Cuentos en tiempos raros (3)

Manuel Valero.- Manuscrito encontrado en la Biblioteca del Estado durante uno de los inventarios. Era un paquete de folios empaquetados en papel basto de envolver víveres pero atados con salvaguardas de cartón en los lados para amortiguar la presión de la cuerda.  Son cinco cuentos de temática variada pero muy pegados a la simpleza humana que como todo el mundo sabe es lo más complejo de todo. 

Los cuentos los firma un tal Martín Velasco, lo cual me sorprendió tanto como el hallazgo literario: ambos, el tal Martin Velasco y un servidor compartimos iniciales. No soy muy dado a las deducciones mágicas pero esa coincidencia me ha animado a publicarlos.

ELLOS

M.V.

No quiero recordarlo. Solo vivo cuando duermo. He llegado a golpearme la cabeza contra la pared. Solo vivo cuando duermo, he dicho. Por eso el suicidio es la vía de escape, la vía viva hacia la luz. Pero no tengo valor. He cerrado todas las ventanas aunque me he cuidado de dejar un hilillo de claridad. No aguanto la luz eléctrica a pleno día, es triste, melancólica, sobre todo si sabes que allí afuera luce un sol blanco que refulge por todas partes.

Ayer intenté desenroscar la bombilla. No quiero que me vean, ellos están en cualquier parte, agazapados, vigilantes. Se llevan a la gente y nadie ha visto sus rostros. Un vecino abrió el otro día la ventana de par en par, la luz entró en su piso a borbotones. A los pocos días ellos vinieron y se lo llevaron. Tengo sobre la mesa un álbum de fotos que miro una y otra vez. Me entretengo sobre todo en la foto que nos hicimos Laura y yo el mismo día que llegaba la primavera.  Yo tenía el torso desnudo y Laura jugaba con uno de mis pezones. Yo tenía el cabello revuelto y la risa de ambos nos ocultaba los ojos. Hay un fondo de verde, el verde la Dehesa, en la foto. Hay un cuaderno en la mesa abierto en la página 4. Hasta donde llega el relato de lo que ocurrió aquella madrugada. Temo que ellos vengan y me descubran, pero no es miedo, es un temor vago y escéptico.

Las cosas no son las mismas desde que ellos cortaron todos los árboles de la ciudad, los setos, las matas, los jardines y redujeron la ciudad a una geometría desnuda, desalmada, los bloques de pisos surgen del asfalto como dientes de un animal. Las aceras son pasarelas de soledad y las avenidas grises, como un simple trazo. Todo el verde ha desaparecido, y todos los pájaros. En el lugar donde ayer había abedules, olmos, moreras, acacias, catalpas y tilos queda un< hilera de tochos absurdos. Nadie supo cómo pudieron hacerlo. Nadie oyó nada ni vio a nadie aquella noche. Fueron los primeros rayos del alba los que descubrieron el insólito espectáculo. Todos salimos a la calle perplejos, amedrentados, bajo una sofocante sensación de estar vigilados.

Entonces aparecieron ellos, enfundados en monos negros, llevaban los rostros ocultos. Nos obligaron a regresar a las casas, quien intentaba preguntar lo más mínimo era detenido, quien mostrara interés por lo que estaba ocurriendo era reducido e introducido en furgones negros como sus trajes. Laura fue una de ellas. Y se la llevaron.

Han pasado 67 días. La luz del día resulta más cegadora, incluso caliente. Nada vegetal  la absorbe. El aire es espeso. Quienes caminan lo hacen bajo control y parecen autómatas. Incluso las fuentes han dejado de echar agua. Es inconcebible vivir en una ciudad de la que ha desaparecido el color verde. Las patrullas se suceden unas a otras. Todo es siniestro. Han desaparecido los afectos, la vida en común.

Una mañana, una voz metálica gritó desde el interior de un vehículo negro,  que no lejos de la ciudad hay una llama negra, que no da luz ni calor. La llama solo puede ser avivada con todo lo que florece.

Pero hoy una mano invisible ha dejado escurrir una nota por debajo de mi puerta. La he cogido con ansiedad y la he leído. Venía firmada por La Causa. Decía:

Las semillas están aquí.

Al principio no entiendo nada.

Las semillas están aquí, repito en un siseo constante. Miro mi casa desangelada y descubro las macetas. Las cojo y salgo a la calle, al poco me siguen otros, y luego más, somos una multitud: geranios, ficus, pensamientos, rosas, petunias, pericones, bosais, pasionarias, violetas … Ellos no se llevaron las plantas domésticas. Estúpidos. Ellos no pudieron resistir ni el olor ni el color de las flores que tapizaron las aceras y las calles. Montaron en sus furgones fúnebres y se marcharon como habían venido.

De los tochos de los árboles comenzaron a germinar diminutas ramitas y de todas direcciones regresaron los desaparecidos.

Y también Laura.

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