El camino (3)

Parafraseando a Khalil Gibrán, los amigos no se buscan para matar las horas sino para vivir las horas. Hay momentos en los que el peregrino hace un receso en la propia búsqueda para dedicarse al deleite de vivir en buena compañía un rato de baladas y versos.

POSADA EN EL CEMENTERIO
Un relato de viajes de Manuel Valero

A Baamonde se llega cansado, más por el tedio que por la dificultad. El día vuelve a ser gris y salta de orbayo en orbayo. Hay trechos de naturaleza viva pero de vez en cuando aparece el alquitrán de la carretera nacional. Y es entonces cuando el peregrino observa el final de etapa como un espejismo. Baamonde está ahí, pero no parece más cerca a cada paso, como si se fuera distanciando a medida que el peregrino se acerca. Pero se llega y la recompensa es múltiple: un buen albergue, una buena comida entre peregrinas-cármenes, una tarde de guitarra y una visita a la casa-jardín-museo de Víctor Corral… un espacio entre onírico y naiff producto del compromiso vital de un artista que horadó la entraña de un castaño milenario, vivo, para hacer una capilla.

El jardín es un lugar de cuento, un escenario de película. Saltan algunas lágrimas en la comida porque los peregrinos han depositados en las dos cármenes todo el significado de la fecha. Carmen, Carmen, Carmen, te quiero y tú lo sabes… A la Mancha, manchega que hay mucho vino (y manchegas)… La tierra natal tira, cada cual lleva su patria chica allá donde va. El guía-peregrino después de los ósculos cruzados y los aplausos, trinca de nuevo la guitarra y se arranca por el Cantares de Machado-Serrat. Nunca como en aquel contexto el poema musicado adquiere mayor sentido: el camino son los pasos andados y los por venir. A resguardo de un pequeño pórtico se hace una melé musical. El peregrino-cura se las sabe todas (las canciones), lo cual es una ayuda. Algunas melodías heterodoxas, mundanas y comerciales, también están en el repertorio. Miralá, miralá, la Puerta de Alcalá… Algunas prenden mejor que otras y varios peregrinos de otras expediciones -¿o se trata más bien de una única expedición la que se cruza en ese pasillo atemporal que es el Camino de Santiago?- se unen a la espontánea coral. Del bar al canto y del canto al bar -que los bares son también benditos lugares: no hace mal al hombre lo que entra en su cuerpo sino lo que sale– la tarde ceniza y húmeda se va ennegreciendo casi imperceptiblemente. Antes de recogerse en el cómodo albergue de Baamonde, un albergue de cinco ampollas, el peregrino piensa en los puentes que ha cruzado en el camino. Puentes sobre la húmeda capilaridad de Galicia, puentes centenarios de piedra, puentes sobre las aguas turbulentas de la vida. ¿Cuántas veces ha sido el peregrino puente para el otro y cuántas ha obstaculizado el paso al amigo? Mejor ser puente que sima, mejor tenderse para hacerse camino que cavarse para hacerse foso. Dice el libro de campaña: Señor abre mi corazón para que haga espacio para tí y tenga sentimientos de paz para todos los hombres. ¿Esto es ser cristiano? El peregrino-escritor anota: Esto no es un cuaderno de viajes, es un viaje sin cuaderno, o mejor con muchos cuadernos, el cuaderno es cada cual, el objetivo es llegar a Santiago sin que los dragones -el dragón- te devore. Yo soy el único dragón al que tendré que decapitar. Entonces el peregrino se sacude la última brizna de duda. Al poco, sólo se oye el siseo de los cuerpos acomodándose en la placenta nocturna del saco de dormir Se arrebuja sobre el blando colchón, cientos de veces ahormado por otros cuerpos y otras tantas almas antes que él y piensa en la jornada que acaba de concluir y en la etapa siguiente: en una iglesia y en un cementerio que serán su posada. Bueno, tiene su puntito gótico, pero no deja de ser una percepción estética, de miedos arcanos. La razón lo ilumina todo -si hasta puede llegar a la fe-, y se dice así mismo para conciliar el sueño sobre el pentagrama de Amarantine: los muertos vivos son más interesantes que los vivos muertos.

La única luz, mortecina e íntima, es la de las lámparas de emergencia del albergue. Esta noche, no hay concierto. Vana ilusión. Apenas lo dice y un concertino oculto se arranca con las primeras notas. Ahora está bien. Buenas noches, peregrino. En Miraz. Estamos en Miraz, una pequeña aldea ya cerca del límite que separa Lugo de La Coruña. Dormimos en la iglesia del pueblo que se alza en el interior mismo del cementerio. Tañe una campana, pero no suena a muertos sino a vivos, es el reloj sonoro de la vida. Como la lluvia cansina, el peregrino avanza cansado hacia su destino. En la tarde fresca e iluminada a ratos por el sol que se escabulle se oye una guitarra. A lo lejos. Varias voces se unen a los acordes. En el mismo lugar y con la misma gente, cantan dos o tres voces peregrinas. La muerte acentúa allí su rasgo milenario de resignada naturalidad. En ese momento suena como una emotiva incoherencia: el peregrino nunca está en el mismo lugar ni con la misma gente…O tal vez sí, en todos los lugares y con toda la gente. La mochila se vacía y se rellena. Es una bendición la senda en compañía de otros. Guiso bajo la marquesina de la parada de un autobús en aquel lugar remoto, cine en la iglesia, misa en la iglesia, charla en la iglesia y cama en la iglesia. El hablador, el chistoso, el pensativo, el escéptico se funden en la negrura de la noche en compañía de nuestros vecinos, los muertos. El peregrino sale a abonar el campo. Mira a su alrededor y observa los nichos tranquilos. Estúpidos los vivos que os temen. ¿No son los vivos los que lanzan bombas y venden armas y manejan el endiablado entramado de los intereses mundanos? Benditos vosotros, los pacíficos y callados muertos. Entonces la muerte adquiere un rango de natural inevitabilidad y de esperanza: la muerte ya fue vencida una vez y para siempre. Jesús.

El monasterio de Sobrado dos Monxes recibe a los peregrinos envuelto en un sudario de bruma. La vegetación trepa por la piedra. Hace frío, mucho frío, los pies se congelan. Lo mejor es un buen calcetín en calzado peregrino. No es muy estético, pero ¿quién piensa en esa vana convencionalidad cuando tiene ante sí la vertical centenaria de un lugar santo? Allí la mística del Camino adquirió una gran profundidad ¿Cómo explicar esa punzada de eternidad bajo los arcos del pórtico del monasterio donde los peregrinos cenan susurrantes, mientras la lluvia cae mansamente?

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