El año que no fue – Capítulo 3

Recordaba con precisión la historia de los zapatos. Quizás porque fue la primera vez que Gretta se sinceró con ella. Había llegado con una pequeña bolsa de lona a Porte Sommet.

Sola, sin familia, con apenas dieciocho años, eso decía ella, aunque parecía mucho más joven, buscaba trabajo y comida. La señora Rideau le dejó dormir en el salón unos días hasta que encontrara algo. Al final, esos días se convirtieron en semanas. Y ellas, por afinidad y por edad, hicieron muy buenas migas. Después de cenar y recibir los sabios y remilgados consejos de la señora Rideau sobre cómo había que tratar a los hombres para que cayeran rendidos a sus encantos, cuando esta se acostaba, ellas se quedaban charlando un rato más. Una noche Gretta sacó de la bolsa de lona los zapatos de color verde agua. Estaban envueltos en papel de seda, que dobló cuidadosamente antes de mostrárselos.

                —Eran de mi madre —susurró Gretta—. Lo único que me queda de ella.

                Audrey los miró con detenimiento. El raso verde, entretejido con pequeños hilos de oro,evocaba el color del agua en una lejana exótica playa de arena dorada.

                —Son preciosos —respondió Audrey mientras se los devolvía.

                Gretta se descalzó y se los puso con mucha sutileza.

                —No tengo fotos de mi familia. Perdimos todo. Cuando nos llevaron al campo, no nos pudimos llevar apenas nada. Pero mi madre consiguió ocultar estos zapatos. Se los había hecho mi abuela para un baile con unos viejos que ya apenas se ponía. Buscó la tela más bonita entre los retales que guardaba en una pequeña caja de madera labrada, que se la había hecho su bisabuelo. Gretta agrandó la mirada mientras recordaba el legado familiar. Los forró a mano, por las noches. Engarzaba los hilos de oro, que una vecina modista le regaló que habían sobrado de un encargo. Eran muy poquitos, pero mi abuela, tan diestra con las manos, se las apañó para colocarlos de tal manera que parece que están por todo el zapato. —Les dio la vuelta—. Mira, hasta en los tacones se ve el reflejo dorado.

                Audrey se quedó maravillada con la obra de arte del calzado. Se fijó en los hilos que dibujaban pequeñas olas en la punta. Pero entonces levantó la vista y vio a Gretta llorar en silencio.

                —Una mujer, cuando nos liberaron del campo, me vio sacarlos una noche. Se metió la mano en las botas que llevaba y me mostró algunas joyas. Me las ofreció a cambio de los zapatos. Insistió mucho. Decía que eran los más bonitos que había visto en su vida. Intentó convencerme con que me haría falta dinero para empezar de cero. Que no iba a encontrar trabajo y tendría que comer. —Se tapó la boca con la mano. Miró a Audrey, que la escuchaba en silencio—. Estuve a punto de hacerlo. Tenía tanta hambre que me imaginé por unos segundos el dinero que me darían por las joyas y lo que podría comprar con él. Dudé lo que me pareció una eternidad. —Se echó el pelo para atrás y Audrey vio cómo se reflejaba el dolor en la mirada—. Pero me acordé de mi abuela cosiendo, de mi madre bailando en el pequeño salón de nuestra casa en Cracovia, de mi padre embobado mirándola mientras contoneaba las caderas, de mis hermanos dándose codazos burlándose de él… Y, de todo eso, solo quedábamos esos zapatos y yo. A todos los mataron. De mi madre, ni me pude despedirme. El diablo la mató. Jamás podré olvidar esos ojos, los del mal. Sacó a mi madre a rastras. Cuando ella logró incorporarse, le escupió. Yo creo que la mató solo con mirarla, antes de descerrajarle un tiro en la cabeza. —Se restregó las lágrimas silenciosas que resbalaban por la mejilla—. Así que le dije que no a esa mujer. Y esa noche cené ratas de agua asadas en una hoguera callejeraconcluyó.

                Audrey la abrazó. No sabía qué decirle. Vio cómo Gretta desdoblaba el papel para guardarlos.

                —¿Qué canción bailaba tu madre? —interrumpió Audrey.

                Gretta la miró con extrañeza, sin entender a qué venía esa pregunta.

                —Baila, Gretta. Baila ahora como bailaba tu madre. Comparte ese recuerdo conmigo.

                Gretta sonrió. Hizo un gesto con el dedo girando sobre la sien.

                —Estás loca, Audrey.

                Audrey meció los brazos bailando un vals imaginario.

                —Era una canción polaca. —Empezó a tararearla. Al poco, los pies se movían al ritmo de la melodía canturreada.

                Audrey sonreía viendo la felicidad de Gretta dando vueltas por el salón con los ojos cerrados. De vez en cuando soltaba un «ja» muy fuerte y daba un taconazo. Se reían las dos tan fuerte que no se dieron cuenta de que la señora Rideau llevaba un rato espiándolas. En vez de regañarlas por el escándalo que estaban formando, guardó el pañuelo mojado en la bata y subió de nuevo a su habitación.

                Lo que no pudo contarle Audrey a Philippe era que, al día siguiente, la señora Rideau al mediodía le dijo a Climent que tenía que contratar a la joven Gretta. Este le contestó que ya había hablado con la maestra, que días antes había ido a pedirle trabajo para ella, pero que no podía, el bar no daba para tanto.

                —Dará, Climent, dará. —Sacó un sobre y se lo dio al tabernero—. Con esto tienes para pagarle lo de un año. Después, ya se verá.

                Esa misma noche, aunque a regañadientes porque a su edad no debería según sus propias palabras, la señora Rideau tomó un sorbito de jerez para celebrar que Gretta había encontrado trabajo.

                Audrey miró a Philippe después de contar la historia.

                —¿Entiendes, Philippe? Jamás se habría marchado sin sus zapatos. Jamás. Es imposible.

                Philippe reflexionó apoyado en el aparador del salón de casa de Gretta, con los brazos cruzados.

                —Recapitulemos. La confesión en la que hay una «muerta». Los zapatos. Gretta y Adrien desaparecidos.—Se paró a pensar—. ¿Desaparecieron el mismo día?

                —Eso es lo que vamos a averiguar —le dijo Audrey.

                —Comamos algo antes. Es casi la hora de cenar y no he probado bocado desde esta mañana. —Señaló su estómago e hizo una mueca de miedo.

                —Perfecto. El bar es el mejor sitio para empezar.

                A esa hora de la tarde estaba bastante concurrido. Los que venían del campo se acercaban a tomar algo antes de volver a casa. Otros llevaban allí empalmando partidas de dominó hasta que Climent se hartaba del ruido de las fichas sobre las mesas y les obligaba a dejar de jugar.

                —Climent, ¿entonces qué hacemos? —le decían enfadados.

                —Pues beber, que es lo que se hace en un bar. A jugar, a la calle o al salón parroquial.

                Entonces pedían vino y cerveza hasta que alguno de sus hijos venía a reclamar al padre correspondiente para cenar.

                Philippe y Audrey pidieron jerez y caldo con pollo para cenar. Anochecía y hacía mucho frío. Los primeros copos tímidos caerían esa noche sin fuerza apenas, pero solo era el comienzo de los próximos meses.

                El padre Auguste estaba en la barra de tertulia con el médico Junot. Hablaba a voces, como siempre hacía cuando llevaba unos calvados de más. Sus carcajadas abruptas rompían el murmullo suave que inundaba el bar. De repente, se hizo el silencio. El padre Auguste miraba fijamente a la mesa de la joven pareja. Se acercó a ellos trastabillando.

                —Buenas noches, maestra. ¿Alguna novedad respecto a su amiga? —preguntó apoyándose disimuladamente a la mesa con las dos manos. Los vasos de vino temblaron por la fuerza del rechoncho cuerpo.

                —Ninguna, padre. ¿Y el padre Adrien? —replicó Audrey con firmeza.

                —Supongo que fornicando con esa hija del diablo. —Dicho lo cual, cogió el vaso de Philippe y lo apuró de un trago—. Déjenlo estar, en serio. Todo el mundo oculta secretos, ¿verdad, Philippe? Y ellos dos tenían el suyo.

                —No creo que tengan nada, excepto una buena relación de amistad —apostilló Audrey.

                El sacerdote carcajeó ruidosamente.

                —Disfrute de su ingenuidad, maestra, mientras le dure. —Dejó el vaso con violencia sobre la mesa.¿Le duele la pierna? se dirigió a Philippe—.Las heridas de guerra son complicadas si no se curan bien. —Lo miró a los ojos. El rostro de Philippe se endureció—. Nunca me ha contado dónde fue ni cuándo.

                —No hablo de ese tema. Y menos en el estado en el que está ahora mismo, padre —zanjó Philippe. Metió la cuchara en el tazón de caldo y sopló. No reaccionó al manotazo que recibió del sacerdote.

                —Escúcheme biengritó. El silencio invadió la taberna. Estos ojos —señaló con los dedos el ojo azul y el ojo marrón por la heterocromía que padecía— han visto a hombres arrastrándose sin piernas, explotar cabezas, ahogarse en regueros de sangre… Los que han sobrevivido a ello lo cuentan, siempre. Aunque sea con gestos, con miradas, con ataques de ira o con litros de alcohol que les hace más soportable su miserable vida. Usted no ha pisado un campo de batalla, señor, jamás habría salido vivo de él. Para la guerra, hay que tener valor. Para vivir después de ese infierno, hay que mantenerlo. Y usted carece de él.

                Philippe se limpió la mano con la servilleta de cuadros, a juego con el mantel. Arrastró la silla, se levantó y, poniéndose a la altura del sacerdote, le espetó:

                —Estamos cenando. Vaya a casa a reposar.

                Climent se acercó raudo para interrumpir la pelea que sabía que se avecinaba.

                —Vamos, Auguste, vamos. Está muy alterado. Hoy ha trabajado mucho y está nervioso por la ausencia del padre Adrien. Es mejor que se marche ya para casale calmaba el tabernero.

                El sacerdote se sacudió de encima la mano del tabernero. Antes de marcharse, le soltó a Audrey:

                —Su amiga era una libertina.

                —¿Era, padre? —contestó Audrey.

                —Se ha marchado. —Soltó un eructo—. Se han ido los dos. Pregunte por el pueblo, pregunte. Miraba al resto de la clientela esperando que corroboraran su versión. Usted es la única que no se entera de lo que pasaba. —Se acercó a la cara de Audrey y le susurró—: Follaban, señora. Mucho. A todas horas. Se escapaban al bosque y allí fornicaban como animales en celo. Se retiró de Audrey. Como los grandes actores de teatro antes de que baje el telón, miró a las mesas y dijo: Estos ojitos, el azul y el marrón —se rio de nuevo escandalosamente—, los vieron muchas veces.

                Se dio la vuelta y tambaleando salió del local. Una fina capa de nieve cubría el empedrado del suelo de la plaza.

                —¿Te has asustado? —le preguntó Philippe mientras le quitaba el cigarro de los labios. Se tapaban bajo la manta en la cama de la pensión.

                —Ese hombre me da miedo desde que lo conozco. Será por los ojos. O puede que sea por el sudor de la cara, siempre está sudando, aunque haga un frío que pela. Es raro. Y tiene la cabeza muy pequeña para un cuerpo tan grande. O tal vez es su voz, tan desagradable, tan autoritaria. No me cae bien. —Ahora fue ella quien le quitó el cigarro a Philippe.

                —Tendremos que tener cuidado. Si nos convertimos en sus enemigos, no nos dejará vivir en paz. —Se acurrucó bajo la manta y la rodeó con el brazo—. Quédate a dormir. Mañana me voy.

                Audrey ahuecó la cabeza en el hombro desnudo.

                —¿Cuándo volverás? —preguntó.

                —En cuanto mi padre me dé permiso. —La besó en la coronilla y cerró los ojos. El dolor de la pierna era insoportable. Necesitaba dormir.

                Audrey, al notar la respiración relajada, se levantó en silencio, se vistió y se fue a casa. La cancela estaba abierta.

                «La señora Rideau siempre pendiente de todo», pensó Audrey mientras cerraba con cuidado.

Beatriz Abeleira
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