la orilla izquierda, guiados por ningún motivo en particular. Andar por andar, mientras piensas o, mejor, mientras ni siquiera piensas, si es que eso es posible. En seguida se dejó ver a lo lejos una mole pétrea y oscura junto al río. Sin embargo, aún era complicado discernir si nos encontrábamos en la orilla correcta para verlo de cerca. No resultaba fácil concretar desde la distancia si se trataba de una formación natural: un peñón de generosas proporciones o una construcción. Nos acercamos. Estábamos en la orilla correcta. La emoción acelera el paso y las pulsaciones, aunque también alarga el tiempo. Era una construcción erigida en roca volcánica con forma de torre cilíndrica.

Sin tener una envergadura ostentosa, nos sorprendió esta edificación cuyos muros tenían una gran potencia. Qué hace un mamotreto pétreo como tú en un lugar como éste, en medio de ningún lugar, a un kilómetro, río abajo, de un castillejo con reminiscencias prehistóricas y medievales, casi olvidado por la historia y a unos tres kilómetros, río arriba, de un molino fluvial, el Molino de Delio, igualmente abandonado a su suerte.

En cualquier caso, pareció lo más oportuno, como diría Javier Krahe, someter aquella estructura al sistema métrico, que arrojaría estas cifras: un diámetro interior y exterior de 1.83 y 4.27 metros respectivamente, lo cual, tras calcular el perímetro interior (5.75 metros) y el exterior (13.40 metros) nos ofrece un grosor para el muro de 1 metro, 22 cm. El muro está dividido en varias secciones horizontales anulares entre las que aparece una trabazón consistente en argamasa y teja. La parte superior no tiene techumbre y alguna de las rocas del borde se han desplomado. A pesar de ello, en general, la construcción sobrepasa los 4 metros de altura. Sentado en su interior, la circunferencia que describe su diseño dejaba ver un cielo por el que las nubes se apresuraban impelidas por el ábrego.

Antes hemos afirmado que su forma es cilíndrica y eso no es del todo exacto. Lo que podríamos llamar su fachada, la cara que da a la orilla del río Ojailén, conforma en realidad un plano sobre el cilindro en el que hay una abertura hacia el interior de 1.48 metros de alto por algo más de un metro de anchura con un escalón de roca en su base y la forma de lo que debió ser un arco de medio punto en su parte superior antes de venirse abajo. En toda la construcción predomina, como en el Castillejo de El Villar, la roca volcánica y la cuarcita. También presenta otra abertura en la parte posterior, opuesta a la fachada, que más bien parece una rendija vertical de ventilación con 55 cm de altura por 26 cm de ancho.

Sólo en el interior hay un revestimiento en la zona superior de ladrillo macizo rojo y restos de enfoscado. Todo hacía pensar que se trataba de un horno de fundición.

Para el correcto funcionamiento de este tipo de hornos el agua es imprescindible. La orilla del río Ojailén se encuentra a escasos metros, pero de sobra sabemos que su caudal depende de unas lluvias irregulares y exiguas típicas de un clima continental-mediterráneo. A día de hoy su régimen es constante debido al agua más o menos depurada que aportan los vertidos de la petroquímica y la ciudad de Puertollano, pero esto no sería así en una época que, a falta de una investigación más pormenorizada, es anterior al siglo XX. El inconveniente dela carencia acuífera quedó descartado al escuchar el susurro de un arroyo aún más cercano al presunto horno que el propio río Ojailén. Que un arroyo fluya durante la segunda mitad de octubre después de un verano tórrido y seco, seguido de un comienzo de otoño sin lluvias te convence de su milagrosa constancia.

El arroyo de la Higuera nace en la sierra de Calatrava, cerca de la cueva del Maderal, dejándose caer en cascada por el Chorrero en cuyas paredes quedaron impresos símbolos de nuestros ancestros en forma de pinturas esquemáticas. No obstante, precisamente por la zona de la sierra, este arroyo apenas fluye unas cuantas semanas tras un período de generosas lluvias. También conviene saber que la orografía característica del área Calatrava favorece el surgimiento de agua en manantiales a pie de monte que es donde este arroyo, un kilómetro antes de desembocar en el río Ojailén, comienza a correr en cualquier época del año. Sobre este particular estaban al tanto nuestros antepasados. Seguramente mejor que nosotros.

Pero también el combustible es necesario. Encinas no faltan en los alrededores. De hecho, una de ellas está tan cerca de la construcción que camufla la visión de su presencia desde según qué ángulo. De todas formas, tras cruzar el arroyo, vimos una extensa superficie compuesta de pizarras en laminillas de tono grisáceo con algún moteado blanco, intercalado con surgencias de carbón. Todo parecía cuadrar.

Seguimos nuestro deambular por los alrededores, primero por el arroyo, con una desaforada melena de zarzas que apenas permite ver la corriente. Más tarde, siguiendo la ribera del río Ojailén, observamos algo cuando menos chocante: la orilla opuesta del río (no alcanzamos a ver la más cercana a nuestro trayecto debido a la exuberancia de los juncos) está empedrada, como quien dice, embaldosada con lajas de piedra volcánica. Coincide con la extensión de un lecho más ancho que el que le precede. Después de unos 150 metros el río se bifurca. ¿Por qué, para qué está empedrado este tramo?… Ya nos estaba atardeciendo y comenzaba a relampaguear y a llover. Volveremos.

El destino quiso que un tractorista pasara por allí. Le preguntamos por aquella edificación y poco o nada supo decirnos. Algunos vecinos sostienen, nos afirmó, que se trata efectivamente de un horno por su diseño parecido a algunas caleras que por allí también se encuentran, pero ni los abuelos recordaban o habían oído hablar a sus antepasados sobre algún tipo de actividad en este recinto. Nos confirmó, eso sí, que nunca había visto el arroyo sin agua. Algo es algo.

Caminar, deambular, hablar con lugareños cuando se tercie es quizás una de las mejores formas de conocer a fondo tanto tu tierra como otros lugares foráneos, cualesquiera que sean las coordenadas de su ubicación en este planeta que nos ha tocado vivir. También existen inmejorables métodos para ignorar todo lo concerniente a tu país o al resto del mundo, para sentirte ajeno a su historia y a todo aquello que te puedan aportar otras costumbres y culturas. Si esto último es lo que deseas, mi consejo es el siguiente: ¡HAZ TURISMO!

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