Joaquín G. Cuevas Holgado.– Ha pasado más de un año desde aquella tragedia que dejó dolor, pérdidas y promesas vacías. Los damnificados siguen esperando algo más que palabras, mientras los responsables institucionales continúan atrapados en una lógica de poder que prioriza la imagen sobre la acción, la fotografía sobre la conciencia. En este tiempo, ni el presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, ni el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, han sido capaces de sentarse juntos para articular una respuesta común, humana y eficaz. Esa sola omisión ya los define más que cualquier discurso.
El silencio político es una estrategia vieja, pero devastadora. Cuando la emergencia pasó y las cámaras se apagaron, también se apagó la atención institucional. Los ciudadanos, aquellos que lo perdieron todo, siguen esperando medidas reales, ayudas ágiles, empatía verdadera. Mientras tanto, los líderes miran hacia otro lado, refugiados en los cálculos partidistas.
Lo intolerable no es solo la lentitud administrativa: es la indiferencia. Y esa indiferencia, compartida por ambos gobiernos, se ha convertido en la marca de una política que ya no se debe a la gente, sino a la conveniencia del titular.
El presidente Mazón ha demostrado una sorprendente capacidad para confundir la empatía con el gesto mediático. Su presencia en actos y su constante exposición pública no logran tapar la falta de respuestas concretas para quienes más lo necesitan.
Durante los días más duros, mientras las víctimas y sus familias buscaban auxilio, su prioridad parecía estar en el protocolo y la compañía equivocada, más pendiente de las formas que del fondo. Esa actitud, que muchos interpretan como desinterés o frivolidad, revela una carencia grave de responsabilidad política y ética.
La figura de un presidente autonómico exige estar disponible las 24 horas ante una emergencia, no solo por obligación institucional, sino por compromiso moral. Mazón no estuvo a la altura. Y su posterior intento de normalizar el episodio solo agrava la herida: en política, la negación de la responsabilidad es una forma de cinismo.
Pedro Sánchez tampoco sale indemne. Desde su despacho en La Moncloa, el presidente ha mantenido la tragedia en el terreno de lo accesorio, evitando implicarse más allá del gesto puntual o del discurso protocolario. Su cálculo político, su frialdad a la hora de valorar el daño humano, refleja otra faceta del mismo mal: la desconexión con la realidad.
Mientras los damnificados siguen sin una solución integral, el Gobierno central y la Generalitat continúan enfrentados en cuestiones competenciales y partidistas. No se trata de quién tiene la culpa, sino de quién tuvo el coraje de actuar. Y, en este caso, ninguno lo tuvo.
Ambos presidentes encarnan una política vacía de contenido moral, donde la supervivencia en el cargo se antepone a la obligación de servir. Se aferran a sus sillones como si el poder fuera un fin en sí mismo, incapaces de entender que la legitimidad no se mide por los votos, sino por la conciencia.
Resulta insoportable comprobar que, mientras los ciudadanos levantan su vida desde la ruina con esfuerzo y dignidad, sus dirigentes se dedican a calcular qué foto, qué mensaje o qué silencio conviene más. La política, en su sentido más noble, debería ser un espacio de servicio y responsabilidad, no un refugio de ambiciones personales ni de intereses de partido.
Detrás de Mazón y Sánchez hay dos grandes estructuras que comparten un mismo defecto: anteponer las siglas a las personas. Los partidos políticos, incapaces de exigir dimisiones cuando son necesarias, se han convertido en tapaderas de mediocridad.
En el caso del Partido Popular, el presidente Alberto Núñez Feijóo comete un error que trasciende lo táctico: al permitir la continuidad de Mazón, no le hace un favor a su partido, sino todo lo contrario. Sostener en el poder a quien ha perdido la confianza moral de los ciudadanos no es un acto de lealtad, sino de debilidad. La dignidad política no se aparenta, se demuestra y Feijóo, con su silencio cómplice, avala una forma de hacer política que el propio PP debería querer desterrar si aspira a ser creíble ante la sociedad.
En contraste, la presidenta de Extremadura ha demostrado que todavía existe una forma digna de ejercer la política: asumir la responsabilidad y devolver la voz al pueblo convocando elecciones. Su decisión no es un gesto de debilidad, sino de respeto institucional. Representa justo lo contrario de lo que hoy simboliza Mazón: la voluntad de responder por los actos propios, de no parapetarse tras las siglas ni los cargos.
Carlos Mazón debería presentar su dimisión, no como castigo, sino como acto de coherencia moral y de respeto a los valencianos. Su falta de responsabilidad ante la tragedia, su gestión opaca y su empeño en mantenerse en el cargo pese al deterioro de su credibilidad política hacen imposible su continuidad.
Dimitir no es rendirse; es reconocer los límites de la propia legitimidad. Y cuando un dirigente ha perdido la confianza pública, lo más digno es apartarse para permitir que otros reparen lo que él ha roto. Su marcha no solo sería un gesto de justicia hacia las víctimas, sino un ejemplo saludable para una clase política acostumbrada a resistirlo todo, incluso la vergüenza.
Y llegados a este punto, cabe preguntarse: ¿cuándo narices los partidos políticos asumirán la crítica interna pública en beneficio del ciudadano? ¿Cuándo se atreverán a decir basta a los chupones, a los pelotas, a quienes viven del cargo sin haber demostrado mérito alguno?
En los partidos sobra gente que ha hecho de la política un modo de vida y falta quien entienda la política como servicio. ¿Cuántos se aferran al poder simplemente porque temen volver a su profesión, porque no saben o no quieren trabajar fuera del despacho oficial?
Mientras la política siga siendo el refugio de quienes nunca destacaron en su ámbito laboral, el sistema seguirá premiando la obediencia y castigando el talento. No hay regeneración posible sin autocrítica, sin expulsar del poder a los que solo buscan perpetuarse en él. La política no puede ser el último recurso de quienes no quieren madrugar, sino el compromiso de quienes trabajan cada día por el bien común.
Lo que hoy falta en España no es talento político, sino moral pública. Ni Mazón ni Sánchez pueden hablar de responsabilidad mientras sigan sin dar respuesta a las víctimas y sin asumir sus errores.
La grandeza de un dirigente no se mide por su resistencia al desgaste, sino por su capacidad de reconocer el fallo, rectificar y servir sin interés.
Trabajar de verdad no es aparecer en una rueda de prensa ni en una foto institucional; trabajar es levantarse cada día con la conciencia tranquila, sabiendo que se ha hecho lo correcto, aunque no salga en los medios.
La ciudadanía empieza a entenderlo, y tarde o temprano la política también deberá hacerlo. Porque la ética no es una opción. Es la única forma digna de ejercer el poder.






