Modos de vivir que no dan de vivir

Ángel RomeraAsí titulaba Larra un artículo clásico sobre los mileuristas del XIX. Buscando inspiración, el dandy feo marchó a la periferia, al extrarradio, a los arrabales, a los contornos, vaya, la banlieue de Madrid, para documentar cómo lograba sobrevivir a los borbones de chocolate el que unos años después Marx llamaría subproletariado o lumpen, unos íntimos piojos de clase baja marginal que colaboran con la burguesía, porque la necesitan para sobrevivir. Lo que los esclavos domésticos para las plantaciones del trópico: se consideran mejor paridos que los que viven y mueren en las plantaciones, en las afueras, pues también hay clasismo y racismo entre negros. Un funcionario fijo mira al interino como un culipardo de realengo a un churriego de señorío.

Todos debíamos leer algunas  autobiografías de esclavos (en español solo hay dos, la de Juan Francisco Manzano, de la que se perdió -estas cosas se pierden con mucha facilidad- la segunda parte, y la de Esteban Montejo, el último cimarrón cubano), o alguna estadounidense, terribles de verdad, literatura de oro puro por su «valor» humano. Los esclavos, analfabetos a la fuerza, se avergonzaban y ocultaban sus propias historias, pues además eran perseguidos doblemente si divulgaban sus padecimientos. Todo lo más podían dictar a los abolicionistas bajo pseudónimo, como Harriet Jacobs, una esclava que ha tenido la rara suerte de ser publicada barata en español. Quien lea a esta mujer, especialmente si es de su sexo, puede terminar realmente cabreada, pues su lectura enerva a la enésima potencia el más rudimentario sentido de la dignidad y la justicia. «El esclavo es un hombre muerto», escribió Manzano.
Un Pasolini cualquiera podría pasar revista al subproletariado ciudarrealeño. Y muy cualquiera, porque uno, a fin de cuentas burgués, carece de conocimientos directos y profundos sobre el tema, porque sale poco de casa, si bien tiene amigos hasta en las alcantarillas. Los desahuciados de todo de antaño iban por la noche recogiendo papeles y cartones para vender a los dos grandes almacenes privados que hay o había de chatarra y reciclaje fuera de la ronda. Circulaban con una carretilla recogiendo cartones antes de que viniera la basura y, como se pagaba al peso, mojaban los cartones para que pesasen más en la báscula, y, por tanto, les diesen más dinero. Pero hoy en día el programa de reciclaje les ha quitado el pan  de la boca y han tenido que marcharse a robar de noche cobre y metales al campo, porque los labriegos ya están avisados y armados hasta los dientes. Ya no hay robagallinas, porque son muy ruidosas y los desempleados ciudadanos pueden robar flores en el cementerio para poder venderlas en la puerta. Casi mejor que en las floristerías, donde te dan una docena de rosas industriales y clónicas recién descongeladas y sin perfume por un precio salido de madre. Por lo menos podían echarles unas gotas de chanel. El descuidero con gazuza entra en los hospitales para robar los dulces, ropas (y otras cosas) que dejan en los cajones a los enfermos o entran en las casas a robar de las formas más pintorescas, con la técnica del paraguas, la del adhesivo o la de colarse cuando se deja abierta la puerta al bajar la basura. Los gorrillas cobran el seguro de protección del coche, impuesto que agrada pagar porque se puede controlar a simple vista. Pasan gatos fugitivos como dioses menores, vuelan murciélagos, suenan los grillos, soplan ráfagas de viento con su fantasma dentro. Y una serie de fugados de casa, chaperos, mendigos y emigratas se pasea por la estación de autobús o se sienta en el parquecillo frente a los juzgados. Pasadas las tres de la noche, algunas parejas follan a escondidas o no tan escondidas, sobre los bancos de los diversos parques, los locos con insomnio deambulan en zapatillas haciendo preguntas raras, los borrachos decoran las aceras, salen los puteros a sus clubes de alterne y los drogatas, los ojos muertos en sus ojeras, peregrinan en pos de su flor de loto y, en la hora más oscura y fría, esa que precede siempre al alba, van poniendo las aceras, empiezan a mear las macetas y los camiones descargan todos su género en los mercados y en los bares. Suena el canto mortecino del afilador, invisible con su siflo,  Y una rata con frío hace ruido abrigándose bajo toda la basura.

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