Un hallazgo entre ruinas (8)

Por Emmanuel Romero.- Nadie osó acercarse al espejo por temor a ser delatado delante de los demás y sobre todo ante la prensa. Los fotógrafos retrataron el espejo de lado, en un ángulo en el que no se reflejaba nada, y la sala fue invadida por el murmullo colectivo de los cuchicheos y especulaciones del público que asistió a la presentación del espejo romano. Pues yo no me pongo delante de eso. Y que me dé un perendengue, vamos anda. ¿Por qué no se lo decimos al alcalde, o a la gobernadora, son políticos y  los políticos como representantes del pueblo debe ser ejemplares, no?.

Uno de los periodistas el más atrevido invitó al alcalde a mirarse lo guapo que era ante esa cosa. Lo hizo en voz alta para que lo oyera todo el mundo.

Señor alcalde, venga, usted primero.

El alcalde azorado se negó a hacerlo con un argumento peregrino.

El alcalde siempre tiene que ser el último, pues aunque es el primer ciudadano, su ética, su pundonor y, bueno, un poco de mística religiosa, lo pone el último como el más humilde servidor del pueblo, que eso es lo que es el alcalde, un abnegado y desinteresado servidor… pero no de un pueblo cualquiera, no señor. De SU pueblo que es el mejor del mundo.

El speak del alcalde fue seguido de un sonoro aplauso. Lejos de ponerlo en un brete, el periodista le dio opción a soltar toda una verborrea de demagogia concentrada. El alcalde era famoso porque no se callaba ni debajo del agua y por su habilidad de sacar punta de todo y de cualquier situación, provecho, por adversa que fuera la circunstancia.

Entonces, una reportera de Radio Extrarradio, invitó a la delegada del Gobierno presente también en el acto.

Bueno, no sé, si sería correcto que fuese yo la primera. En parte, el alcalde tiene razón.

¿Cómo que en parte? -la interrumpe el edil superior.

Quiero decir, que…

Venga, no se amilane doña gobernanta, así salimos de dudas.

Pero antes de que la gobernanta se expusiera al escrutinio del espejo entró de repente en la sala, Servandito el Loco, con un pedal encima que era milagroso su equilibrio. Decidselo a Servandito, gritó alguien. Eso, eso, respondió un coro de voces.

El alcalde lo llamó y le pidió al beodo habitual que se pusiera delante de aquello que ves colgado en la pared, que es de bronce muy limpito.

Entonces, Servandito, dando tumbos se colocó a una cuarta del espejo y empezó a hacer muecas, a sacar la lengua, a tirarse eructos como un condenado e incluso a estar impávido durante un minuto largo. Y nada.Servandito salió purificado de la prueba. T

En ese momentop, todos miraron al alcalde y a la gobernanta delegada con ojos inquisidores, con ojos de plebeyos en la revolución francesa..

(Mañana, último capítulo)

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