«Es propio de hombres de cabezas medianas embestir contra aquello que no les cabe en la cabeza»
ANTONIO MACHADO
De nuevo volvemos a ver la peor cara del acoso en nuestra sociedad. En esta ocasión la víctima ha sido una niña sevillana de catorce años que se ha suicidado como respuesta a un acoso prolongado de varias compañeras de clase. No han valido ni las denuncias de la madre, ni las de la propia niña, ni el cambio de aula de la víctima, ni el que los profesores tuvieran conocimiento de la situación. Los protocolos de prevención ni siquiera se activaron.
El acoso tiene muchas caras que el uso de anglicismos parecen ocultar. Hablamos de bullying, mobbing o stalking con naturalidad y como si lo importante fuera mostrar nuestras habilidades en el uso de la lengua de Shakespeare, más que asumir lo que realmente significan estas expresiones. Con el uso de esos anglicismos parece como si se diluyera la gravedad de lo que significan en román paladino.
Este fenómeno no solo no parece haber desaparecido en los últimos años en España, sino que, en algunos ámbitos, sigue utilizándose por quienes ejercen su abusivo poder —que esconde sus complejos, su impotencia o cobardía—, frente a los más débiles, a los diferentes, a los solitarios, o ante quienes poseen cualidades en las que destacan, pero que a aquellos no les gusta o simplemente no poseen las habilidades necesarias para poder practicarlas.

A diferencia de otro tipo de acosos, el que se produce en las aulas, en los internados y, entre otros, en las residencias de estudiantes, están sujetos a unas reglas perversas que sancionan doblemente a las víctimas. No solo se les exige soportar los actos humillantes a los que las someten, sino que los deben de aceptar sin rechistar y sin delatar a sus autores. Deben de asumir la mafiosa ley del silencio para dejar impunes a esos valientes acosadores.

Para algunas víctimas sería peor que aguantar estas prácticas abusivas y denigrantes que padecen, el delatar a los autores de estos abusos. El chivato —como ellos lo ven—, tiene un plus de estigmatización del que huyen la mayoría de los acosados. Aunque ese silencio obligado puede acabar hundiendo psicológica y anímicamente a quienes lo soportan durante mucho tiempo, sin decir nada ni a los profesores, ni a los padres, ni en sus denuncias.
Hay dos escritores que fueron víctimas de acoso cuando fueron estudiantes que reconocieron públicamente sus padecimientos e incluso los reflejaron en algunas de sus obras más conocidas. Se trata del ya fallecido escritor hispano-peruano, Mario Vargas Llosa, quien, entre otros premios importantes, obtuvo el Nobel de Literatura en 2010; y de la filóloga y escritora aragonesa, Irene Vallejo Moreu, que fue Premio Nacional de Ensayo en 2020.
Vargas Llosa estudió en el Colegio La Salle de Lima. Allí, según contaba, un religioso intentó abusar de él. Luego, con 14 años, su padre lo internó en el Colegio Militar Leoncio Prado, en Callao, donde completó sus estudios de secundaria. En aquel colegio viviría bajo una estricta disciplina militar y con compañeros embrutecidos, por lo que estuvo sometido a todo tipo de abusos. Estas vivencias las recoge en su primera novela, La ciudad y los perros.
Uno de los personajes de esta obra es un interno llamado Ricardo Arana, —al que se apoda el Esclavo—, que sufrirá todo tipo de humillaciones de la mayoría de sus compañeros. Esta novela nos relata un caso de acoso de manual.
En una entrevista de la emisora colombiana Radio Caracol, Irene Vallejo relata su acoso escolar. Lo sufrió durante varios años y estuvo motivado por ser la empollona, lo que no debía gustar a algunos de sus compañeros. Le decían que quería congraciarse con los profesores para obtener buenas notas. Aquella situación se la ocultó a sus padres. Si le hacían algún rasguño, decía que se había caído; y si le quitaban algo, les contaba que lo había perdido.

Ella nunca se rebeló, pero se propuso superar aquellas humillaciones aplicándose en los estudios, cultivando la lectura e incluso iniciando su afición por la escritura. Quedó marcada psicológicamente, se sumió en la desconfianza hacia los demás y vio afectada su autoestima, pero logró superar aquel trauma cuando inició sus estudios universitarios. Allí dejó de ser la rarita, como ella dice, y se integró en grupos con aficiones similares a las suyas.
En su exitosa obra, El infinito en un junco, —con la que obtuvo el Premio Nacional de Ensayo en 2020—, cuenta, como de pasada, aquellos momentos amargamente vividos a los que ella les pone su punto de ironía para superarlos.
Este es un problema que debe de abordarse de inmediato por el conjunto de la sociedad. Por las instituciones públicas, por los centros educativos, por los educadores, por las familias e incluso por los propios alumnos. Se deben emplear todos los medios que se requieran y se ha de ser muy exigente para evitar que hechos como este se vuelvan a repetir.






