El esplendor y la ira: Un homenaje a los mineros de Puertollano desde la novela de Manuel Valero

Con motivo de la festividad de Santa Bárbara, patrona de los mineros, retomamos este fragmento de la novela El esplendor y la ira de Manuel Valero.

Foto: Rueda

El esplendor y la ira (fragmento)

En la mina Melquiades se quejó de nuevo de su mala suerte pese a la fama que le precedía de tener buena estrella. Miró una esquirla que relució con un chispazo de luz, la cogió y la tiró contra el frente. Siempre bromeaba con su suerte porque su Genara era tan buena que nunca le regañaba ni con las quejas de mujer. Un día cayó un pedazo de hierro de una de las torretas que reparaban unos operarios justo cuando Melquiades acababa de pasar sin que le rozara, y esa misma tarde se encontró entre las escorias un papel que era un billete de cinco pesetas. Nunca había estado enfermo y sus esputos eran blancos como la nieve incluso cuando los arrancaba de sus mismas profundidades. Si aún tenía los dos pies sanos fue porque otra vez los apartó de la vía por donde se deslizaba una vagoneta sin control, y él fue quien dio el aviso cuando un rumor de tripas que escuchó antes que ninguno amenazó con un derrabe que hubiera sido la sepultura de todos. Era tal su fama de suertudo que los empleados de las oficinas le frotaban por la espalda el billete de lotería cuando llegaba Navidad. Por eso se apostó un guarro entero con Torroba que antes de que la silicosis se lo llevara, a Torroba no él, tenía que encontrar un diamante del tamaño de una boñiga. “Lo primero que iba a hacer era darle un martillazo y repartir los cachos”. “Si los diamantes no se rompen que son más duros que mi cipote”. “¿Y tú qué sabes, analfabeto?”. ¿Me lo ha dicho Paquito? “¿Y Paquito que sabe?”. “Más que tú, mamón”.

Aquella vez tampoco hubo suerte. Melquiades atacaba el frente como un minero bravo, en taparrabos, ennegrecido hasta el cielo de la boca. Había hecho de todo en la mina, vagonero, picador, entibador. De un golpe arrancó un pedazo de mineral del que salió despedida una esquirla que abrillantó hasta los hastiales al reflectar la luz del foco de la cabeza. Tiró la herramienta y rebuscó entre el polvo y el menudo. No encontró nada hasta que metió la mano en un charquillo de nata negra y la sacó con el cristal.

-¡Mira Torrobita! ¡Te lo dije!

Melquiades le enseñó la piedra a Torroba y los dos la miraban. Los dos parecían sombras sobre las que la mano de un pintor dibujara líneas rojas en la boca y en la nariz y lunares de plata en la cuenca de los ojos.

-Eso es un trozo de carbón que ha relucío con el foco, maricón.

-¡Y una minda! Es un pedrusco que nos va a quitar de trabajar. Y mi el primero.

-Venga, Melquiades, dale al pico pero no al que tiene dientes, al otro pico.

-Que es un diamante, cojones. En cuanto salga lo llevo a la oficina pa que lo vean.

-Si serás gilipollas –dijo uno del que solo se veía el amarillento enfermizo de dos ojos abiertos-, si es un diamante te lo van a decir a ti. Dirán que es una piedra que no vale na y se quedarán con él, modorro.

-Que te digo yo que eso es un trozo de cuarzo.

Con el hallazgo que sirvió más para hacer un descansillo que para otra cosa, se formó una pequeña asamblea de mineros.

-A ver si va a ser el ojo de cristal de un muerto.

La ocurrencia de uno que manejaba un cedazo del que se desprendía un polvo negro que se comía literalmente al tiempo que el humo de un cigarro, fue seguida por una risotada que desprendió polvo de los hastiales.

-Mira la hijaputa la mina como se queja.

-Qué pasa ahí.

Llegó un encargado con cara de pocos amigos, con menos tizne que los que andaban bregando con el avance.

-¿Vamos a trabajar hoy o sacamos una baraja y echamos una cuatrola hasta la hora de cobrar?

El reproche no era enemigo. Era un apremio natural cuando se aflojaba el ritmo.

Los demás lo pusieron en antecedentes.

-Melquiades, que dice que ha encontrao un diamante.

-Es que dice que antes que me muera yo tiene que encontrar uno –dijo Torroba.

-¿Morirte tú, que no te ha matao a polvos la parienta?

De nuevo risotadas y un murmullo abisal como si un animal remoto se hubiera despertado de las entrañas de la tierra.

-La puta, parece que está más viva que ayer.

-Pégate un peo a ver si se calla.

Y acto seguido un artillero levantó una pierna y liberó una amalgama de vientos fétidos.

El eco de las risotadas ocultó el eructo insatisfecho de la tierra. Un hombre se dio cuenta del polvillo que se desprendía de los hastiales y un temblor liviano se hacía cada vez más evidente según se presentía con mayor nitidez la sordina estragada que precede al estruendo. Entonces callaron a un tiempo y miraron arriba, abajo, hacia el apartadero, hacia donde se puede mirar en una tripa de la tierra. Un artillero tocó con el atacador la techumbre sin que nada ocurriera. Los mineros permanecieron inmóviles. El encargado miró el corte del entibado. Sobre sus cabezas y desde el último cuadro hasta el frente no había nada. El ligero tiritón de la tierra cesó, y Melquiades alzó arriba la piedra de metal y dijo.

-Me voy a ir de putas y luego le voy a comprar a mi Genara un palangana de oro para que se lave el chocho.

-¡Al tajo! –gritó el encargado.

Los mineros no son estúpidos. Cada uno hace su tarea, ese palea el carbón a la vagoneta, aquel encarrila la descarriada, el otro las embarca en la jaula, el mulero jalea al animal de tiro, el picador raspa el frente, el entibador le mete el palo al laberinto de tinieblas, el caminero coloca los raíles, el lampistero cuida de que los focos alumbren con luz buena, y de vez en cuando se alinean y se pasan la herramienta. A veces, en silencio, otras hablando entre ellos. El movimiento es el que corresponde a una maquinaria mayor, inconcebible, que sin parar vomita negro a la superficie, donde esperan más vagonetas, vagones, y mujeres y niños que clasifican, lavan, y luego a las tolvas y de las tolvas al vagón que el vagonero engancha a otro hasta hacer una ristra que se pierde en el horizonte con destino a la estación de Pueblo, luego de sortear un dédalo de vías a las que el sol arranca chispazos de fuego y la luna baña con una pátina de plata.

Ay, que yo me tengo que encontrá

Un piedrecita preciosa pa quitarme de trabajar

-¡Ámonos, Melquiades! –dice uno.

-¿Andevamos a ir?-pregunta otro

-¡Que sigas cantando, cojones!

-Posexplícate bien, malhuele.

-Toma aquí este barreno pa ti, maricón.

Risas. Y luego un rumor como de huracán cautivo, un bramido de mar oculto, un aire de selva podrida que buscara el oxígeno de la tierra. Y el instinto zarandea a los hombres para que se pongan a salvo, y de una vez, dejan las herramientas, y huyen despavoridos mirando el hastial con sudor de sal y de vinagre que se les mete en la boca. Corren como si le hubieran visto la misma cara a satanás, como si tras un golpe de pico, el frente se hubiera roto como el himen de una mujer y hubieran sorprendido a los demonios del infierno. Hasta que la galería funde sus abisales agarraderas y cae sobre ellos. Dos quedan sepultados, de otros tres apenas aflora la cabeza, otros cuatro han logrado sobrevivir porque el derrumbe cesó antes de alcanzarlos. Y luego de la quiebra, voces, ayes, lamentos de ayuda, avisos de hallazgos de cuerpos, polvo, niebla, aire de tierra que no se respira y encola los orificios nasales y la boca. Decenas de mineros se han reunido en el punto del desastre y comienzan a ayudar a los que se quejan.

-¿Torrobita? ¿Dónde está Torrobita?- grita Melquiades con un sollozo desgarrador- ¿Dónde está Torrobita? Torrobita, di algo, me cagüen mis muertos- Y de su boca sale un exabrupto elemental que le pide cuentas a Dios.

Entre todos tratan de sacar a los medio sepultos. Dos de ellos se quejan aturdidos. Uno está de lado, con los dos brazos enteros con los que intenta emerger de los escombros; el otro, boca abajo está sepultado hasta los hombros; el tercero junto a éste. Pero no dice nada, no se queja. Los hombres los identifican, los calman y alivian la tierra que los cubre. Como fieras enceladas van retirando el carbón, los lisos, los costeros y la madera de la parte entibada que cayó en la quiebra. Tiran con cuidado, hablan, le preguntan a los heridos. Y poco a poco los liberan. El tercero sigue inconsciente y no respira. Los otros dos tienen una pierna rota y un dolor de impacto en el pecho. La cabeza entintada de sangre.

El capataz llega acompañado de personal y material sanitario cuando los mineros han sido rescatados. A los heridos los suben a la superficie.

Melquiades sigue atravesado de temor y de rabia. Le explica al capataz lo ocurrido. Hay dos hombres sepultados. Uno de ellos es Torrobita, su amigo.

-Torroba no te mueras, por tu mujer y tus hijos –gimotea, sudoroso y exhausto, pues ha estado ayudando al rescate de los otros hasta el agotamiento.

El capataz ordena el desescombro y el entibado de la zona. Un muro sucio de tierra negra y piedras se ha tragado el luminoso negro del carbón que revestía el frente. Decenas de hombres trabajan a conciencia, retirando con cuidado los escombros. Lo hacen con rabia, como si aquello no fuera un rescate sino una venganza, o una venganza decidida a cobrarse la muerte de dos hombres con vida. La niebla y el polvo remiten paulatinamente y los haces de luz de los focos parecen atacadores de barrenas. Después de dos horas de afanosa pelea tocan el pelo de un hombre. Desescombran con energía, la fatiga ha desaparecido de repente cuando de la sólida ciénaga de la mina ha emergido la cabeza de uno. Limpian su rostro que aún mira atónito el hastial derrumbado. Melquiades se abalanza sobre él, le coge la cara, lo mira, lo besa, y llora desconsoladamente con tal grito que el capataz teme un nuevo coletazo de la tierra profunda.

Nadie supo nunca quien lo encargó, pero la tarde que enterraron a Torroba las campanas tocaron a difuntos. La otra víctima, un hombre cejudo al que le faltaba un ojo, que llegó a Pueblo con los esplendores de la gran guerra europea cuando apenas era un chiquillo, fue enterrada el mismo día. A Torroba le hicieron una misa porque su mujer hizo caso a don Alejandro que solía visitar a las mujeres cuando no estaban sus maridos o aprovechaba cuando alguna se acercaba a poner una vela a la patrona para persuadirlas de un entierro cristiano si sus maridos morían en la mina. Con don Dimas de alcalde todo fue fácil. Ni siquiera hubo que pagar el arbitrio por los tañidos fúnebres porque el Ayuntamiento lo había derogado. El propio cura don Alejandro se movía con más soltura debido a que sus correligionarios amigos del ayuntamiento contemporizaban mejor con él que los socialistas. Más de una vez fue acusado de utilizar el púlpito para lanzar culebras contra la República. La mujer de Torroba pasó del desgarro al desvanecimiento en episodios sincopados y se agarró a la pechera de las mujeres que dificultosamente la sostenían en pie.

Cuando se lo dijeron estaba preparando el pisto rodeada de muchachos. Y con la paleta en ristre salió del cuartelillo a la calle gritando a voz en cuello con tanta fuerza que los pájaros volaron aturdidos y de cada puerta de la calle aparecieron personas como lázaros y se fueron hacia ella con los brazos extendidos, acompañando a la pobre Genara con más alaridos y gritos. “¡Mi marido! ¡Que se ha matao!

Los chiquillos dejaron de jugar en la calle y engrosaron el público que abarrotó el corralón de la difunta doña Rita donde seguía viviendo Torroba con la prole menuda porque los dos mayores se fueron a trabajar a una cuchillería de Albacete. Sobrecogía la multitud agolpada y el silencio que lo envolvía todo. Los gritos esporádicos de Genara Olmedo se escuchaban desde la calle. Cuando llegó un furgón con el cadáver el griterío era tan hiriente que hacía falta mucho cuajo para poder soportarlo. Pero el padecimiento agota. Y si es intenso, extenúa. Pusieron el cuerpo en la cama y el velatorio discurrió en una serenidad tan frágil que se respiraba la premonición de un nuevo que

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4 COMENTARIOS

  1. Viva Santa Bárbara !!!!
    Vivan las comarcas mineras de Puertollano y Almadén que tanta riqueza han generado .

    Cuanto trabajo debajo tierra para que vivieran los que andaban por encima

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