De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (11)

La espinosa conversación que Juan de la Sierra mantuvo con su madre le haría deambular hasta encontrarse frente a un lugar que no era habitual que visitara: una iglesia. En este caso, era el templo cristiano que se encontraba en la villa de Fregenal y se hallaba por entonces bajo la advocación de Santa Catalina de Alejandría, aunque habría sido una sinagoga tiempo atrás. Tras llegar a ella, encontraría la puerta entreabierta y accedería para recogerse, encontrando el tiempo y el silencio necesarios para pensar qué debía hacer en la difícil encrucijada en la que se encontraba.

La Piedad, Iglesia de Santa Catalina, Fregenal de la Sierra (Badajoz)

Leonor González, su madre, había sido el ancla de su vida. Su padre, el norte con el que orientarse y encauzar sus pretensiones más anheladas. Ahora las circunstancias le ponían en la disyuntiva de traicionar a ambos progenitores. Pero ¿cómo iba a afrontar ese difícil reto si aún no sabía qué debía hacer? En aquel momento de ensimismamiento, Juan no se había percatado que no se encontraba solo.

-Buenas tardes, Juan. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que te marchaste con tus padres? ¿A qué se debe tan grato regreso y qué es de tu vida hoy en día? -apareció por sorpresa una cavernosa voz a sus espaldas.

-¡Discúlpeme, pater! ¿Cómo es que me llama tan familiarmente y por mi propio nombre, ya que no creo recordar que nos hayamos conocido con anterioridad? -respondió Juan de la Sierra.

-¡Cómo podría olvidar al díscolo y a la vez querido hijo de un gran amigo como fue Alfonso González del Frexinal! Aunque eras muy pequeño todavía cuando os marchasteis de esta villa, la ayuda que tu padre, cuyos rasgos no puedes disimular pues en ti saltan a la vista, siempre me había brindado hasta entonces, nunca la podré olvidar. Era yo algo manirroto en aquellos tiempos y a pesar de que no se me daba mal elaborar zapatos y borceguíes tenía un problema mucho mayor: la bebida. En muchos momentos en la taberna me dejaba lo poco que había ganado durante largas jornadas de trabajo, y a pesar de todo, incluso se escapaba de mis manos aquello que Alfonso, tu padre, me prestaba sin ningún tipo de condiciones. Era un gran amigo con el que siempre pude contar. Además de estar al corriente de las circunstancias que afectaban a vuestra familia, ya tuve conocimiento de que tu padre había fallecido y sufrí mucho por su pérdida, sintiendo profundamente no haber estado para honrarle como un judío tan cabal merecía- respondió el religioso.

-Discúlpeme entonces, pues ahora creo adivinar quién es usted. Quisiera recordar alguna imagen de un borrachín, discúlpeme pater por el calificativo, que no hacía nada más que mendigar a mi padre algunos maravedís que se les iban de las manos en un santiamén. Pero, si usted es un párroco cristiano ¿qué le ha ocurrido para que su situación haya cambiado tan drásticamente? -contestó perplejo el mercader.

-No tienes nada de qué preocuparte muchacho, pues así era realmente yo por entonces, ni más ni menos. El vino en grandes cantidades era mi único consuelo. Sentía que nada me quedaba ya lejos de aquellas pieles con las que elaboraba mis productos. La pérdida de mi esposa y del niño que debió nacer me hicieron flaquear. De aquella manera sucedieron las cosas, pues el tiempo y la soledad me llevaron a ese callejón sin salida del que tu padre en muchas ocasiones me había logrado sacar. Su despedida hizo remover en mí lo que se suponía que eran mis auténticas virtudes. Sin embargo, el Santo Oficio había puesto el ojo en nuestra comunidad y, como cobarde que era y aún sigo siéndolo, me vi en la necesidad de ponerme a buen recaudo. La mejor solución, curiosamente, apareció con la ayuda de un cristiano que procedía de Sevilla, quien tenía un hermano devoto y, tras tener unas largas conversaciones con él, me aconsejó que me convirtiera si no quería pasarlo mal. No me quedó entonces otra salida con el que pudiese dar un giro a mi vida. Cuando este hombre retornó a su ciudad de origen, fuimos a visitar al religioso que agilizó todos los trámites. De aquello ya han pasado varios años, aunque nunca he olvidado a mi gran amigo y valedor. Pero… aún no me has contestado, ¿qué haces tú por aquí? Tenía entendido que estabas viviendo en Ciudad Real, de donde era tu madre, y que los negocios de los paños no te iban nada mal. Sé de buena tinta que, a pesar de que muchos piensan que se encontraban en Portugal y arriesgándose por los peligros que podrían correr en estas tierras, tu amada doña Leonor y tu tía están aquí, aunque como era de esperar no querrán tener ningún trato conmigo. Soy un cura cristiano y eso sería para ellas como ver al mismísimo diablo -replicó el converso.

-Aún recuerdo aquellos zapatos con los que de pequeño me vestía mis pies menudos. Supongo que sus manos serían las responsables de aquellas obras hechas con tanto gusto y comodidad. Agradezco sus palabras por lo que respecta a mi padre, pues siempre tuvo grandes amigos por el gran corazón que poseía. Él nunca dejó de ser fiel a la ley mosaica, algo que otros no hemos podido mantener. A usted, pater, le dieron miedo unas cosas, a mí mis negocios y mi esposa eran lo primero que tenía que defender y proteger. Además, la Inquisición también hizo acto de presencia en Ciudad Real y nos vimos obligados a renunciar a nuestros orígenes para salvar nuestra propia vida. El hecho de que esté de nuevo en Fregenal me ha llevado a venir a visitar este lugar donde pedir consejo, aunque no esperaba que fuese usted quien me pudiera resolver el dilema en el que me encuentro en estos momentos. Supongo que todo lo que le diga será secreto de confesión, ¿no es así, pater? -alegó el mercader.

-Así era. Mis manos, cuando estaba sobrio, no tenían parangón a la hora de diseñar y remachar cualquier tipo de calzado. Encargos, sobre todo de los nuestros, no me faltaban por ello. El auténtico problema comenzaba cuando oía el tintineo de aquellas monedas en bolsas que caían en mis manos y no tenía con quien gastarlas tras la muerte de mi esposa y mi hijo. Ahí la mayor de mis debilidades se adueñaba de mí, beber sin mesura, y sólo necesitaba una noche de borrachera, solo o acompañado, para despilfarrar el fruto de tanto esfuerzo. En cuanto a lo que me acabas de decir, Juan, nada saldrá jamás de aquí no sólo porque mis votos así me lo exigen sino, sobre todo, por el gran respeto y amistad que le debía y me unía a tu padre. Tus confidencias, pues, no irán más allá de estos oídos. Pero ¿qué ha motivado tu reciente visita al lugar que te vio nacer?

-Entonces, pater, no se diga más, y he aquí la historia. Como consecuencia de mis negocios, me estoy encaminando a obtener un nada despreciable contrato con Su Majestad el rey de Portugal, lo cual me reportaría unos ingresos importantes durante cierto tiempo, lo que no sería nada desdeñable. Sin embargo, sólo me permitirían dicha autorización para poder venderlos a él mismo y comerciar en aquella zona. Nada más y nada menos. El permiso procedería desde la mismísima Corona, aunque hay un requisito que la pérfida Inquisición me impone y que es la condición sine qua non que debo obligatoriamente cumplir: tengo que llevarme de regreso a mi ciudad a mi propia madre para que reniegue de su fe y así restañe las cuentas pendientes que dejó en Ciudad Real tras su huida. Por todo ello me hallo aquí en estos momentos, pater, ya que llegaron a mis oídos que, tras encontrarse en Portugal, habían decidido volver a tierras de mi padre para no estar tan lejos -respondió Juan apesadumbrado.

-Entiendo. Sin duda alguna, la dificultad de la empresa que debes acometer no está exenta de riesgos, pues supongo que, aunque cumplieras con todas aquellas condiciones que la propia Inquisición te habrá obligado a que lleves a cabo, no tendrás demasiadas garantías ni para tu negocio ni seguridad para tu propia madre, doña Leonor. ¿No es así? -contestó el cura.

-En estos tiempos que corren, si uno no asume algunos riesgos está perdido, aunque siempre haya que obrar con cautela. Sé lo que entrañan mis actividades comerciales pues muchos desearían verme muerto, no sólo cristianos viejos sino incluso algunos conversos. <¡Demasiadas cortapisas tengo con la venta de mis paños para no saberlo!> Incluso habiendo dado muestras de mi conversión, sé que no hay demasiada gente que lo cree así y menos aún el mismísimo Santo Oficio, pues nunca olvidarán que <¡Soy el hijo de un trapero y sobrino de “La Cerera”!> Aquella mujer tiene un carácter y una personalidad que ha generado muchos odios y envidias entre los propios conversos, y mis propios padres siempre dieron muestras de ser fieles a la ley mosaica. Así, por todo ello, el tiempo me ha obligado a tener que tomar el absoluto control de todo el proceso de fabricación de mis paños para luego disponerme a ponerlos a la venta, desde la propia adquisición de la lana, conversando con bataneros, pelaires, tundidores y otros de los especialistas que tales cometidos requieren. <¡No puedo confiar en nadie más que no sea yo mismo, aunque para ello tenga que buscar aliados!>

-Ardua tesitura la que tienes que afrontar, muchacho. Ahora bien, entiendo por qué estás aquí, aunque salvo que te exprese alguna palabra de consuelo por mi parte poco más podría hacer, pues ni tu madre ni tu tía me harían caso al conocerme desde hace ya tantos años y, menos aún, si supieran en lo que ahora me convertí. Por supuesto, a mí me consideran el mayor de los traidores dados los hábitos que llevo, al igual que seguramente tu tía y algo menos tu madre también lo pudieran pensar de ti. Pero son sangre de tu sangre y debes plantearles las cosas en ese sentido. No puedes hablar de la necesidad de conservar tus negocios para pedirle un sacrificio tan grande a la que te dio la vida. Bien sabe ella en qué trabajas puesto que su esposo, tu padre, te enseñó la mayor parte de todo aquello que sabes en ese aspecto, ¿no crees? -sugirió el párroco.

-Por eso estoy aquí, pater. Veo que me ha entendido y que sabe la difícil encrucijada en la que me encuentro. No podría pedir a mi amada madre que abandonase la fe de sus antepasados y, sin embargo, me obligan a hacerlo si quiero continuar con mis pretensiones y conservar parte del legado familiar, además de tener a salvo a mi propia familia. Ahí está la dificultad y el por qué estoy ahora mismo aquí frente a usted, que hace tanto tiempo que abandonó la fe que le vio nacer -respondió Juan.

Cierto fue que en aquella intensa conversación entre el antiguo zapatero tornado en sacerdote y el mercader converso existían otras miradas atentas que, aunque mudas, habían sido testigos de excepción. No eran otras que algunas de las imágenes que aquel templo acogía. Así, con disimulo, aparecía una Virgen con gesto desinteresado que portaba un Niño y estaba fabricada en terracota, por un lado. Aunque el Niño no entendía nada, la Señora parecía no perder el hilo de lo que allí se manifestaba entre los dos ocupantes que dialogaban. Y, por otra parte, unos metros más allá, aparecía una Piedad que mantenía rígidamente en su regazo a un Cristo, hechos ambos de barro cocido, prestando atención a los mismos, a pesar del esfuerzo que mantenía. Aquellas figuras habían nacido de la mano de un creador que era conocido como Lorenzo Mercadante de Bretaña, escultor bretón cuyo oficio ejerció en el reino de Sevilla en aquella segunda mitad del siglo XV y cuya influencia en tierras de Andalucía era conocida en aquella época. Sin embargo, no sólo serían aquellas las únicas estatuas que dieron fe del diálogo entre ambos arrepentidos, siendo aquellos dos unos cobardes con muchas cuentas pendientes que se sintieron en la necesidad de proteger sus vidas a pesar de que pudiesen perjudicar a otros, aunque todas aquellas eran figuras que mantendrían en el mayor de los secretos todo lo que allí se estaba diciendo.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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2 COMENTARIOS

  1. Enchanté Monsieur. Espero continuar por la senda de dar a conocer muchos pasajes que parecen haberse olvidado, aunque sea de forma novelada como es el caso.
    Nuevamente gracias Charles por tu seguimiento y elogios.
    Un saludo

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