El uso de billetes como medio de pago viene mostrando desde hace tiempo una curva notablemente descendente por distintas causas que no vienen al caso. Hoy abonamos casi todo con tarjetas de débito y sobre todo de crédito que parecen doler menos. Compras en estaciones de servicio, restaurantes, comercios, viajes…el plástico se ha convertido en una especie de billete artificial con valor polivalente limitado. Y en estas fechas navideñas, ni les cuento…
El primer billete que mis padres me dieron para ir a la feria fue de una peseta, hablo de la década de los cincuenta. Recordarán quienes puedan hacerlo que se trataba de un billete marrón muy pequeño con la imagen del Marqués de Santa Cruz. Ahora pienso que sería de aquél billete del que me deshice enseguida, quizá para comprar una berenjena de Almagro, orzas repletas de ellas situadas al inicio del paseo del Parque de Gasset, e imagino los bolsillos, monederos y carteras que después visitaría antes de quedar en desuso.
Y es que a diferencia de las estáticas y frías tarjetas, los billetes siguen siendo algo así como testigos mudos que recogen las circunstancias vividas en los múltiples lugares donde han estado; desde el momento de emitirlos hasta que deteriorados son retirados de la circulación.
En sus años de existencia, estos “papeles de curso legal” se hacen presentes en múltiples bolsillos, lugares y situaciones de distinta índole y viajar tantos kilómetros como nadie ni nada ha podido hacerlo.
Justificantes de compraventas de muy distintas urgencias y necesidades, pretextos insuficientes para tranquilizar conciencias y oportunos socorristas para salvar algunas vidas.
Un billete puede recorrer en un solo día medio mundo y pasar de ser el único “papel” en el bolsillo raído de alguien que sobrevive en un precario estado, a hacerlo junto a otros muchos fajos de igual o distinto valor en las arcas de quien habita una mansión, para quizá regresar por la noche al mismo lugar del que por la mañana salió. Solamente él sabe las veces que ha entrado de nuestros bolsillos y los distintos momentos y circunstancias en las que nos ha vuelto a visitar.
Bendito dinero con el que nos ganamos el pan de cada día o miserable parné cuando la utilizamos para conseguir aquello que sabemos no es conveniente para nuestra integridad moral. Porque los billetes no saben de bondades o perjuicios, amistades o enemistades, no conocen colores políticos, ni escalas sociales, son como necesarios pasaportes a los que les está permitido el tránsito a todas las conciencias y lugares.
La vida de un billete podría traducirse en el relato de una parte de las nuestras. Desde aquel primer billete de la infancia, hasta el último que la imprevisible vida nos permita dar o recibir al comprar o vender cualquier y postrero bien. Los billetes son así, discretos testigos y veraces justificantes de pago en los múltiples momentos que la vida nos ha dado.
Fermín Gassol Peco











