Puertollano: Génesis de la ciudad muerta

Santiago Mozos.- El viento soplaba entre las tuberías oxidadas como si arrastrara lamentos de otro tiempo. La ciudad industrial que un día rugía como una bestia ahora era un desierto metálico, un cementerio de estructuras que parecían esqueletos gigantes abandonados tras el colapso.

En Puertollano, el apocalipsis no llegó con fuego del cielo. Llegó en forma de silencio: un silencio pesado, sucio, que nació el mismo día que la antaño llamada Repsol Química decidió rebautizarse con su nuevo nombre de fantasía: Repsol Materials. Un cambio cargado de ironía, como si alterando el rótulo pudieran maquillar el cierre, la fuga y la falta de futuro que dejaban atrás.

Los autores de esta monstruosidad los propios ‘hijos’ de Repsol Materials, lograron lo impensable: vaciar una ciudad entera sin que se les mueva una ceja. Para ellos fue solo una operación más. Para Puertollano, fue su sentencia.

Los viejos trabajadores de Eserman caminaban con la mirada vacía. Fueron despedidos tras muchos años de servicio, arrojados a la nada como piezas defectuosas de una máquina rota. Y para rematar, Repsol vetó a estos trabajadores, cerrándoles puertas incluso en el ocaso, como si no hubieran entregado décadas de vida al complejo.

Donde antes había turnos, ruido y sudor, ahora solo quedaban naves vacías, papeles tirados en el suelo y un reloj industrial parado a las 12:00, la hora en que entraron los últimos avisos de despido.

Katoen llegó como un rumor de salvación, pero fue solo eso: un rumor. Una chispa inútil en un mundo sin gasolina. ‘Nueva logística’, ‘nuevas oportunidades’… palabras oxidadas que se derritieron en cuanto la realidad golpeó: no absorbieron ni la mitad de lo prometido.

Mientras tanto, Puertollano empezó a transformarse en una ciudad de jubilados, una ciudad dormida, donde el tiempo avanza lento y las calles se llenan de un silencio que pesa más que el aire mismo.

Las calles están llenas de sombras que caminan sin destino. Comercios medio cerrados. Gasolineras desiertas. Farolas que parpadean como si también estuvieran agotando sus últimas fuerzas.

Puertollano parece una ciudad del apocalipsis, un escenario digno del fin del mundo, donde cada día amanece con menos vida y más ruinas, atrapada entre un pasado de fuego industrial y un presente donde solo queda chatarra y desesperación.

Las autoridades… mejor no nombrarlas. El alcalde apenas apareció entre las ruinas. Cuando lo hizo, fue para soltar palabras muertas, sin músculo ni intención. La Junta prometió planes, pero aquí, en la frontera del abandono, las promesas no detienen la caída.

Las eternas promesas de que llegarían miles de empresas, de que este sería un «nuevo polo industrial», se revelaron como lo que siempre fueron: humo vendido al mejor postor, espejismos para tranquilizar a una población agotada. Ni miles de empresas ni cientos; solo palabras vacías que se deshicieron como ceniza en el viento apocalíptico de Puertollano.

La gente dice que cuando el sol cae sobre el complejo petroquímico, las sombras parecen moverse por sí solas. Algunos juran haber visto figuras caminando entre las chimeneas muertas, como fantasmas obreros buscando un turno que ya no existe.

Pero nada queda. Nada que pueda devolver el pulso a ese gigante caído.

Puertollano es ahora un territorio en transición hacia la nada, un lugar que intenta sobrevivir a su propio final, como un motor viejo que aún hace ruido, aunque ya no tenga combustible.

El futuro no se ve gris.

Se ve negro. Carbón puro.

Un negro tan profundo que ni el fuego lo ilumina.

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