Voces del pasado (parte II)

postales-desde-itacaTerminada la jornada de trabajo, volvió a casa. El día había despejado y un sol radiante iluminaba las callejuelas estrechas del casco viejo de la ciudad. Elvira iba sonriendo. En el fondo, se sentía feliz por haberse reencontrado con Víctor. Al llegar a casa, intentó disimular su alegría.


—Te he dejado la comida en el horno. ¿Todo bien? —Oyó la voz de Nico, que provenía del baño. Tenía turno de tarde esa semana.
—Sí, cariño. Estupendamente —le contestó mientras dejaba el bolso en el taquillón—. ¿Sales a las diez?
—Sí, aunque hay jaleo por estas fechas. ¿Quieres que salgamos a cenar? —le preguntó, mientras le besaba en la mejilla. Le dio la vuelta al libro que estaba sobre la mesa de la cocina. Crímenes impunes—. ¿No lo has terminado aún?
—He perdido un poco de ritmo, pero esta semana lo acabo. —Elvira se sentó, dispuesta a dar cuenta de la comida—. ¿Ha llamado tu madre? ¿Vamos el viernes a su casa?
—Sí. Estarán mi hermana y los niños. Me voy que no llego. —La observó mientras Elvira se acercaba el tenedor a la boca—. Todo bien, ¿seguro?
Ella asintió con la cabeza y sacudió la mano para indicarle que se fuera.
A media tarde, después de dormitar un poco a intervalos en el sofá, entró en su habitación. Abrió el último cajón de la cómoda y sacó, cuidadosamente, una caja metálica roja, que había heredado de su abuela. La acarició con sus dedos lentamente. La destapó. Entre entradas de concierto rotas, fotos descoloridas, un fular de seda verde y servilletas de bar con versos sueltos, vio la llave del archivo.
«Aún estás a tiempo. No lo hagas. Te está engañando otra vez. Conseguirá que te descubran y él desaparecerá. Siempre lo ha hecho así. ¿Por qué va a ser distinto ahora? ¿Crees que las cosas han cambiado?». Dudó si cogerlas o no. Pero, al final, el instinto pudo más que la razón y se las guardó en el bolso. «Al menos, vuelvo a sonreír y emocionarme. ¿Qué puede haber de malo en ello?». Y creyó que era suficiente motivo.

A la mañana siguiente, se despertó con tiempo. Se duchó, se secó el pelo, hasta se maquilló un poco para tapar las ojeras y dar color a sus mejillas. A Víctor le gustaba acariciarlas y a ella le gustaba notar su mano en ellas.
—Hoy has dormido bien, ¿no? —Nico preparaba ya el desayuno en la cocina.
—Perfectamente, sí. —Se echó café en su taza favorita y le robó una tostada a su marido.
—¡No me lo creo! ¿Una tostada? Si nunca comes nada… —dijo, mientras reía.
—Ya ves… Un día es un día… —Y le soltó un sonoro beso en la cara—. Me voy ya. Recoge un poco, por favor.
Por la empinada cuesta, empezó a apretar el paso. Estaba nerviosa. La llave del depósito se mecía en el bolsillo derecho de su abrigo. De vez en cuando, metía la mano, para asegurarse de que seguía allí.
—¡Buenos días, Alfonso! Parece que hoy nos da tregua la lluvia… —se dirigió al de seguridad, mientras colocaba el bolso en el detector.
—Sí, mejor, que a mí la lluvia me entristece —contestó, sonriente, el guarda.
Ya en el despacho, se puso a planear cómo llegar hasta el archivo sin que la vieran. Eso era lo más importante. El edificio que albergaba la biblioteca era una antigua fortaleza medieval. Conservaba la estructura original, aunque había sido reconstruida después de un bombardeo en la guerra civil. El archivo se encontraba en el torreón sureste y pensó que el mejor momento para ir sería la hora de comer. Apenas iba gente por allí y aprovechaban esas horas para ultimar asuntos en los despachos. Averiguó dónde estaban los ejemplares que quería Víctor. Miraba continuamente la puerta, pero este no aparecía y ya era mediodía. Empezó a preocuparse por si le había pasado algo. Decidió ir a tomar un café, aunque en su estado de nervios no le beneficiaría mucho.
Se sentó en la misma mesa que el día anterior. Desde allí, divisaba perfectamente las puertas del ascensor. Al cabo de un rato, que a ella le pareció eterno, las puertas se abrieron y lo vio aparecer. Tan guapo, tan sonriente… El tímido sol invernal entraba en la sala y anaranjaba aún más su pelo. El pelirrojo que conseguía desbaratarla siempre.
—Envenenándote con cafeína otra vez… —Se sentó a su lado—. Creo que me están siguiendo, El.
Ella le miró poniendo cara de sorpresa.
—¿Quién te persigue? ¿Por qué? —preguntó ella, intrigada.
—En los artículos que leí uno de los periodistas escribió sobre un altercado que tuvo el padre de la familia asesinada unos días antes con un abogado de la ciudad. Llegaron a las manos y el abogado juró vengarse. Nadie sabía por qué habían discutido. Y los vecinos no querían hablar porque el abogado era hijo de un ministro de la época.
Elvira seguía la conversación, sin saber qué tenía que ver eso con que ahora persiguiesen a Víctor. Además, ¿quién querría perseguirle por algo ocurrido dos siglos atrás? No tenía sentido.
—Pero, Víctor, ese crimen ocurrió hace dos siglos. ¿Por qué han de perseguirte ahora?
Víctor la miró. Le retiró un mechón de pelo que le caía por la cara.
—Siempre tan curiosa, El. ¿Te acuerdas de nuestro primer verano? Recorrimos todos los faros de la comarca y tú me preguntabas por las historias de naufragios y sirenas que allí habrían ocurrido. —Le recorría la mejilla con el dedo índice, señalando un camino que solo él conocía—. Y yo…
—¡Y tú te inventabas todas las historias! —Elvira sonrió con condescendencia, como al chiquillo que pillan en una trastada, pero se es incapaz de regañarlo.
—Es que no todo tiene una historia, El. Pero me gustaba inventármelas para ti.
—Sí, ya. Te pillé por la absurda del calamar gigante. Y porque era imposible que John Wayne estuviera veraneando en Viveiro, comiendo percebes, y se lanzase al mar para matarlo… —Dejó de remover el café, que ya estaba frío.
—Sí, exageré bastante. No dejabas de abrir los ojos como platos y me vine arriba… —Su rostro se puso serio de nuevo—. Vamos a tu despacho, El. Allí podremos hablar tranquilamente.
Elvira se levantó a pagar el café.
—Ya quedáis pocos a estas horas —le dijo el mismo camarero que la había atendido el día anterior.
—Sí, ya casi es la hora de salir —le contestó Elvira, retirándose el mechón de pelo que le volvía a caer sobre la cara.
Esta vez no tuvo que agachar la cabeza ni acelerar el paso para volver al despacho. Los pasillos estaban desiertos y todas las puertas de los despachos cerradas. Víctor le rozaba la mano al caminar y, cuando estaban llegando al suyo, le cogió de la mano:
—Víctor, esta vez no te vayas sin decirme adiós.
Él la miró y le contestó:
—Ya sabes que conmigo nunca se sabe, El. Conmigo, no.
Ya, en el despacho, se sentaron. Elvira recolocó unas hojas perfectamente alineadas que había encima de su escritorio.
Víctor comenzó a hablar:
—Esto es distinto, El. Uno de los actuales ministros es descendiente de aquel abogado. Fui a entrevistarme con él hace unos meses y, cuando le pregunté si conocía la historia, su cara se demudó en blanco. Enseguida reaccionó. Me echó de su despacho y me dijo que dejase la historia dormida. Me amenazó con ir a por mí si seguía preguntando…
—Bueno, a nadie le haría gracia ver el nombre de su familia implicado en un crimen así —replicó Elvira.
—Desde aquel día, me siento observado. Creo que mandó que me siguieran. He estado unos días vigilando la biblioteca antes de ponerme en contacto contigo. ¿Tú no has observado nada extraño estos días? Tu jefe, por ejemplo…
—¿Rafael? —preguntó, incrédula—. ¡Ja, ja! —Su risa fue tan sonora, que por un momento tuvo miedo de que los compañeros de los despachos aledaños la hubiesen oído. El silencio que se obligaba en las salas también era extensible, aunque no oficialmente, a ellos—. ¡No! Es un hombre sencillo, disfruta de su familia y los fines de semana se dedica a cuidar una pequeña huerta en un terreno de sus suegros. No da el perfil de agente secreto ni espía, ¡créeme!
—Bueno, todos ocultamos secretos. Puede que tenga algún trapo sucio y lo hayan utilizado para obligarle a espiarme. —Se estiró los pantalones mientras se acomodaba en la silla—. ¿Cuándo lo hacemos?
Ni siquiera le preguntó si estaba decidida a hacerlo, porque sabía que la respuesta era invariablemente sí a lo que él le pidiese.
—Podemos ir en unos quince minutos. No suele haber gente y será más fácil meternos en el archivo. Creo que tengo localizados los ejemplares que necesitas. Tendrás que hojearlos rápido y hacer una foto de los artículos que quieres. Yo me vuelvo a mi despacho y tú te marchas. —Cogió un boli azul del bote y lo volvió a meter—. ¡Ah! Y no se te olvide: no me pueden ver contigo, ¿entendido?
Víctor asintió.
—Haré tiempo mientras tanto. Te veo luego. —Le guiñó un ojo y salió del despacho.
Llegada la hora, marchó hacia el otro torreón. Tuvo suerte y no se cruzó con nadie. En esas fechas, la mayoría de los trabajadores aprovechaban para salir un poco antes. Llegó al pasillo del archivo. No veía a Víctor. Pensó que tal vez le habían pillado entrando o quizá era verdad que lo estaban siguiendo y estaba intentando despistar a los que le acechaban. «Vendrá. Seguro. Me dejará en la estacada después, cuando consiga lo que quiere». Elvira retorcía sus dedos, nerviosa, fijando la mirada en la puerta del archivo. Decidió no esperarlo más. Giró la llave y abrió despacio la puerta. No había nadie. Bien. Se dirigió a la estantería, que ya había localizado antes, y cogió los ejemplares que necesitaba. Víctor seguía sin aparecer. Estaba cada vez más inquieta. Le pareció oír unos pasos suaves, alguien que se dirigía hacia el archivo. «¿Será Víctor? No debería tardar tanto». Las manos le temblaban. Entonces, excitada por la situación, se la jugó de nuevo por él y se escondió los periódicos bajo el abrigo. Salió corriendo de la sala. Y se topó de frente con él.
—Elvira, ¿qué haces aquí?


Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira

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