Tarde de peluquería

postales-desde-itaca¡Consigo sacar treinta minutos para ir a la peluquería. Cuando llego, solo está la peluquera, comiendo a escondidas un sándwich de pavo. «Lavar y cortar». Y me siento, dispuesta a estar en silencio, a cerrar los ojos y a dejarme llevar al ritmo de los masajes circulares mientras me lava el pelo. El champú huele a melocotón. Aspiro intensamente. Me gusta. Es fresco, suave y un poco dulce, pero no en exceso. Mientras me frota la cabeza, yo imagino que podría utilizarlo para sugerir el rastro de una asesina en serie en mi novela, o que puede indicar una pista tras el análisis forense de la víctima, o rememorar a la madre muerta que oculta secretos familiares, o podría servir para dar un toque sensual a una escena en la que la protagonista se tome tres cervezas y baile una canción de Radiohead ondeando la melena… Topicazos, claro, pero, al fin y al cabo, siempre se recurre a ellos, ¿no?

Por ejemplo, la peluquera. La noto incómoda porque no hablo. Solo echo para atrás la cabeza y cierro los ojos. Ella intenta darme conversación. «Mi novio me invita a un spa. Pero no sé cuál elegir. ¿El del Hilton o el del Beatriz?». Yo abro los ojos. Acaba de romper el momento de tensión sexual no resuelta (venga, otro topicazo) entre mis personajes. «Joer, ¿a mí qué me cuentas?». Pero me limito a contestarle con un escueto: «Yo no voy a spa». Ella se calla. Noto que se cabrea un poco, porque empieza a acelerarse mientras hace circunferencias en las sienes. Intento retomar la escena. Pero a mi personaje femenino ya no le huele el cabello a melocotón y el chico ya no le retira el pelo detrás de las orejas y le susurra al oído que esa canción va por ella (y vamos para línea con los tópicos), así que desisto de seguir imaginando si, después de una cerveza más, acabarán o no magreándose (bueno, esto, si escribo en plan fino, lo desarrollaré más cursi, claro está, porque ya hemos dicho que los tópicos están por algo). En ese instante, me doy cuenta de que Robert Redford nos hizo mucho daño en Memorias de África (sublime escena) lavándole el pelo a Meryl Streep (¡maldito cine!).

tarde de peluqueriaEl aroma a melocotón ya no está. «Pasa a la silla». Allá que me voy. Mi pelo estropajoso recién lavado, toalla rojo cereza sobre mis hombros y mis ojos astigmáticos que intuyen dónde está la dichosa silla a la que se refiere. Consigo sentarme. La peluquera, que se le nota que no sabe por dónde cogerme para hacer más ameno el trabajo, me suelta: «Yo tuve que dejar de tomar anticonceptivos porque me hinchaba». La miro por el espejo. No le digo nada. Estoy enfadada porque me ha jorobado la escena sexual. «Leñe, con lo que cuesta ponerse con ello». Así que la miro en silencio y retomo la idea de la asesina en serie. Se ve que ella entiende que, con mi silencio y mi mirada de cegata, le estoy dando permiso para que siga dándome conversación. Y empieza el torbellino: su novio, las pastillas, el verano, los niños, una boda (o eso entiendo yo)… Yo intento no escucharla, asiento de vez en cuando, pero nada. Ya no consigo retomar a mi asesina, ni a mi primera víctima con su melena perfectamente colocada ni a mi pareja novelesca en una noche loca de cervezas, revolcones y besos y caricias con aroma de melocotón. En mi cabeza, se mezcla un coche tuneado y la peluquera con su cabellera rubia perfectamente teñida en bikini fosforito en un spa, comiendo paella (creo que en algún momento me ha contado que los domingos van a casa de su suegra a comer paella). Solo oigo las tijeras y su voz, aunque no la entienda.

«Pues ya está. ¿Te gusta?». La miro reflejada en el espejo. Intuyo una sonrisa en sus labios, la misma que pongo yo a mis hijas cuando hay para cenar brócoli. Entonces, me pongo las gafas y… ¡me ha cortado flequillo, la muy cabrona! Me quedo petrificada (y ya vamos por el tópico número…). La misma sensación que tuve cuando me caí de culo de un banco en una concurrida calle de una ciudad costera, borracha, y la gente alrededor riéndose. Ridícula; yo, mis gafas y un flequillo. Pero soy más rápida. Y con más mala leche. «Sí, perfecto, me gusta mucho».

Y, mientras le pago 21 euros, a los que habrá que sumar lo que me cueste la tableta de chocolate que me comeré para no llorar mientras me contemplo en el espejo y lo que me cueste el helado que absorberá mis lágrimas (¿creíais que ya no iban a aparecer más?, ¡ja!) mientras enredo el flequillo, sonrío y le doy las gracias. Por fin, tengo a la primera víctima de una posible novela negra: un cadáver flotando en una alberca abandonada de agua verde y mohosa, moscas jorobandas de verano, olor a pocilga, mujer, bikini fosforito (ya me encargaré de que sea lo más hortera posible) y el pelo totalmente enmarañado y sin teñir. Nada de melocotón. «Donde las dan, las toman»


Postales desde Ítaca
Beatriz Abeleira

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