Pesadilla -PARTE 1-

Fátima abre, desganada, la pesada puerta de madera. Hoy toca excursión escolar, que, junto a las de jubilados, son las que más odia. Las de niños porque debe tener mil ojos para que no suban las escaleras que llevan a la torre. Las de los ancianos… por lo mismo, con la preocupación de que alguno encima se rompa la cadera por la exhibición.

                «Este será mi último año». Cada temporada dice lo mismo, pero,cuandorecibe la llamada para ser guía de las puertas medievales de la ciudad, no sabe decir que no. En el fondo, le gusta este trabajo y cada año se esfuerza por hacerlo más interesante a los visitantes.

                Sube las estrechas escaleras de caracol que llevan a la sala donde da sus charlas. Es la única que se abre al público. El resto de las habitaciones de la que era la casa del alcaide en la ciudad en el siglo XVI permanecen cerradas y abandonadas. A veces, cuando está sola, recogiendo, oye ruidos de ratas corriendo. O eso imagina ella. Tal vez sean gatos que se cuelan, como dice su padre, aunque ella no se explica por dónde. Abrelos ventanucos para que se ventile un poco. Huele a humedad y cerrado, por mucho que ella se empeñe en que entre aire de fuera. El día es soleado. Los rayos de luz se cuelan por las aberturas, estrechas desde la sala, que se ensanchan conforme se acercan a la fachada. Prepara las papeleras con las bolsitas de plástico. Siempre tiene que recoger envoltorios de chocolatinas o algún papel de plata hecho una bolita.

                Saca la tablet para ver qué historia les puede contar hoy. Quizás la de los reyes medievales que se quedaron encerrados allí durante treinta días para, respaldados por los nobles de la ciudad, erigirse en emperadores del reino. Tal vez la del poetaromántico que, en las noches de invierno, veía una fantasmal figura asomarse en la torre interior derecha. «Aunque son muy pequeños para historias de fantasmas…», pensó, mientras abría otra pestaña. Tal vez alguna leyenda con cristianos y judíos. Deslizaba el dedo por la pantalla buscando algo que le inspirara para esa mañana de jueves.Se decidió por el juicio del noble acusado de afrentar al rey, al que escondió la hija de un hidalgo noble en la torre izquierda. «Hay aventura, amor y un poco de justicia».

                Bajó puntual al portón, que estaba en el patio interior. Vio cómo bajaba por la empinada cuesta una hilera de chándales azules. «Parecen un gusano», pensó Fátima mientras saludaba efusivamente con la mano.

                Saludó con dos besos a la maestra y a la madre que los acompañaba. Les dio la bienvenida y les contó que por ese patio era por donde entraban los carruajes hacía mucho, mucho tiempo. Los niños miraban asombrados las cuatro torres, las cuatro esquinas.

                —¿Vamos a subir a las torres? —preguntó un niño rubio.

                —Lucas, ¡cállate! Subiremos donde diga Fátima —le respondió la maestra.

                Fátima se rio.

                —No, cielo. Subiremos a una sala que era el despachodel alcaide, el que mandaba en la ciudad. Justo debajo de esta torre. —Señaló hacia arriba.

                —El que manda es el alcalde, seño —soltó una niña con dos coletas—. Lo dice mi padre.

                —Es más o menos lo mismo. Antes se llamaban así.—Fátima se dio la vuelta para abrir la gran puerta de madera. No era la original. La habían restaurado unos años antes, cuando el consorcio cultural de la ciudad había decidido invertir en las puertas medievales que se conservaban de la ciudad. Era de las pocas que se había mantenido, aunque en el último siglo había sufrido muchos daños y estaba semiderruida. Llevaban décadas restaurando la muralla y las puertas y, por fin, desde hacía un par de años, habían conseguido terminar el gran proyecto. Reconvirtieron el casco viejo de la ciudad en una villa medieval completa. Funcionaba como tal unas semanas al año para atraer a los turistas. Las puertas se cerraban y se abrían con guardas que custodiaban los accesos a la ciudad, las gentes y los comerciantes se vestían de la época, se prohibía la circulación de coches y motos. Las calles se llenaban de hordas de turistas que contemplaban en la plaza del Ayuntamiento cómo el alguacil condenaba a muerte a los villanos y los caballeros nobles se batían en duelos. Los restaurantes solo ofrecían comidas de la época, con camareros taberneros que hablaban inglés a la perfección. En esas semanas la ciudad era un hervidero de turistas llegados de todas partes.El resto del año se las apañaban como podían y las excursiones escolares y de la tercera edad eran el comodín más usado.

                Mientras Fátima esperaba a que la maestra pusiera un poco de orden en la sala, contempló a la madre que los acompañaba. Sujetaba un bolso de firma a juego con unos tacones que le habían hecho ascender los irregulares escalones de piedra a paso de tortuga. Jugó a adivinar de quién podía ser madre. De los dieciocho niños, diecisiete iban con el chándal escolar y la pizpireta niña de las dos coletas iba con un vestido plisado y bailarinas de brillantina. «Me juego el sueldo del mes a que es esa».

                Cuando los niños estaban ya sentados en círculo, dispuestos a escuchar a Fátima, se empezaron a oír gritos y chillidos en la calle. No eran las voces habituales de repartidores saludándose o la algarabía de las excursiones. No. A los gritos, acto seguido, les acompañaron estruendos de las puertas cerrándose de golpe y ¿disparos?

                Fátima se asomó prudentemente por la ventana abocinada que daba a la calle. Desde dentro, veía a la perfección lo que sucedía en ella; desde fuera, solo se veía un pequeño cuadrado en medio de la pared de piedra. Lo que vio la aterrorizó. Un grupo de encapuchados, armados, disparaban a todo lo que se moviera. Gritaban y disparaban. Volvían a gritar, a señalar y a disparar. Fátima cruzó la sala corriendo a la ventana de enfrente. La enorme puerta estaba bajada y dos de los encapuchados apuntaban al frente y disparaban sin ton ni son.La maestra llegóa su lado corriendo y vio lo que pasaba. Los niños, sentados en el suelo aún, empezaron a impacientarse porque la guía no hablaba y los gritos los asustaban. La madre miraba su móvil con cara extrañada.

                —Perdona, ¿aquí no hay cobertura? —le preguntó a Fátima enseñándole el móvil.

                La maestra y ella sacaron rápidamente los suyos y comprobaron que tampoco tenían señal. Se movieron un poco y encontraron un sitio donde la señal, aunque débil marcaba una rayita. De repente, empezaron a sonar los zumbidos de mensajes. Alertas, de todos los canales y periódicos. Disparos, casco sitiado… Fátima marcó el número de Emergencias mientras la maestra intentaba calmar a los niños, que, cansados algunos de estar sentados y otros nerviosos por el eco de los disparos, empezaron a levantarse y querían asomarse a las ventanas. Oyó hablar a la guía, pero solo entendía palabras sueltas.

                —Dieciocho niños y tres adultos… En la torre de la puerta del Reloj… —Asentía mientras buscaba con la mirada la de la maestra. Después de un tiempo que a Amelia, la maestra, le pareció eterno, colgó.

                —¿Qué te han dicho? ¿Qué es lo que pasa? —la preocupada voz de Mara, la madre acompañante, le retumbó en los oídos. Fátima y Amelia le hicieron gestos para que bajase la voz.

                —No saben qué está pasando. Que nos quedemos aquí hasta que vengan a ayudarnos.

                Fátima se acercó de nuevo a la ventana que daba al casco viejo. Ahora eran más. Se iban adentrando en la ciudad por las estrechas calles, sorteando los cuerpos en el suelo y disparando a ventanas y puertas. Vio, con horror, cómo un anciano que se asomaba al balcón, escondiéndose tras las cortinas, caía con un golpe seco sobre la empedrada acera. Se tapó la boca con la mano para no gritar. Se dio la vuelta.

                —Tenemos que salir de aquí. Si nos descubren, nos matarán… —se dirigió a las adultas en voz baja. Se paró y respiró—. A todos… —dijo mientras señalaba con la mirada a los niños.

                Amelia y Mara los miraron. La mayoría estaban sentados en el suelo, observándolas. Lucas y sus dos amiguitos se dedicaban a tirar del pelo a los que tenían al lado. Sofía enseñaba sus zapatos brillantes a la compañera de la derecha. Nicolás miraba a la ventana y se tapaba los oídos.

                —¿Pero cuánto tiempo? Solo tenemos unas galletas y… —Buscó en la mochila que llevaba—. Y dos botellas de agua grandes —dijo mientras las sacaba.

                —Seño, tengo sed y hambre. ¿Podemos almorzar ya?

                —Lucas, cariño, quédate en el círculo y dejad tranquilos a vuestros compañeros. Ahora os doy unas galletas.

                Fátima no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. «Joder, el día tenía que ser tranquilo, no esta mierda. ¿Qué coño podemos hacer?», pensaba mientras miraba las paredes de la sala.Y, de repente, se acordó de su padre. Le había enseñado la sala de pequeña, cuando aún no estaba reformada. Se acordó de saltar los escombros y alguna viga que atravesaba la estancia. Esa tarde le contó la historia de los vigías que se escapaban a las afueras por una pequeña portezuela escondida en la otra torre, la que daba a extramuros, que comunicaba a través del adarve con esa sala. Fue directa hacia la pared que daba al patio. Sonrió sin querer al ver el aparador, que tantas veces le hacía de mesa para los sándwiches que devoraba entre grupo y grupo, para colocar la tablet cuando buscaba destinos de viajes que nunca hacía por falta dinero y de asiento para las videollamadas con Jorge, algunas subidas de tono.

                Le indicó a Mara que la ayudara a moverlo. Esta dejó su bolso de lujo en el suelo y se acercó. Las dos en el mismo extremo empujaron con fuerza. Al principio, se movió muy poco. Al ser el suelo rugoso y no estar con baldosas, las patas se habían encasquillado en las pequeñas hendiduras. Poco a poco, lo fueron llevando hacia la mitad de la pared. Los niños las miraban mientras comían las galletas que Amelia les había repartido para tenerlos un poco callados. Los disparos ahora no eran tan seguidos.

                —Seño, ¡hay una puerta secreta! —gritó Lucas alborozado.

                —¡Lucas, no se puede gritar! —le reprendió Amelia en voz baja—. En estos sitios hay que hablar muy muy bajito.

                Se acercó de nuevo a la ventana que daba al casco. Lo que vio no le gustó nada: un grupo de cinco miraban hacia la torre y señalaban con sus armas. Se asustó por si la veían e instintivamente se echó hacia atrás.

                Se dirigió hacia las otras dos, que estaban sacudiéndose las manos.

                —Están mirando hacia aquí. No sé si me han visto por la ventana.

                —Es imposible. Desde fuera no se ve nada de nada —contestó Fátima, intentando calmarla con esas palabras—. Se hacían así justo por eso. Evitaban ataques y podían vigilar mejor la ciudad.

                —Si llegan hasta aquí… —no pudo acabar la frase, pero la mirada que lanzó a los niños lo decía todo.

                —La puerta da al adarve. Al final, hay otra puerta como esta que se abre desde fuera.

                Mara y Amelia la miraban extrañadas.

                —Podríamos escapar por allí.

                —No sabemos si están en toda la ciudad —replicó Amelia.

                Mara miraba el móvil continuamente.

                —No. La policía está rodeando la muralla por fuera. —Les enseñó la pantalla donde se veían furgones y coches de policía y a cientos de agentes corriendo y colocándose estratégicamente. Los medios estaban retransmitiendo en directo.

                Amelia miró a los niños. Lucas y sus amigos se levantaban y se volvía a sentar rápidamente, después de darse algún codazo. Se reían cada vez más alto, pese a los insistentes chisteos que ella les dedicaba. Fue hacia la ventana que daba al patio. Ahora eran tres los que vigilaban la puerta desde dentro con los fusiles apuntando a todas partes. Miró el adarve que comunicaba las dos torres.

                —Nos verán cruzar al otro lado —dijo—. O nos escucharán.

                Fátima y Mara estaban a su lado.

                —Si vamos por el suelo, no —replicó Fátima.

                —¿Cómo? —preguntó Mara.

                —Reptando —Se quedó callada un instante—. Puedo ir la primera para abrir la puerta. Y después, en fila, de uno en uno, pueden ir viniendo los niños.

                Amelia los miró de nuevo. Los tiros y los gritos comenzaronde nuevo. Se encogió de miedo. Ella era responsable de esas dieciocho personas. Lo que les pasara solo sería culpa de ella. Miró de nuevo el adarve y otra vez a los niños. Lucas no evitaría hacer el cabra para que sus amiguitos le aplaudieran. Sofía se estiraba los pliegues del vestido y miraba sus zapatos brillantes. Y Nicolás… Nicolás no había dicho nada en todo el tiempo. Lo observó sentado, con los pequeños movimientos oscilantes, que delataban su TEA. Callado, casi siempre. Porque a veces los gritos que salían de su garganta se le clavaban en el pecho más fuerte que los disparos que retumbaban en esos momentos.

                —Llamemos otra vez, a ver qué nos dicen —suplicó Amelia.

                Mara lo intentó varias veces. Cuando consiguieron contactar, les dijeron que esperasen allí, en silencio, sin asomarse a ventanas. No sabían decirles más. Esperar y aguantar. No podían arriesgarlos a todos. Sus padres jamás se lo perdonarían… y ellas, si sobrevivían, tampoco. Unos golpazos en la puerta de abajo las sacaron de sus pensamientos. Fueron tres empujones, imaginaron que con las culatas de las armas. Mara y Fátima la miraron asustadas.

                —¿Qué hacemos? —insistió Fátima.

                Amelia no lo pensó. O tal vez lo hizo muy rápidamente. Asintió y acompañó a Fátima hasta la puertecilla. El cerrojo estaba oxidado, pero con un par de golpes se abrió. Se asomaron. El adarve era bastante estrecho, pero podrían caber las mayores. Los niños se acercaron curiosos a mirar qué había detrás.

                —¡Un pasadizo al aire libre! —gritó Lucas. Amelia le tapó la boca. Con las manos lesindicó que se sentaran de nuevo en el suelo.

(Continuará).

Pesadilla, de Johann Heinrich Füssli


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Beatriz Abeleira

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