Fermín Gassol Peco.- Componer una oda para exaltar a un mes como noviembre es ciertamente asunto que se me antoja complicado, que un poema siempre ha de ser una copa de alegría, amor y admiración o amargo cáliz de dolor, abatimiento y desengaño…y noviembre son días que no entienden de ninguno de estos tragos.
Noviembre siempre fue un mes entre dos luces, treinta días pasados siempre al raso. Para la niñez un desierto, para la juventud dulce páramo, para la madurez estepa, para la ancianidad un campo santo.
Noviembre nunca quiso renunciar al ocre otoño, pero siempre con unos tonos muy grisáceos. Octubre se nos fue con colores más distintos y variados. Noviembre sin embargo nunca tuvo mucho encanto, será por lo aplanado de su nombre, quizá por lo alargado de su tranco; que resulta más bonito y atrayente cantar la primavera o al verano, plasmar toda la luz en su grandeza cuando el mes a celebrar es junio o mayo pues transmiten más olores y sabores, colores con más alma y más arraigo. Pero como todo en esta vida es necesario, también el denostado noviembre tiene algo, aunque alguno como yo pretenda hacerlo pasar sin ser loado.
El sol es en noviembre, por ejemplo, cuando nos manda sus rayos más pausados haciendo de sus mañanas soleadas, agradables paseos por el campo y en sus tardes ya más cortas, reuniones con vecinos en el barrio con la noche ya a las puertas acechando. Y las hojas cayendo mientras tanto y los árboles quedándose sin manto y los ciervos y las grullas en el campo…y una nueva mañana comenzando.
Porque al fin, ¿en qué consiste pues la vida sino un cántico a los meses que componen todo el año? y sus días como las hojas caducando: mientras tanto las personas en los pueblos olvidados…esperando.
Los versos son el alma de la rima y el cuerpo de las cosas que cantamos. Las estrofas que enlazamos en sus odas siempre tienen sentimientos encontrados, por eso hacer un poema con noviembre, es algo que todavía se me torna como un reto entrañablemente enrevesado.









