Septiembre es sinónimo de nuevos comienzos, de fascículos coleccionables que no concluyen jamás, de libros con ese aroma inconfundible que esperan pacientes transmitir conocimientos, de gimnasios repletos tras los “excesos” del verano…
Septiembre es el mes de la nostalgia por antonomasia, del recuerdo de un verano que se acaba y que siempre nos sabe a poco, repleto de noches infinitas de charlas y risas que deseamos que no tengan término y que el tiempo quede varado en esos instantes de pura felicidad, conjugado siempre en presente, como si tuviésemos la facultad de congelar, más allá de nuestra retina, los momentos vividos.
Septiembre acoge la vendimia con sus racimos dorados y tintos, ese olor que anuncia la gestación de los extraordinarios caldos que nos definen y que impregna cada rincón haciéndolo suyo, fruto del esfuerzo de todo un año de incertidumbre y duro trabajo.
Antesala del otoño, se encuentra dividido entre la resignación y el alivio, entre el deber y el querer, en armarios desconcertados frente a días revueltos que se convierten en campos de batalla improvisados. Puente entre los días luminosos del sol del membrillo y los más grises que anuncian lo que vendrá, ese invierno que se aproxima con paso firme y cuyo reinado se prolongará por unos meses que se me antojan interminables.
Septiembre viene a restaurar el orden que se ha perdido, pues un verano juguetón y algo negligente lo ha hecho desaparecer convencido de su innecesaria presencia. Es vuelta al colegio, a la rutina, al status prestablecido. Es vuelta a todas las cosas que necesitamos pero que, al mismo tiempo, en ocasiones nos asfixian. Es mes necesario para poder apreciar lo afortunados que somos de poder disfrutar de ese merecido descanso que pone una pausa en esa vorágine que vivimos.
Necesitamos un septiembre que nos fije a la tierra y un mes de julio que nos permita volar y alejarnos de todo para regresar con más fuerza. Dejo a su elección cuál es el mes que los fija y cuál el que les permite volar.
