El rapaz y el cura

Manuel Cabezas Velasco.- La muerte le acechaba desde hacía años. Su salud seguía maltrecha a pesar de que las últimas revisiones mostraban algunos resultados optimistas. Nada era lo que parecía. El mal se había extendido por completo. La oscura sombra que le arrastraba al abismo cada vez era más extensa. No tenía ninguna dolencia física que le impidiese andar. Apenas conocía el mundo en el que había vivido durante más de ocho décadas. Incluso los familiares cercanos le eran unos auténticos extraños.

Samuel recordaba postrado en aquella cama cómo había vivido intensamente desde mucho antes de que la guerra civil devastase un país partiéndolo en dos mitades, haciéndolas irreconciliables en muchos aspectos durante un largo tiempo. Era un superviviente, pues desde niño había ido sorteando las adversidades de la vida con la ayuda que recibía de la caridad. Era huérfano, aunque había gozado de las simpatías del señor cura, siendo su alumno aventajado.

La vocación paternal del religioso había sido ejercida mucho más allá del sacerdocio, pues lo consideraba como su ojito derecho. Las dificultades que siempre hubo observado en el muchacho le condujeron a darle cobijo, no ya sólo con alimento o alojamiento, sino también con algunas lecciones de gramática y de matemáticas, pues los límites educativos los ponía la propia formación del cura, que no iban mucho más allá.

Siempre recordaría Samuel a aquel hombre con sotana que, a pesar de la ternura con que lo trataba, en ciertas ocasiones le arrease más de un cogotazo o pescozón por las travesuras en las que era partícipe.

Raídas traía, con mucha frecuencia, las ropas que, a veces, se poblaban de remiendos, pues el pobre cura no daba abasto para ser zurcidor ocasional a la par que conseguirle otras prendas nuevas.

En aquella remembranza, la imagen, sin embargo, de aquel sacerdote también se tiñó de tristeza el día en que la guerra comenzó.

El muchacho, ya imbuido de las ideas más de izquierda, habíase enfrentado a su valedor, rayando casi el insulto. Entonces, la reacción del párroco no se hizo esperar:

– ¡Márchate Samuel, no eres digno de pisar la casa de Dios!

Siempre llevaría aquel joven tornado ya a viejo, aquella espina clavada, pues jamás se volvieron a ver. El recuerdo perviviría aún más desde el momento en que la puerta de la habitación del hospital fuera franqueada por el sacerdote que allí oficiaba las misas. En ese momento a Samuel le invadió una sensación de paz que le llevó a dirigir la mirada hacia el techo. Pocos segundos después, su respiración cesó. Su gesto, una sonrisa.

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