Antonio Carmona.- El abate Henri Breuil falleció el 14 de agosto de 1961 a los 84 años de edad. Las ramas del conocimiento y de las ciencias que abordó —además de la Prehistoria—, así como el legado que nos dejó, fueron tan vastos que produce vértigo intentar enumerarlos. Su inteligencia, talento y agudeza; su disciplina inquebrantable y dedicación plena —facilitada por su condición sacerdotal, que le liberaba de “deberes familiares”—, junto al generoso apoyo económico y moral del príncipe Alberto de Mónaco, constituyeron sin duda los ingredientes que hicieron posible su ingente y prestigiosa obra.




España fue durante años escenario de muchas de sus investigaciones, la primera de ellas en Santillana del Mar. Allí estudió durante tres días, en octubre de 1902, la Cueva de Altamira. El resultado no pudo ser más relevante: Breuil confirmó sin reservas las teorías del “ilustre montañés” Marcelino Sanz de Sautuola sobre la autenticidad de las pinturas, a las que él mismo se refirió como “la Capilla Sixtina del Arte Primitivo”. Incluso Émile Cartailhac, máxima autoridad de la época, se vio en la obligación de rectificar sus anteriores manifestaciones de descrédito y escribió el célebre artículo “La grotte d’Altamira, Espagne. ‘Mea culpa’ d’un sceptique”. Este acertado comienzo le granjeó al abate Breuil el respeto y admiración que siempre se le ha profesado en nuestro país. En abril de 1954 se le impuso la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, con el título de “Decano mundial de los prehistoriadores”, en presencia de reconocidos arqueólogos españoles como Luis Pericot, Martínez Santa-Olalla y Almagro Basch.
Con motivo de su fallecimiento, la revista El Español: semanario de la política y del espíritu, año II, número 667, del 10 de septiembre de 1961, dedicó cuatro páginas profusamente ilustradas a tan insigne figura bajo el título “El abate Breuil entra en la Historia”, firmadas por el escritor y periodista almeriense José Miguel Naveros. Dichas páginas, acompañadas de cinco láminas representativas del arte prehistórico y aderezadas con el inevitable tono patriótico propio de la época, no mencionan, sin embargo, su profunda y metódica investigación del arte esquemático en Sierra Morena, en el área meridional de la provincia de Ciudad Real.






A partir de 1911, y en ocasiones acompañado por Hugo Obermaier, Breuil dedicó varios años —en distintas campañas— a la visita, análisis y catalogación de diversas estaciones rupestres en los términos de Fuencaliente, Mestanza, Almadén, Chillón, Almodóvar del Campo, San Lorenzo de Calatrava y otros lugares. Estas investigaciones quedaron recogidas en su monumental obra en cuatro volúmenes Les peintures rupestres schématiques de la Péninsule Ibérique (1933), que contiene no solo magníficas láminas pintadas por él mismo, sino también descripciones, interpretaciones y análisis que aún hoy conservan plena vigencia, además de singulares anotaciones paisajísticas y anecdóticas.
Sirva como ejemplo su periplo por las cercanías del abrigo de “Los Gavilanes”, en Fuencaliente: “Los guardas del ‘coto’ intentaron engañarnos, pintando al menos una roca en el lecho del arroyo. Reconocimos su falsedad incluso antes de acercarnos a ella. Un halo aceitoso rodeaba las líneas de color”. En otra cueva, su inseparable amigo y prospector Tomás Pareja, de Fuencaliente, le relató que “los buscadores de tesoros habían excavado la cueva y encontrado fragmentos bastante numerosos y variados, y un arma de bronce de 70 cm de largo (¿espada?), aunque él no había visto personalmente estos objetos”. También en otro de los yacimientos, Breuil realizó pequeñas excavaciones que “arrojaron solo unos pocos fragmentos de ánforas romanas y cerámica pintada ibérica (lo doné todo al Sr. Bosch Gimpera)”, otro gran especialista en Prehistoria e Historia Antigua, catedrático y rector de la Universidad de Barcelona.
Eran otros tiempos. La ya mencionada revista El Español refleja fielmente hasta qué punto muchas personas en nuestro país eran conscientes, hace ya 65 años, de la riqueza artística y cultural que nuestros ancestros habían plasmado en enclaves recónditos y de gran belleza. Pero ya desde principios del siglo XX diferentes publicaciones venían insistiendo en la urgencia de catalogar y proteger estos lugares excepcionales, siguiendo las recomendaciones explícitas de los “sabios franceses” Henri Breuil y Émile Cartailhac.
Ahora nos corresponde a nosotros. Somos responsables no solo de estudiarlas y preservarlas, sino también de darlas a conocer y esforzarnos por interpretar aquel mundo y su simbología para que ese “mensaje” milenario y profundamente humano llegue al mayor número de personas posible. Verán que aquellos “artistas”, tan distantes en el tiempo, expresaban conceptos sorprendentemente cercanos a lo que hoy consideramos “nuestra cultura”, y que nosotros somos, en definitiva, sus herederos.








