La mujer del Valle (4)

La dureza de su mente, dura ante los embates del recuerdo y la desmemoria, era su mejor caja fuerte, su almacén de caudales que administraba con sabiduría sin regodearse ni volver a bañarse en las inútiles aguas del pasado.
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La mujer del Valle

Manuel Valero

Capítulo 4

Simplemente cuando alguna contingencia diminuta, cotidiana, de esas menudencias que son como la vida de un insecto que no cuentan para nada ni para nadie, ajeno el universo todo a su despreciable realidad ignorada, cuando un detalle nimio le llamaba la atención podía agarrarse a ese hilo y viajar hasta donde lo llevara la memoria y lo dejaba allí en aquel recuerdo vívido por un buen rato hasta que abría los ojos en un acto reflejo y volvía a su ser y a su tiempo longevo.

Otras veces, era algún acontecimiento de dimensiones dolorosas lo que lo ponía en el mismo andén de la memoria. ¡Cómo no evocar las andanzas juveniles cuando uno de sus coetáneos se marchaba de este mundo con la cartilla leída y cumplida! ¿Pero le quedaban coetáneos? Eso era lo que más pesaba en su espalda de nonagenario. La vida larga es para que los demás también la tengan, en caso contrario ¿para qué sirve sino para ser uno el único espectador de una procesión de muertos? Sí, su mente era diáfana, caleidoscópica, entrópica en el universo desordenado de sus recuerdos, pero de una precisión y una claridad prodigiosas cuando activaba la revivificación del momento recordado.

Una muerta como aquella, bella, joven, blanquísima, exangüe, pelirroja, tan divina de la muerte como debió ser terrena de la vida, le recordaba a la otra, a la otra muerta, a la desgraciada hija de la patera, sin que ninguna de ellas tuvieran nada en común sino su condición de mujer. La desenterrada tenía unos treinta años, la hija de la patera veintitrés recién cumplidos; la pelirroja era bella, relucía aun con la tierra húmeda sobre su cuerpo intacto sino fuera por aquellas marcas, intacto su sexo, intactos sus pechos bien proporcionados, uno de los cuales estaba al descubierto, el otro tapado por la blusa roja. La hija de la patera no era bonita, tampoco era fea, era algo peor, era una de esas mujeres que solo se miran una vez, por que no dicen absolutamente nada. Y en su muerte quedó atrapada en un rictus horroroso, con la boca deformada, y los ojos tan abiertos por el terror que rompían la inanición de su rostro y lo moldearon en una fealdad que forzaba a mirarla una y otra vez, a pesar del espanto.

Araceli Sotelo, era una chica bien, universitaria, que regentaba su propia academia de baile en la gran ciudad, elegante, con un cuerpo moldeado por la danza; Charito Puente trabajaba con su madre viuda en el puesto del mercado vendiendo patas de animales y despojos hasta que se colocó en los grandes almacenes para vender la casquería envuelta con refinamiento. Abdón dedujo que el olor corporal de ambas debía ser una de las más fragrantes antípodas. Una olería a sudor de mujer cuando bailaba, o sea a un sudor perfumado de melodía. No es lo mismo sudar danzando que sudar cargando cajas de patas de cordero.

El policía sonreía. Luego de unas cuantas horas, desde la tarde noche del día anterior hasta la cena había pasado el tiempo suficiente para que Wen Sil le tomara la medida y de algún modo un afecto sincero a aquel hombre singular que no aparentaba más de setenta años, con un desparpajo intelectual que era la comidilla de los sabios, una memoria a prueba de leyes y un apetito de adolescente. No creas, amigo, que el prodigio de mi naturaleza tiene algunas lagunas. Ya sabes, nadie es perfecto. Una es que no puedo caminar las cuestas con la misma intensidad que tú y la otra, bueno, la otra tiene que ver con la cosa de los hombres. ¿Wen es de Wenceslao? El viejo Abdón lo señaló con una copa de buen vino riojano. Así es, mis padres me pusieron Wenceslao porque a mi padre le pareció original. Entonces la gente le ponía a sus hijos nombres absolutamente carentes de todas personalidad como corresponde a los nombres que toman de famosos del cine, la canción o la música. Pues tu padre debió ser una persona con mucho seso. Lo es, aún vive. Ya está jubilado pero vive en Madrid con mi hermana desde que murió mi madre. Vaya, lo siento. No se preocupe. Ya sabes, hijo, la muerte es ley de vida. La muerte es ley de vida… repitió Wen, es usted un gran creador de frases curiosas. No es la imaginación es la reflexión y la meditación. No me dirá que usted medita… ¿Y quién no lo hace majadero? Le dijo majadero con el cariño de una sonrisa y por el vaporcillo alegre que el vino iba pintando en sus mejillas tan solo plegadas imperceptiblemente como una sutil huella de expresión. Wen Sil…parece chino. Por Dios Santo, es usted…

Como era obligado hablaron del hallazgo de la mujer muerta. En la cena, Wen lo puso al día hasta el mínimo detalle, hasta lo que la policía sabía del cuerpo descubierto por Capitán, las extrañas marcas sobre su piel y sobre todo, a quien pertenecía aquella hermosa vaina que un día acurrucó el alma de una bailarina. Abdón prestaba atención y escuchaba sin pestañear todo cuanto le decía el policía. De vez en cuando, como flaxes sin control, ajenos a su voluntad, se le aparecía en el centro del pensamiento la imagen horrible de la hija de la patera.
El cadáver apareció a las siete y cuarto de la tarde, según figuraba en el registró de la llamada de Abdón a la comisaría. En el paraje conocido como la Mina Pedrisco a tres kilómetros al sur de la ciudad. Estaba someramente enterrado entre dos pequeñas escombreras, ocultas por otra un poco más voluminosa y cercana a la carretera comarcal. Desde el camino que une Mina Pedrisco con la carretera no se ven las pequeñas colinas de detritos mineros por la interposición de la escombrera mayor. Eso facilitó el trabajo a los asesinos enterradores que lo hicieron de noche aunque el cuerpo, según la autopsia llevaba muerto al menos veinte horas.

La muchacha debió morir poco antes de la media noche del día anterior al hallazgo, y horas después trasladada a Mina Pedrisco donde fue enterrada con prisas. Vestía una camisa roja rota por un hombro que dejaba ver un pecho, la ropa interior le ceñía las rodillas pero no había signos de violencia y una falda negra de tela finísima y cara, de piel repujada con dibujos bordados en los bolsillos que se le enredaba en una pierna. La otra pierna la tenía doblada y solo llevaba puesto un zapato marrón. De las orejas le colgaban dos pendientes de orfebrería artesanal, de plata, y una cinta negra le ajustaba a la cabeza el florido cabello pelirrojo. Y la letra pi junto al número 3 tatuado a fuego por todo el cuerpo. Hemos encontrado un pequeño pinchazo en una mano, así que a juzgar por los análisis le dieron un chutazo de pentotal, después de que se resistiera, de ahí la blusa rota, y luego, cuando estaba muerta la desnudaron y la tatuaron y la vistieron de mala manera. Tuvieron consideración esos canallas. Por las huellas dactilares sabemos que se trata de Araceli Sotelo, profesora de baile en el conservatorio de la capital. Era de Buenos Aires y llevaba en España ocho años. Nadie ha reclamado el cadáver.

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3 COMENTARIOS

  1. Si os habéis percatado la edad de la chica hija de la patera era 23 añitos, no 16 como aparece un capítulo anterior. Son gages de la escritura casi en directo. Gracias

  2. La magia del número ‘pi’ es que aparece en situaciones alucinantes.
    Convirtiendo los indicios en evidencias.
    Seguimos muy atentos……

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