Manuel Cabezas Velasco.- Majestuosamente enclavado y sustentado en la altura de una colina, aquel castillo que también era palacio dominaba la confluencia de varios cursos fluviales. Aquella estampa, la que pocas horas antes habían atisbado los jóvenes Susana y Juanillo, fue la que vislumbraron a lo lejos albergando un rayo de esperanza con el que alejarse de los peligros que se podían cernir al proseguir su travesía en campo abierto. Sin ningún tipo de protección ni armamento ni fuerzas con las que defenderse, eran aquellos unos tiempos en los que los bandoleros hacían de las suyas y aquellos muchachos serían una presa demasiado fácil para la voracidad de dichos salteadores. Demasiado bien lo sabían pues la época de estrecheces que ellos mismos estaban soportando, era algo habitual para aquellos que sólo podían aspirar a ser jornaleros o pequeños campesinos.
El origen de aquella población parecía remontarse a cuando, dentro de la invasión musulmana, algunas tribus bereberes formaban parte de aquel contingente. Una de ellas, conocida como los Miknasa, en el siglo XII fueron los causantes de la fundación de aquel asentamiento que se veía acompañado por una torre de carácter defensivo. La privilegiada ubicación de aquella población de entramado típicamente musulmán le condujo a poseer incluso un básico puerto fluvial por la confluencia de los ríos Segure (actual Segre), Cinga (el musulmán Az – Zaytum o Cinca actual) y Ebro. A consecuencia de ello, el progresivo crecimiento de la población había obligado a llevar a cabo ampliaciones fuera de las murallas. Como vigía de aquel lugar se encontraba el castillo cuyos rasgos góticos desde el siglo XIV acogían a sus moradores, la familia de los Moncada, señores de la baronía de aquel lugar y responsables de su construcción en el siglo XIII. Para poder acceder a aquel castillo – palacio había que llegar desde el sur, aunque los jóvenes Susana y Juanillo no vieron clara ni necesaria la entrada en este. Al estar cerca de iniciar la subida de la cuesta que les conducía a él se miraron y no hubo dudas.
– Juan, ¿crees necesario que lleguemos hasta allí sin saber si podremos estar resguardados en su interior por la noche? ¿Podríamos quizá alejarnos de aquí y aprovechar la luz de este día para buscar cobijo en otro lugar?
– Una vez más adivinaste lo que estaba pensando, Susana. Pienso también que quizá no nos dejen pasar, así como así, si nos ven con estas ropas raídas. Y tampoco sabemos qué sorpresas nos encontraremos en su interior. Sigamos andando hasta donde podamos, tratando de buscar algún lugar donde pasar la noche. Lo demás, ya veremos cómo lo iremos enfrentando.
Dicho y hecho, se fueron desviando progresivamente de las faldas de aquel castillo para ir avanzando de forma paralela al curso del río hasta que estuviesen suficientemente alejados para sortearlo y seguir progresando hacia el este. El destino final seguía siendo desde el iniciado la llegada a la costa, a mayores poblaciones donde poder encontrar algo más de anonimato al mezclarse con la gente, pero aún eran demasiado desconocedores del terreno por el que estaban transitando.
Cuando intuyeron que las fuerzas de aquel día empezaban a fallarles, nuevamente se encontraron con lo que parecían ser los vestigios de alguna fortaleza, desconocida totalmente para ellos. Llardecans era conocido aquel lugar y el baluarte que los jóvenes contemplaron había sido testigo un siglo atrás de la guerra llevada a cabo contra el monarca Juan II, el que fuera padre de Fernando el Católico. La población, ubicada igualmente a los pies del mismísimo castillo del siglo XIII, se encontraba en una ruta comercial de gran importancia, apenas a un día de Larida (Lérida), donde familias tan importantes como los señores del lugar, los Santcliment, explotaban su virtudes comerciales e inversoras. La fortificación garantizaba que Larida / Lérida con Flix y Barcelona tuviese las comunicaciones protegidas, algo que era muy ventajoso para la primera. Los campos de aquel lugar eran de secano y los olivares y los cereales eran la moneda más común.
Las fuerzas de Susana y Juanillo parecieron poner freno a sus ansias por alcanzar los pies del castillo, donde se encontraba el entramado de la población de Llardecans, pues nuevamente no quisieron tentar a la suerte y decidieron localizar algún recoveco donde pasar la noche. Sabían que la propia población les protegería, aunque, muy a su pesar, Juan se vería obligado a dormir con un ojo abierto en actitud vigilante y para no llevarse sorpresas.
La noche transcurrió en un suspiro, incluso para Juan, pues acabó siendo presa de su cansancio. Los primeros rayos del día se encargaron de ponerlos en pie para reiniciar la marcha. Las provisiones que ya restaban empezaban a ser más bien escasas, y tendrían que arriesgarse a encontrar alguna población donde probar algún bocado.
Apenas habían transcurrido dos horas cuando se encontraron con la población conocida como La Granadella, villa cuya baronía estaba en posesión de la familia de los Moliner en aquel momento, aunque despertaría las apetencias de muchas más familias al encontrarse en un tradicional cruce de caminos. El paisaje poblado de olivos pintaba aquellas tierras. Como el hambre apretaba ya por entonces, cuando tenían a mano algún olivo con fruto, los jóvenes fugitivos se lo echaban a la boca, por muy amargo o seco que pudiera encontrarse.
Poco antes de que el día declinase, atisbaron nuevamente una población donde la tierra gris procedente de su componente pizarroso y el viñedo teñían el paisaje. Apenas se podía percibir aquella diferencia cromática casi en el momento de la despedida del astro sol, pero aun así los fugitivos así se percataron. «¡Aquí había líquido donde beber echándose unas uvas a la boca y les supondría el mayor de los manjares!», pensaban ambos para sí.
– ¿Estás seguro de lo que estás haciendo Juan? ¿Acaso no crees que si nos pillan robando uvas no podrían darnos el mayor de los escarmientos? ¿O es que hay algo que aún no me has dicho? – interpeló Susana.
– Mira hacia tu izquierda. Allá en esa altura, lejos de la población que vemos, quizá podríamos pasar allí la noche. ¿No crees?
– Pero…
– Y, además, descansar estando alejados que cualquier salteador de caminos que ya llevamos bastante tiempo intranquilos.
– Vaya con el muchachito. Ni me había percatado de aquello. Pero, entonces te has quedado corto. ¡Llenemos con algo más de comida el zurrón! – respondió eufórica la muchacha.
– Es suficiente, pues se trata de uvas. ¿O acaso si esta noche te comieses todas, mañana tendrías cuerpo para mantenerte dos pasos seguidos en pie? – respondió Juan cauteloso.
– De acuerdo. Sólo un racimo más entonces. – respondió, muy a su pesar.
A partir de ahí se aventuraron para buscar refugio. El lugar, labrado por la fuerza hídrica del Montsant, dibujaba aquel entramado de cuevas que desde tiempo inmemorial había guardado tantos secretos, de los cuales la decisión de los jóvenes les depararía alguna que otra sorpresa. Sin luz del día y casi a ciegas encontraron un recoveco donde pasar esa noche. Ya habían transcurrido dos agotadoras jornadas y sería el primer día donde la amenaza de visitantes nocturnos no pareciera ser motivo de preocupación.
El manto de la noche les sirvió como el mejor de los cobijos. Pudieron al final tener unas horas de descanso sin estar expuestos a ningún peligro por los caminos que muchas veces estaban poblados de bandoleros. Con los primeros rayos de luz y con el estómago menos vacío que en jornadas anteriores, decidieron reiniciar la marcha, esta vez en dirección sur con un trayecto más serpenteante de lo que hubiesen esperado. Se alejaron de las cumbres del Montsant y evitaron ascender a las alturas que vislumbraban a lo lejos. Entre las poblaciones que encontrarían a su paso estaría una de origen morisco conocida como Alforja, que parecía haber gozado en tiempos pasados de cierta prosperidad desde su alquería originaria al poder explotar unas antiguas minas de plata que se hallaban próximas. A ello se uniría la presencia de una fortaleza e incluso en siglos pasados había existido una próspera comunidad judía. De todo aquello apenas tuvieron constancia Susana y Juan pues decidieron seguir avanzando, aunque ya las fuerzas comenzaban a escasear después de seis horas de caminata. Tras alejarse de la población de Alforja, decidieron refrescarse al ver la proximidad de una corriente de agua. A pesar del cansancio acumulado que llevaban ambos entonces, decidieron continuar aprovechando las fuerzas restantes que aún atesoraba por el prolongado descanso de la noche anterior. Por ello, aprovechando la planicie sobre la que un tímido lecho fluvial transcurría, alcanzaron apenas una hora después una nueva población. Su nombre, Borjas del Campo, y su estampa amurallada volvió a ser un nuevo motivo para no aventurarse a penetrar en el interior. Tal decisión, sin embargo, conllevó algo de fortuna para los muchachos, pues en las cercanías de la población se encontraron con algo parecido a lo que podría ser una ermita. En un recoveco de sus mucho, donde menos expuestos estuvieran a las miradas inquisitivas, decidieron hacer una parada en la que recuperar parte del esfuerzo realizado.
Apenas transcurrieron unos minutos cuando volvieron al camino, en dirección este en este momento. Poco después encontraron a un campesino que tiraba de una mula y, al no evitar ser vistos, decidieron preguntar:
– Discúlpenos señor. ¿Podría decirnos qué población nos encontraremos pronto siguiendo este camino?
– Hijos, por aquí os dirigís hacia Reus, lugar muy conocido pues es un auténtico cruce de caminos, aunque no os aconsejo que entréis en ella.
– Y ¿por qué ese reparo? ¿Acaso no podríamos pasar la noche a buen recaudo y lejos de los peligros de los caminos? – refirió Juan al mulero.
– ¡Ay, jovencito! Como veo que no sois de aquí, os daré un consejo gratis: ¡no entréis en la población! Lo digo por dos motivos principalmente: el primero, pues quizá no se hayan recuperado del último brote de peste y podríais salir contagiados; y el segundo, si la peste no os pasa factura, porque estaríais expuestos a ladrones y bandoleros que son los dueños y señores de estos lares. Demasiado bien lo sé desde hace tiempo y cuando pasó por aquí siempre voy bien acompañado – les indicó mostrando el filo de una daga que llevaba bien escondida para su defensa.
Tras aquella breve conversación, el anciano se apiadó de ellos dándoles parte de una hogaza de pan al verlos en estado tan famélico, a lo que fue respondido con un tímido agradecimiento.
Una vez se hubieron despedido del mulero, decidieron desoír sus consejos y se encaminaron hacia aquella próspera población. Era lo que esperaban desde hacía días, un lugar donde había tal movimiento de gentes que podrían pasar desapercibidos. La riqueza se atisbaba en el tránsito tan fluido se veía a las afueras de la población. Poco después descubrirían que, a pesar de los conflictos que eran habituales por el acoso de corsarios argelinos o los excesos a los que se tuvo que enfrentar el Baile y algún funcionario más que hubo que nombrar ayudante, la riqueza artesanal le estaba convirtiendo en un importante centro comercial. Era la consecuencia lógica de aquel cruce de caminos que había surgido alrededor del castillo de Camarero, señor feudal de Reus, y de la Iglesia de Santa María, sustituida por entonces por la de San Pedro. La riqueza comercial hizo florecer un nuevo centro, una plaza donde habitualmente se acogía el mercado, cuya forma era rectangular.
Las tripas empezaban a dar un soniquete que daba muestras de la escasez de alimentos que ambos habían probado en los últimos días. ¡Qué lejos quedaban ya aquellos manjares en forma de uvas o la mismísima hogaza de pan que les ofreció el mulero!
En ese preciso momento se cruzaron con un muchacho que corría como el diablo portando algo de comida en sus manos y a lo lejos se oyó ¡al ladrón!
Ni corto ni perezoso, Juan en ese preciso instante entorpeció el paso de aquel ladronzuelo sin saber qué podría depararle el encuentro. Provocó con su zancadilla que aquél diese con sus huesos en el suelo, perdiendo lo que portaba en sus manos. En ese preciso instante, el comerciante llegó hasta ellos dándose cuenta de lo ocurrido. Mirando a Juan indicó:
– ¡Gracias muchacho!
– No hay de qué señor.
– Por supuesto que sí. ¿Cómo te llamas, jovencito?
– Juan, señor.
– Veo que no sois de aquí y entiendo que tampoco la muchacha que os acompaña. – dirigiendo su mirada a Susana.
– No lo somos ambos. Tampoco conocemos la ciudad.
– Eso es bien sencillo, pues, aunque sea un plato de comida os lo habéis ganado.
– Bien agradecidos que estamos, señor. – expresó en ese momento Susana, cuya voz aterciopelada se vio interrumpida por el sonoro ruido que hicieron sus tripas.
Aquella inevitable reacción provocó inicialmente el desconcierto del comerciante y el sonrojo de los muchachos, a lo que continuó una sonora carcajada de los tres.
¡FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO 2026!











