De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (4)

En su despedida, aquel joven aprendiz tanto de librero como de impresor recordaba cuántas responsabilidades había asumido en sus más recientes años de vida. La primera y fundamentalísima giraba en torno a su amada, su relación con aquella muchacha que aún permanecía casada con otro hombre, alguien que estaba muy curtido en mil batallas no sólo por su profesión de soldado sino por lo pendenciero y bravucón que definían su personalidad.

Por ello, suponía un auténtico riesgo para su propia vida y, más aún, para la de su pareja, sin ninguna protección que la pudiese amparar puesto que tanto la Iglesia como la sociedad protegían el honor mancillado del esposo y vilipendiaban el adulterio de una mujer casada. Y a ello el entonces mozalbete tendría que unir la responsabilidad de ser un joven padre de un hijo que no había podido ser bendecido por el matrimonio de sus progenitores ni tampoco había tenido oportunidad de recibir el bautismo que como tal merecía.

Más allá de su relación sentimental y las consecuencias que acarreaba, aún mantendría en su recuerdo a aquellos que le prestaron una asistencia impagable cuando apenas habían emprendido la partida alejándose de Ciudad Real, encontrándose a su paso a un grupo de judeoconversos salvadores que estaban liderados por el conocido heresiarca Sancho de Ciudad. Desde entonces le venían a la memoria de Ismael aquellas palabras que describían la travesía de aquellos conversos: “Quedaban ya lejos aquellas pardas llanuras de la meseta castellana yendo en busca de la luz que albergara un rayo de esperanza en tierras orientales. Eran estos tiempos de huida…”

La asistencia en el parto de Cinta por parte de la esposa de tan ilustre converso no sería el único vínculo que le condujese a recordar aquellos días pretéritos; prueba de la despedida de estos serían aquellos pliegos que, con sumo celo, guardaba el joven Ismael, los que aquel importante prohombre le confió para que diese fe y recordase las penalidades por las que había atravesado su estirpe, aunque debido a los tiempos de intolerancia que entonces se sucedían, hubo de tener mucho cuidado en mantenerlos ocultos y a salvo de cualquier mirada inquisitiva.

Nunca podría olvidar aquellas palabras de aliento que un extraordinario hombre de la ciudad donde conoció a su amada, Ciudad Real, en su despedida pronunció. Fueron aquéllas a modo de lecciones que surgieron de la boca y de la sabiduría de un padre para enderezar el torcido rumbo que a veces podía elegir, con sus decisiones inexpertas, un hijo. Don Sancho de Ciudad, así se llamaba, había derramado la voz de su experiencia en los oídos de Ismael.

A aquellas frases se sumarían más adelante los sabios consejos de quien sintió como un auténtico padre, como el único que se acercó a serlo alguna vez pues sus propios orígenes le habían sido hasta entonces totalmente desconocidos. Aquel paternalismo procedió de otro prócer converso, o más bien puro judío, de la comunidad de Híjar en este caso. Su nombre era Eliezer ben Abraham Alantansí y, por propia experiencia, conocía la necesidad de expresar sabias recomendaciones a quien todavía estaba comenzando a adquirir responsabilidades en su proyecto de vida. Bien lo sabía aquel pues gracias a la ayuda de su propio padre se alejó de las veleidades juveniles de su Huesca natal para recalar en aquella villa bañada por el río Martín huyendo con ello de posibles y nefastas represalias.

Todos aquellos recuerdos asaltaban de nuevo a Ismael, pues, como ya era habitual en él, entre sus manos se hallaban aquellos documentos que un día le confiase aquel que fue conocido como heresiarca. Una vez más se había embarcado en parte de su lectura…

“Entrañables fueron aquellos recuerdos que me trasladaban una y otra vez a mi amada tierra, allí donde se hallaban mis seres queridos, mi amada esposa, mis vástagos y el resto de mi familia, a pesar de que las circunstancias me obligasen en más de una ocasión a alejarme de mi querida Ciudad Real.

Si a ello he de sumarle el grato recuerdo que la estancia de mi familia disfrutó en la vecina Almagro, gracias a la enorme hospitalidad de mis amigos, no podría tener ningún reparo.

Sin embargo, en aquellas circunstancias en las que nos vimos obligados a ser acogidos por la comunidad almagreña, no todo parecía estar de nuestra parte.

Habíamos elegido el bando equivocado en aquella contienda que enfrentó a dos hermanos por el trono de Castilla, Isabel y Enrique.

El monarca que había gobernado de forma desigual durante dos décadas aquel extenso territorio castellano vería como su luz se apagaba en el mes de diciembre del año de mil cuatrocientos setenta y cuatro. El paso siguiente no nos sorprendió pues la gran aspirante, Isabel, asumiría la corona al proclamarse reina mediante el apoyo de sus fieles en la ciudad de Segovia, entre los que se encontraban algunos grandes nobles.

Las consecuencias para el bando perdedor en el que nos hallábamos no se hicieron esperar. Así se tornarían sumisos nuestros grandes líderes, el paladín don Juan Pacheco, el maestre calatravo y otros nobles que se habían declarado en rebeldía.

Empero, la contienda no terminó en aquel momento. Aún quedaban las hostilidades que en mayo del año siguiente protagonizaron los beltranistas con la ayuda portuguesa por tierras cercanas a éstos, lo que suponía encaminarse por el valle del Duero y la mismísima Galicia.

En aquella época fue cuando en nuestra tierra más cercana adquirió gran protagonismo la figura de quien ejercía de nuestro protector, el maestre calatravo don Rodrigo Téllez, pues daría comienzo la conquista de la ciudad donde yo mismo residía, Ciudad Real. Era el veintiséis de mayo y, amparándose en un arcano documento firmado por el heredero al trono del Rey Sabio don Alfonso, don Sancho IV, fechado en 1280, reclamó para sí el derecho a tomar la ciudad…”

La ojeada de aquellas páginas, que como regalo había confiado el simpar don Sancho a un todavía joven imberbe, a veces suponían una carga y responsabilidad demasiado arduas para aquel muchacho, y, sin embargo, no le defraudaría, haciendo honor a aquel compromiso que adquirió con el anciano converso.

En esta ocasión le había llevado su lectura a rememorar los hechos que Sancho de Ciudad tuvo que protagonizar una década antes de que se conocieran. En aquellos momentos, el conocido converso había elegido formar parte del bando que cuestionaba las aspiraciones al trono de Isabel, hermanastra del entonces monarca Enrique IV, apoyando a los líderes que propugnaban que la mayor legitimidad dinástica correspondía a la heredera Juana, la que todos conocían como “La Beltraneja”. Pero el giro de los acontecimientos pareció dar la espalda a las aspiraciones de aquel que años después sería conocido como “jefe de herejes”, provocando consecuencias fatales que le condujeron a pedir la ayuda de sus amigos almagreños.

<¿Cuándo podré cumplir lo prometido a tan gran hombre?>– se preguntó un turbado Ismael.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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