Sancho III de Castilla, el monarca que contribuyó a la creación de la Orden de Calatrava, ya fue «el deseado». También Fernando VII, hasta que reinó tras la expulsión de Pepe Botella. Más tarde sería conocido como el Rey Felón (ojo, de felonía, permítanme la aclaración). Desaseados lo fueron muchos, pero no es el momento de lavar la cara a nadie, ni cuestión de sacar trapos sucios una pila de años después.
La España del joven siglo XXI ha conocido a otro aristócrata «deseado»: El Duque de Sintetas del Paraíso. Una señal inequívoca de que los tiempos están cambiando. Aunque quizá no lo suficiente.
El sucesor podría ser el barón que soñó con reinar, aquél que no cabía en la cabeza del ratón manchego y que acabó bajo la cola del de León. Viagra informativa, afrodisiacos propagandísticos y otros efluvios feromónicos, macerados por las alcahuetas de la comunicación, son efectivos estimuladores del deseo popular. El conjurado se vuelve tremendamente bello y apetecible, como perfumado por las letras de Patrick Süskind. El jorobado de Notre Dame podría parecer el más apuesto mancebo. Sin ir más lejos, acuérdense de la pata más corta de la banqueta de las Azores ¿no revoloteó ante los ojos de la mayoría absoluta de España como un gracioso querubín? Tampoco viene mal, si la situación es perentoria, un retoquito y, capricho capilar o errata del destino, el salado presidente de la Cámara baja, gobierne o no gobierne, pasará a la historia como Bono, el Vello.














