El cantil del diablo (4)

Un relato de Manuel Valero.-¡Vaya, Pino! ¿Tantos víveres para ti solo? ¿O tienes visita? Ah, calla que Pino Suances es el farero solitario, jajajaja.

El tendero puso en un saco lo que Pino le había pedido mientras llenaba la tienda con una carcajada tan sonora que hasta los botes de conserva de descolocaron.

-Despacha y calla, gordo, que nada te importa a ti.

-Uyyy, disculpe usted señor farero, jajajaja.

Pino salió de la tienda. El pueblo era apenas una calle principal y unos cuantos callejones que daban a ella, había una iglesia un poco separada a la que se accedía por un camino. Estaba casi al borde del acantilado salvaguardada por una gruesa tapia de granito de un metro de altura. había una taberna donde daban comidas y albergues a los pocos forasteros que se acercaban hasta aquel lugar remoto y la tienda de Moliner, el gordo, a quien no se le veía la boca por el grueso mostacho que lucía.

Pino no le dijo nada. No dijo nada a nadie. Era poco hablador, de vez en cuando llegaba al pueblo a tomar unas cervezas y a escuchar los bulos de la gente en la taberna, a escuchar los chistes que se le ocurrían a Moliner y la risa con que el tendero se regalaba a sí mismo por su facilidad histriónica.

No, no dijo nada a nadie. Ya se enterarían. Hizo un gesto de indiferencia con un movimiento de hombros y se dirigió al faro. Estaba a unos dos kilómetros y medio del pueblo, aislado en su solitaria y tozuda humedad, gris en los días grises, resplandeciente en los días de sol. Durante el camino no se le iba de la cabeza la historia que le había contado Diana. Unos corsarios desalmados raptaban muchachas y las llevaban a una isla desconocida a bordo del Remo Roto. Y allí, según le había contado hacían rituales a una diosa oscura… Aun le pareció más asombroso el modo en que ella, Diana, había preparado su fuga y como consiguió su objetivo milagrosamente. ¿Qué haría ahora? La muchacha era muy bonita y joven y él era apuesto y joven, y un extraño solitario… para ser tan joven. No sabía muy bien exactamente lo que iba a hacer, la tendría en el faro como una huésped y luego la llevaría a su casa o al lugar de donde procediera. Pero lo más perentorio ahora era que la chica recobrase fuerzas y al cabo de unos días estuviera restablecida y fuerte.

Pino hizo los últimos metros con un silbo que reproducía una canción que le enseñó su padre. Diana estaba fuera del faro, al borde del acantilado, mirando el mar. El viento hacía flamear su vestido ya seco. Se había puesto una sombrero de Pino que se sujetaba con la mano. Como intuyera que aquel joven que la había salvado se acercaba se giró.

-He traído provisiones para una semana –le dijo Pino.

-Gracias –le respondió Diana. Las hebras de su cabello zigzagueaban por su rostro azuzadas por el viento.

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