Diana Arévalo Guerrero.- Después de 37 años preparando la función de Navidad, seguimos reuniéndonos con la misma ilusión de siempre. Cada diciembre nos encontramos entre trajes que huelen a recuerdos, cajas llenas de decoraciones que ya son parte de nuestra historia y ese nerviosismo familiar que aparece cuando empieza la magia.
Entre risas, enredos, ensayos que empiezan tarde y papeles que cambian a última hora, seguimos construyendo esta tradición que nos une.
Cada año descubrimos que la verdadera función no está en el guion, sino en nosotros: en la paciencia, en el cariño con que nos acompañamos, en las historias que recordamos, en las que modificamos en el mismo escenario (porque alguna vez se han visto ovnis en Belén) y en las nuevas que creamos.
Entonces llega el final…
Ese momento en el que miramos alrededor y sentimos que no estamos haciendo solo una obra: estamos celebrando nuestra historia juntos. Treinta y siete años de esfuerzos, de risas que se escapan cuando no deben, de voces que se cruzan, de manos que se ayudan sin pedirlo. Cuando el público aplaude, sentimos algo más profundo que orgullo.
Sentimos que están aplaudiendo cada año de cariño invertido, cada pequeño caos que logramos convertir en magia, cada persona que suma desde los más pequeños del pueblo, hasta aquellos que tienen años de experiencia y seguimos porque el teatro nos une. Logramos ser magia aunque sea diciendo una sola frase o cantando bajito un villancico, ya sea gloria a dios, el chiquirritín o ya vienen los reyes…
Y entonces pasa algo precioso, casi mágico:
descubrimos que el verdadero milagro de Navidad no ocurre en el escenario…
ocurre en nosotros, en lo que somos cuando estamos juntos.











