Llega marzo

Manuel Valero.– A una quincena escasa ya del año I después de la pandemia va tocando hacer recuento. No de muertos, ni de heridos, ni de supervivientes, que ya se han hecho en la banda ancha de las versiones oficiales y oficiosas, sino de todo aquello que ha quedado en pie, aparentemente incólume tras el paso de una insoportable cadena de borrascas tóxicas.

Poco a poco se va acercando marzo, el de los malos idus, y con él el vértigo del punto de partida, como si hubiéramos vivido en circulo la inalterable horizontalidad del tiempo. E inexorablemente, se vislumbra ya en el horizonte la fecha del 8 de marzo, data feliz hasta ese día.

Fue transformándose, sí, en un vitamínico para la nueva izquierda o la vieja izquierda, desmayada, y en una línea divisoria entre las mujeres (y los hombres): la mujer conservadora de derechas, versus la mujer progresista de izquierdas con todos los sambenitos añadidos a unas y otras. Hasta entonces y hasta donde me lleva la memoria el 8 de marzo, se celebraba como el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, luego de la Mujer a secas, con una rutinaria felicidad democrática que no entendía de colores. Hasta que de pronto emergió el nuevo icono, la nueva doctrina, radical y radicalizada por los índices de la violencia de género, las nuevas alternativas sexuales, la brecha salarial, los acosos,  y la reaparición de algo que creíamos extinto, la denuncia militante del ninguneo de la mujer por el mero hecho de serlo y con ello una reivindicación extrema que ponía a los hombres en el rol de sospechosos habituales.

Sí, con todo ello y con el riesgo de exclusión a quienes no comulgaran con la nueva religión feminista -como ocurrió con Ciudadanos, expulsado de una manifestación-, el día 8 de marzo ha sido una jornada de celebración democrática incluyente. La igualdad legal y constitucional cuya lucha se inició con el auge de la revolución industrial y el movimiento sufraguista, es un hecho. Hoy, una mujer, al menos en la cultura occidental y democrática, ha dado pasos de gigante hacia su completa emancipación. La internacionalización, en esta ocasión de la denuncia contra los abusos sexuales, dio nuevos bríos. La aparición del Me Too en la democracia más poderosa de la tierra, de momento, EEUU, espoleó a las mujeres y las llevó a la calle, andado ya un terreno históricamente conquistado, por cuanto, la mujer occidental, vota, es electora y elegible, trabaja, se independiza, se divorcia, se empareja, puede ser madre soltera a la carta, si le apetece, y ya no está para prepararle el coñac tonificador al marido al regreso del trabajo. 

Y de pronto, imprevisiblemente, esa algarabía festiva y libre, estaba a punto de enfrentarse a una demonización impensable por celebrarse con total desinhibición en un Madrid, y otros lugares, infestados ya hasta las trancas con la permisividad de un Gobierno avisado del avance del enemigo.  

Algo habremos cambiado y sin embargo parece como si se hubiera anclado en el corazón de la sociedad una cruel paradoja que oscila entre el silencio y el estruendo. No es mi intención hurgar en la herida –hubo muchas más verbenas masivas, deportivas, musicales, políticas, mítines como el de Vox y desmadres aeroportuarios y fronterizos– cuya deflagración actuó al unísono junto a la manifestación feminista como exportadora al por mayor del covid asesino, o la covid asesina que para el caso es lo mismo, o la misma.

Lo sorprendente es que a una quincena de la fecha mítica devastada por una pandemia aún se esté debatiendo si son 400, 500 o 1.000 las manifestantes autorizadas el 8M venidero cuando a un año vista podemos leer el informe de las decenas de miles de bajas que todos hemos tenido que soportar en especial las familias tocadas directamente. Parece increíble que luego de tan traumática experiencia aún se le dedique un solo segundo de debate a la conveniencia de salir a la calle de nuevo, en masa, como si no hubiera pasado nada, y olvidando, ojo, que aún estamos en Estado de Alerta. La insistencia de grupos extremos del feminismo prueba la capitalización ideológica -¿se debe decir socialización?- de una reivindicación compartida por cualquier demócrata bien nacido: que las mujeres y los hombres somos rabiosamente iguales como personas y que las metas aún por conseguir se pueden lograr desde el trabajo consensuado, la educación y la costumbre, y no como frente ideologizado, excluyente y sectario  de determinadas opciones políticas.

A un año del pasado 8 de marzo, en puertas del próximo, no cabe más torpeza que volver a una línea que aventó el microbio, como aseguran algunos informes: de haberse confinado todo una semana antes se hubieran ahorrado unos cuantos miles de muertos. La Historia pondrá a cada uno en su lugar. No tiene sentido correr el riesgo de nuevo a sabiendas del sufrimiento contable padecido. El Día Internacional de la Mujer no se devalúa porque no se ofrezca en toda su visibilidad sobre el asfalto de las calles para ser portadas de telediarios, si lo que lo ausenta son los coletazos de la tercera ola de una pandemia mortal que no sabemos si tendrá más réplicas.

Algo debemos haber aprendido. No solo por seguridad nuestra sino por respeto a los muertos ajenos. Si uno fuera mujer, y de izquierdas, por supuesto, este año, no acudiría. Precisamente por solidaridad y por contribución moral a garantizar una buena salud pública, sin que esa ausencia merme un ápice mis principios.