Joaquín G. Cuevas Holgado.- Anoche, en los Premios Ondas 2025, el señor Wyoming volvió a encarnar ese personaje que lleva años interpretando: el del dueño de la verdad absoluta, el narrador omnisciente que se otorga a sí mismo la capacidad de decidir quién es digno, quién es puro y quién merece ser arrojado al lodazal moral. Lo dijo con la rabia, la arrogancia y el gesto afilado de quien cree que su discurso ese que repite desde hace décadas es una especie de evangelio laico.
Durante décadas, Wyoming ha construido su personaje a base de ironía dirigida casi exclusivamente hacia el centro-derecha español, como si en este país solo hubiera un sector político merecedor de crítica. Esa insistencia en ridiculizar siempre a los mismos acaba transmitiendo la idea de que él, y solo él, posee la lucidez necesaria para ver las cosas con claridad. Pero un comunicador con 40 años de presencia en televisión debería haber aprendido que el humor político pierde fuerza cuando se convierte en arma de un solo filo, y cuesta creer que aún no haya entendido que estar tantos años en un mismo sitio no te convierte en sabio, sino en alguien bien acomodado en aquello que le da de comer.
Esa constante sospecha hacia todo lo que huela a patriotismo siempre caricaturizado como “facha” encierra una paradoja: quienes más hablan de pluralidad y tolerancia son a veces los primeros en practicar la estigmatización simbólica.
Su discurso en los Ondas, cargado de referencias políticas, no solo arremetió contra el Tribunal Supremo, sino que pareció hablar desde el papel de emisario ideológico de quienes le sostienen mediáticamente. Criticar es sano. Ridiculizar instituciones del Estado, cuando conviene a la alineación política del momento, ya es otra cosa. Y lo más irónico es que, mientras acusa a otros de manipular o de ser parciales, él mismo cae en una versión igual de inamovible, pero desde el lado contrario. Wyoming es el apóstol de la izquierda vieja, esa que él considera el lado bueno de la historia.
Además, su desprecio hacia un sector del periodismo el que no comulga con la izquierda que él defiende resulta especialmente contradictorio en alguien que se presenta como adalid de la libertad de expresión. La pluralidad no consiste en señalar quién pertenece a “los buenos” y quién a “los malos”, sino en aceptar que la verdad no le pertenece a nadie, y mucho menos a un cómico que se ha acostumbrado a escuchar su propio eco durante décadas.
España es un país con una historia compleja, con luces y sombras, como todas las naciones. Pero utilizar selectivamente esa historia para dividir, para desacreditar a quien piensa distinto, o para justificar un dogma ideológico, es exactamente lo contrario de lo que un comunicador responsable debería hacer. La bandera de España como cualquiera de sus símbolos no debería ser motivo de sospecha ni de ataque. Debería unir, no separar. Y sin embargo, desde ciertos sectores en los que Wyoming se mueve, parece que exhibirla te convierte automáticamente en extremista, mientras que portar una ikurriña, un pañuelo palestino o cualquier otra simbología sí es aceptable y hasta celebrado.
En definitiva: Wyoming tiene todo el derecho del mundo a defender sus ideas, pero quizá ha olvidado que la sátira, para ser eficaz, debe apuntar hacia todos los excesos, no solo hacia los que le quedan lejos. Un humorista que presume de crítica social debería ser el primero en reconocer que ninguna ideología posee el monopolio de la verdad, y mucho menos la suya.
El señor Wyoming puede seguir interpretando su papel, faltaría más. Tiene derecho a ello. Pero quizá debería recordar que el humor, cuando se convierte en panfleto, deja de ser humor. Y que la verdad absoluta, esa que él proclama desde hace años, no existe. Ni la suya. Ni la de ninguno.
Lo que sí existe es España. Con mayúsculas. Le pese a quien le pese.
Puertollano 27 Noviembre 2025









