Corazón mío. Capítulo 69

Manuel Valero.- El hombre que la secuestró le lanzó un vestido y ropa íntima a la cara y le puso sobre la cama un neceser con productos de belleza y un paz de zapatos elegantísimos. Rita recibió el impacto de la tela como si fuera un estatua sin alma. Mantuvo la mirada fija en ninguna parte y dejó que el vestido negro de seda que le cubrió la cara se le escurriera hasta el suelo. Sollozaba en un estado de enajenación, oscilando el tronco hacia adelante y hacia atrás.
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De su boca no salía sino un “quiero irme a casa”, repetida una y otra vez como si estuviera rezando. Sus dedos que se enredaban sin cesar le daban ese aspecto de orante de quien ha agotado toda esperanza. Su carcelero le ordenó que se dejara de llantos y obedeciera. Como mantuviera su actitud pasiva, la golpeó en el hombro con palabras desabridas. La presentadora de Corazón Abierto lo miró mecánicamente y prosiguió con su particular salmodia. Sólo cuando el actor Oscar García se inclinó hacia ella, la asió fuertemente de los hombros y le repitió la orden, Rita accedió.

-¿Quieres irte a casa? Pues ponte esto, maquíllate y ponte guapa.¿No querrás que el mundo te vea fea y demacrada, verdad?-, le dijo.

-¿De verdad? ¿De verdad me puedo ir a casa?-, susurró mirándolo con ojos de incredulidad.

-Por supuesto, amor. Pero primero tendrás que pasar la última prueba-, la voz del actor sonó sibilante como una serpiente.

Rita reaccionó lentamente, se incorporó con desgana y dirigió la mirada hacia su carcelero para indicarle que se volviera de espaldas para poder vestirse con un poco de intimidad. Pero fue en vano. El hombre le respondió secamente que se diera prisa, que no había tiempo para pudores estúpidos.  Rita obedeció sin pestañear. No hay lugar para el pudor cuando se vive en una situación de dependencia absoluta. Al contrario, la mujer recobró una energía recóndita que la revistió de altivez. Se desprendió de la ropa que llevaba y se quedó completamente desnuda mirando con descaro a su voyeur, a quien el juego le pareció divertido. Incluso le reconoció su admiración por la escultura académica de su cuerpo, un cuerpo proporcionado, en el punto exacto en el que confluyen la gordura y la flacura, unos hombros suaves y bien esculpidos, unos pechos adecuados al conjunto y firmes, unas nalgas que seguían las líneas  con una fidelidad increíble y un sexo tocado por una breve penacho de bello púbico. Oscar miraba a Rita y Rita miraba a Oscar. Con la mirada parecía decirle que solamente por la fuerza podía gozar de ese cuerpo espectacular que ahora mismo tenía ante sus ojos, pero que ante tal circunstancia dejaría de comportarse como un hombre. Su instinto de mujer le decía que el verdugo pelirrojo, de ojos azules, como los suyos, que la miraba con delectación, no la forzaría. Había tenido ocasiones para ello en aquel lugar remoto. olvidado del mundo, y no había pasado nada. Ni siquiera bajo los efectos de alguna droga. Eso es algo que toda mujer sabe a ciencia cierta.

-Date prisa, princesita, no tenemos todo el día. Y créeme no me importaría…

-¿No? ¿Estás seguro de ello?-, susurró maliciosamente la mujer.

Ese juego de la seducción excitó incluso a la diva de la televisión, que se acercó al actor con pasos lentos y ondulantes. Demasiado previsible.

-Quédate donde estás y vístete ya. Te lo digo por última vez y por las buenas.¿Pretendías seducirme, imbécil? ¿Pretendías escapar con esa treta tonta?-. Oscar se puso en jarras justo en el quicio de la puerta de la celda. En ese momento un pájaro se posó sobre el exterior del vetanuco, sopló un canto fugaz y retomó el vuelo. Oscar observó el detalle.

-¿Venga pronto serás como ese pajarito?-, dijo con un doble sentido, malvadamente calculado.

Rita se visitó, cogió del neceser lo propio y se maquilló. Con un peine y un cepillo se acicaló la bonita melena rubia. No contenta con el color de labios elegido, un rosa desvaído, se los volvió a pintar de rojo sangre. Nada resulta más que una rubia con los labios rojos, a pesar de la manida combinación y la sugerencia automática de un icono mil veces utilizado. Se frotó los labios para detallar la pintura y fijarla con la saliva. Estaba realmente bonita. Se miró insistentemente en el espejo de la celda y aprovechó su última oportunidad. Con la punta de pasta del peine que había utilizado para ahuecarse el pelo se abalanzó sobre su verdugo con la intención de clavárselo en el cuello, pero falló en el intento. Oscar era un hombre muy calculador y prevenido, acostumbrado a las reacciones imprevistas. De modo que le detuvo la mano agarrándola fuertemente por la muñeca. Con la otra mano, Rita trató de forcejar pero el hombre la sujetó. Amarrada a las manos de su agresor se notó de nuevo indefensa y más desnuda que antes. Oscar la lanzó con fuerza sobre la cama y sin miramientos sacó la pistola que llevaba en los riñones.

-Se acabó, rubia idiota. Ponte de pie y camina. Si vuelves a hacer otra tontería yo mismo seré quien te dicte el veredicto-,  rugió el guardían.

– De… acuerdo, prometo hacer lo que me digas, pero no me dispares, por favor

-Vamos, camina, ya…

-A dónde me llevas-, preguntó con el rescoldo de temor y angustia que aún le quedaba.

-Muy cerca de aquí, de hecho no vamos ni a salir de este edificio. Saldrás, caminarás delante de mí y cuando hayas dado unos pasos, tú misma sabrás donde vas

-¿Me harán daño?

-Eso depende de ti. ¡Andando!

Rita salió de la celda, avanzó unos pasos por un pequeño pórtico. Lo que vio después fue el mismo lugar donde despertó tras ser secuestrada. El pilar de mármol donde estuvo maniatada estaba cubierto por un paño de lino blanco y un cojín del mismo color con estampaciones de oro. Conforme se acercaba, apareció el lugar tal y como lo había visto en sus alucinaciones. Los tacones resonaban en aquel ámbito imponente. El eco del agua en la fuente del caño monstruoso la sobrecogía. Detrás llevaba a Oscar con gesto grave,.encañonándola con la pistola. Los labios apretados eran sumamente elocuente. Había llegado al final del juego y cualquier amago de huir lo pagaría con su vida, o con su belleza. Rita se sentó sobre el pilar de mármol, acolchado con el cojín para la ocasión. Y así estuvo cinco minutos, respirando con dificultad, hasta que aparecieron.

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