Los toros

Manuel Valero.- Lo de Leo Harlem es prueba irrefutable del cambio de opinión por conveniencia. Pero sobre todo de criterio inconsistente. Sabina es progre, rebelde, irreverente, grandísimo letrista y le gustan las buenas corridas, y lo dice a voz en cuello, sin temor a que los animalistas lo pongan de vuelta y media o no compren sus discos. En cambio Leo Harlem hace apología publicitaria del mundo taurino y luego saca un comunicado para pedir disculpas.
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Uno ni sabe, ni entiende, ni le gustan los toros, pero no se abre las venas ante la fiesta o el aquelarre, venga. No tanto los asume, los toros, por el entreverado profundo en nuestra cultura y en el arte sino porque los toros vendrían a ocupar el puesto enésimo a la hora de reivindicar los pasos ineludibles para la quimera de un mundo perfecto.

Hay algo irritante en esa defensa santona de la anulación de la fiesta y quien se enfunda en la causa del astado parece tocado de una superioridad moral asistido de toda la razón, dado que necesariamente la simplificación del debate nos vuelve a llevar a la dicotomía de siempre entre los buenos (nosotros), y los malos, (los otros). Posiblemente si pudiéramos conocer el voto de todo el público que asiste a una corrida de toros nos llevaríamos una sorpresa por mucho que algunas organizaciones incluyan en su ideario la defensa de los animales, lo cual lo lleva a uno a la duda de si la defensa de los animales es concomitante con la defensa de la vida del toro, en tanto que animal. Si así fuera tendría una penosa sensación de culpa después de aplastar una mosca cojonera, o apretarse un pollo al chilindrón, tanto como si asistiera al comportamiento de un mal dueño que maltrata a su perro por gusto o por ira.

La violencia gratuita es intolerable sea quien sea o lo que sea el sujeto-objeto de esa violencia. Incluso la de esos niños pequeñitos que zarandean la vara de un arbolito nuevo sin ser conscientes de ello y sin que sus papás les digan nada. No se conoce comunicado público alguno de las organizaciones más preclaras antitaurinas deseando la pronta recuperación de un torero si sale apuñalado por una buena cornada o incluso de pésame si el torero fallece en su alocado enfrentamiento con el cuatralbo.

Llegadas las fiestas de los pueblos o de cualquier otra plaza que se precie no falta el jolgorio popular en torno al animal al que Ursus le retorció el cogote. Como sé que es un debate condenado melancólicamente a una espiral de desencuentro sin fin, sí, al menos, me revuelvo ante quienes cambian de criterio por quedar bien y bueno y pacifista y superior en la evolución, y ante la demagogia que como en todo rodea la contestación antitaurina. A mi me pasó una vez: después de asistir a un debate en el barrio entre toros sí o toros no (salió a colación incluso la prohibición nacionalista catalana que considera sinónimo de españolismo las corridas de toro pero las clausuró con el fariseo argumento animalista), fui a casa y comí con el telediario vomitando sangre humana. Y medité durante un buen rato si condenar las corridas es cosa de sociedades ociosas que lo tiene todo resuelto o una sincera reivindicación como consecuencia de la evolución del ser humano hacia un estadío superior.

No caigo en el tópico de enumerar ilustres históricos amantes del toreo, pero sí me inclino porque la defensa del toro y la defensa de los animales en todas sus vertientes (conservacionista,.ecologista, humanista, radical) son igual pero no lo mismo. Y uno si fuera artista y famoso y le gustaran los toros como a Sabina o Serrat no cambiaría públicamente de opinión sólo para contentar a los buenos. Porque no es lo mismo ahorcar un galgo que torear una masa cornúpeta. Uno al menos mantiene la duda. Tendré que dejar de leer a Unamuno, por cierto, crítico con la tauromaquia no tanto por el sufrimiento del animal como por su utilización para distraer al pueblo, estratagema que hoy se lleva el fútbol de calle. En cambio hizo una “elegía a la muerte de un perro”, espectacular. Y Ernesto Guevara, el mítico Che, defensor a ultranza del hombre explotado no se perdía corrida así recaló en Madrid en el 59, claro que también era asmático y fumador. Las contradicciones tienen una pizca de magnetismo.

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3 COMENTARIOS

  1. El magnetismo de las contradicciones es altamente viral, como se dice ahora tontamente, o simplemente contagioso. Y es que la prueba de la suprema sabiduría, creo que el aserto viene de Óscar Wilde, es mantener una cosa y su contraria al mismo tiempo.

  2. Sr Manuel Valero, dice en su artículo » no es lo mismo ahorcar a un galgo que torear una masa cornúpeta»…. ya veríamos si el ahorcamiento se produjera dentro de un recinto y pagando entrada. De todas formas se le olvida que después de torear el aniquilamiento es igual de cruel, sea por ahorcamiento que por estoqueamiento, previos pares de banderillas punzantes más los correspondientes agujeros en el lomo producidos por los puyazos de un señor montado a caballo con un gorro raro.

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