Relato de Verano: Un hallazgo entre ruinas (1)

Por Emmanuel Romero.– Le gustaba ver el Valle desde la cumbre.  Allí, entre el ulular de un viento perpetuo y el volar silencioso de las águilas, se solía sentar junto a unas ruinas medievales que parecían restos de dientes podridos de un animal pretérito. No estaba lejos del pueblo, pero había que tener el ánimo intacto para encaramar el camino cuando dejaba el llamo y se convertía en una cuesta aliviada por un zigzag que agradecían los senderistas. La juventud se le aparecía como un vuelo de paloma que pasa sin detenerse. Cuando subía era fácilmente sobrepasado por los jóvenes caminantes que se pingaban en la cumbre cuando él andaba peleándose contra los últimos tramos. No le frustraba la insolencia juvenil, al contrario. Alguna vez trató de seguir a un grupo de muchachos hasta que no pudo más. Pero el esfuerzo tuvo su premio. Hizo un buen trecho y se saludó con una reconfortarte auto estima dada la diferencia de edad. Por eso le gustaba  subir a la cumbre en otoño o invierno incluso con lluvia. La soledad del caminante le resultaba muy amable. Se aplicaba a su rimo, lento pero constante, y cuando se detenía miraba el panorama del gigantesco Valle, verde como las esmeraldas, horadado por un rio milenario.

Aquella mañana de otoño que se dirimía entre lluvias plácidas y días soleados dispuso cuanto necesitaba; unas botas para caminar por la montaña, el bastón y la gorra. No olvidaba una cantimplora de agua agria ni de una piqueta desde que tuvo la premonición de que aquellas ruinas medievales escondían algo, no un tesoro, ni el primer bloque  de una ciudad sepultada, pero sí algún objeto liviano. De esa manera le dio una razón más a su rutinaria escalada. Sabía que se trataba de un empeño inútil pero el mero hecho de motivarse era razón suficiente para darle un aliciente a la costumbre. ¿No era la búsqueda de un aliciente la mejor cura para ralentizar la vejez? Y él no era viejo, venia de vuelta de muchos caminos  pero aún le quedaban otros tantos en los que emprender la ida.

Caminó a ritmo de su respiración. Se detuvo y miró el panorama que impresionaba por su magnífica geografía, casi intacta, soliviantada solo por los excursionistas domingueros. El Valle era demasiado grande para ser domeñado por botas de diseño. Al fondo, hundido en la depresión, junto al rio milenario, estaba el pueblo, que desde lo alto era un  puñado de casas por las que por no pasar ni pasó la guerra. Entonó inconscientemente la canción de Serrat, aunque el pueblo que veía bajo sus pies no era blanco, era de piedra porque todas sus casas, incluida, la suya, lo eran.

Al llegar a la cumbre y respirar profundo, se dispuso a cavar en el lugar donde pensaba aparecería cualquier cosa de un tiempo antiguo. Muy antiguo.

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