Ramón Castro Pérez .- Es muy probable que, en unos lustros, el mundo sea un lugar con menos jóvenes. La demografía se parece más a una colada de lava que avanza lentamente de manera irremediable que a algo que responda a cualquier ocurrencia, por innovadora que esta parezca. Como bien explica Fernández Villaverde («The Demographic Future of Humanity: Facts and Consequences»), la crisis global de fertilidad es peor de lo que pensamos y no hablamos sólo de economías avanzadas o países ricos, pues afecta a la globalidad de los estados.
En este contexto, el desarrollo podría enfocarse hacia lo que ahora denominamos «inmortalidad», algo con lo que ya sueñan ególatras como Elon Musk o Putin y que recientemente ponía de manifiesto Martin Wolf en una magnífica entrevista de John Müller (ABC). Resulta plausible pensarlo, aunque algunas cuestiones, que hoy nos parecen importantes, deberían estar resueltas para entonces.
Acceder a la posibilidad de que la vida se extienda hasta los 250 años, cifra que podríamos aproximar a ser inmortal, constituiría el verdadero poder y ese mero hecho generaría tal desigualdad entre la población que lo que ahora nos separa a los unos de los otros debería dejar de hacerlo. En caso contrario, la guerra nos destruiría, pues no resulta viable mantener un contrato social en el que todo está en manos de unos pocos.
Por esta razón, en el futuro, es factible que ninguno de nosotros trabajemos, pues tengamos asignado un ingreso vital tal que no necesitemos hacerlo, que la energía y los recursos esenciales, como el agua o la electricidad, sean gratuitos. Incluso seremos poseedores de una tecnología básica, con unos usos lo suficientemente elevados como para no sentirnos muy alejados de quienes nos dominan. A ellos les reconoceremos el regalo de extendernos la vida hasta los 125 años y de proporcionarnos un robot para cada necesidad (dentro de la Ley, por supuesto).
Cuesta pensar en el concepto de «Estado». A buen seguro, los ególatras anteriormente citados sueñan con una distribución política radicalmente distinta a la actual, aunque también a las pasadas. Las dictaduras serán silenciosas, pero implacables y los humanos, tal vez, terminemos por desear morir en un último intento de parecernos a lo que fuimos cuando, lo que quiera que fuera, nos puso sobre la faz de la Tierra.
Ramón Castro Pérez es profesor de Economía en el IES Fernando de Mena (Socuéllamos)











