El cantil del diablo (9)

Un relato de Manuel Valero.- Pino Suances abrió los ojos torpemente hasta que logró ver con claridad al hombre que los capturó en la selva. Tenía un fuerte escozor en la parte trasera del cuello debajo de la nuca. Estaba aturdido, sin comprender su situación hasta que alguien le lanzó agua con violencia y en segundos despejó su mente hasta hacerle consciente de las circunstancias.

Se encontraba en una cabaña de troncos y hojas, atado a un poste de madera. Junto a él estaba Diana aún dormida por el narcótico. Pino dedujo que los habían reducido con certeros disparos de cerbatana. Se sacudió el agua de la cabeza y el hombre robusto de la máscara aún estaba frente a él. El hombre descubrió la cara; era un negro como un roble, con unos ojos, unos labios y unos dientes que daban miedo. En la choza había otros seis o siete hombres armados y vestidos patibulariamente con cintas en el pelo, pantalones hasta la pantorrilla y descaminados, y un hombre sentado en una especie de trono. La sombra y dos hombres delante de él lo hacían invisible. El hombre de la máscara le preguntó:

-Quienes sois? ¡Por qué habéis venido hasta aquí!

Como Pino no respondiera, el gigantón le dio una bofetada con el dorso de la mano. En ese momento Diana volvió en sí y también recibió un balde de agua en la cara que le hizo respirar con dificultad. El farero permaneció sin decir nada. Pero antes de que el hombre que parecía ser el jefe volviera a golpearle la cara, respondió.

-Nuestro… barco, naufragó cerca de aquí. Salimos de la costa pero nos perdimos… No sé dónde estamos –mintió.

En ese momento el hombre sentado se levantó, habló y los que lo protegían se apartaron.

-A ver, a ver… yo creo reconocer a la muchacha. ¿No es la que se lanzó por la borda cuando la traíamos hasta aquí?

El hombre negro le levantó la cara levantándole la barbilla con su mano de cíclope. La muchacha gemía y gritó:

-Malvados, miserables ¡Dejadnos¡

-Bien, bien, bien –dijo el hombre del trono-. Es muy curioso que te tiraras al mar para llegar al sitio donde no querías ir. Muy curioso. Ahora, decidnos- gritó- ¿qué demonios hacéis en esta isla? ¿No sabéis que es un lugar prohibido para los infieles porque el lugar es sagrado y solo lo pueden pisar los seguidores de la diosa Salona? Os diré algo: vais a pasar la noche ahí sentaditos y si al amanecer no habéis refrescado la memoria seréis atado en la playa para que os entierre la marea. Será una muerte lenta.

El hombre del trono se dirigió hacia ellos. Acercó su cara a la de Diana. Era blanco, muy rubio, con los brazos lleno de pecas y elegante. No parecía pertenecer a la ralea de aquella tropa.

Cuando se marcharon quedaron dos hombres de guardia a la puerta de la choza.

-Qué vamos a hacer?- sollozó Diana

-No lo sé, tal vez no podamos hacer nada…

-Nos matarán…

Pino y Diana quedaron en silencio mirándose. Estaban el uno al lado del otro atados a sendos postes. De repente escucharon algo a sus espaldas. Un hombre con la cara pintada de barro y trazos de añil en los carrillos se acercó sigilosamente hasta ellos y los desató. Con gestos les ordenó que no hablaran. Salieron por un hueco del ramaje que cerraba la choza por la parte contraria a la entrada. Pino y Diana suspiraron aliviados.

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