El síndrome del pato de Stanford

Estela Alarcón.- En honor a la verdad he de confesarles que jamás había oído hablar de este síndrome, pero me pudo la curiosidad cuando encontré un escrito en el que se hacía referencia al mismo.

Según parece, el término se acuñó inicialmente en la Universidad de Stanford, y hacía referencia a las personas, especialmente estudiantes, que aparentaban llevar una existencia tranquila y una felicidad almibarada al realizar múltiples tareas mientras se esforzaban intensamente bajo la superficie, al igual que los patos, tranquilos en la superficie pero que nadan con esfuerzo por debajo.

Esta situación que seguro que conocen bien muchos de ustedes nos acompaña día a día. Esa presión constante por mantener una imagen de éxito, por ser competitivo, por llegar a todo con una sonrisa, nos aniquila por dentro. La ansiedad se hace fuerte, enredada en las entrañas y se niega a soltar a su presa, cierra los dientes como si de un cocodrilo se tratase y sentimos que nos falta el aire, que sobre nuestros hombros ya lacerados descansa el peso de los cielos.

En una sociedad perfeccionista como la que nos ha tocado vivir en la que, a veces, parece que no hay lugar para que desahoguemos esa angustia que nos asfixia, somos capaces de correr en una baldosa, esclavos del tiempo y de sus inacabables exigencias. Encadenamos un día tras otro con nuestra mejor sonrisa mientras sentimos la tensión de la mueca forzada y, como esos pequeños patos, nadamos bajo la superficie con inusitada celeridad buscando el dorado. Dejamos atrás las pequeñas cosas, esas que nos hacían felices cuando no sabíamos que existía la prisa, ni la necesidad imperiosa de llegar a todo y, de golpe, la vida se nos ha pasado en un suspiro, mientras hacíamos una maratón que no nos ha conducido a ninguna parte.

Una vez quise alcanzar la perfección. Una vez quise sentirla en mis dedos. Y nadé con denuedo, como esos patos. Pero el dolor de querer lograrla y nunca sentir la satisfacción completa de haberla conseguido fue tan agudo que me juré a mí misma no volver a esa senda.

Por ello, después de cruzar el árido desierto de la desolación más absoluta producto de una búsqueda que se transformó en peligrosa travesía, he aprendido de las cicatrices de la aventura.

No podía ser de otro modo.

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