De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (26)

<¿Por qué, por qué, por qué… debo rendir cuentas a aquellos malnacidos Hombres de la Cruz? ¿Por qué he de traicionar a quien me dio la vida? ¿Acaso he de ponerla en peligro para que mi conciencia esté tranquila? ¡Perdóname, oh Yahveh, pues te abandoné para convertirme en seguidor de aquel que llaman Jesús, aquel que para nosotros ni siquiera fue considerado un profeta!> Los pensamientos brotaban en la mente de Juan como si de remordimientos enquistados se tratasen.

«Virgen con Niño (detalle). Iglesia de Santa Catalina, Fregenal de la Sierra, Badajoz» (Fuente: https://turismo.fregenaldelasierra.es)

Hasta entonces había creído que con sólo aceptar la nueva fe y plegarse a las condiciones del Santo Oficio podría dormir tranquilo, pero todo ello estaba lejos de ser así. La prueba a la que ahora se veía sometido al tener que buscar a su propia madre para llevarla a caer en las garras de aquellos religiosos era difícil de sobrellevar, más aún cuando el momento de iniciar el regreso estaba a punto de alcanzarse.

Las dudas que desde joven siempre había tenido, la pertenencia a una comunidad que debía vivir de espaldas a lo que ocurría en el exterior, protegiendo lo que era su propia idiosincrasia, le llevaban a no estar a gusto con aquella travesía en la que se había embarcado para poner a prueba a su propia madre. ¿Qué debía hacer entonces? ¿A quién debía escuchar? En ese momento pensó en la única persona que podía ayudarlo para despejar las nieblas de aquella disyuntiva. Nadie hubiera creído que osase volver a hablar con ella pues hacia tanto tiempo de aquello… No esperarían que de aquella conversación surgiese nada bueno. Sin embargo, era un riesgo que debía correr, pues sin duda alguna era la que más entendería la complejidad de la situación, aunque no aceptase la traición que su propio sobrino pretendía llevar a cabo, asestándole un puñal en el corazón no ya sólo de su propia familia sino de su mismísima fe.

Después de haber disfrutado de un entretenido desayuno con sus tres damas, tras abandonar la estancia donde se hallaban alojadas su esposa y sus hijas, se encaminaría hacia la iglesia de aquel párroco que en otro tiempo había sido un converso borrachín auxiliado por su padre en numerosas ocasiones. Esta vez lo necesitaría no para recibir sus consejos, pues de eso ya había dado cuenta, sino para que llevase a cabo un encargo muy importante por y para él: debía ponerse en contacto con su tía María, pues quería limar las diferencias que tenía con ella y de forma discreta, antes de que iniciase el regreso a Ciudad Real. Después ya vendría lo de su madre, su querida madre, aquella que le dio el ser y a quien estaba a punto de poner en el mayor de los riesgos.

El encargo que había recibido el antiguo converso para ponerse en contacto con “La Cerera” no era muy de su agrado, pues Juan desconocía que el pasado de aquel cura estaba más unido a su tía de lo que él creía, y ahora no era el momento más oportuno para volver a verla ni para despertar aquellos fantasmas que le alejaron de ella. Sin embargo, el mercader era el hijo de su gran amigo Alfonso, aquel que siempre le había tendido su mano y no era responsable de sus veleidades de un tiempo lejano, y tampoco podría contárselo pues agravaría aún más la situación que ya se había prolongado en exceso.

Pareció entonces que las plegarias de aquel cura habían sido escuchadas pues cuando se despedía de Juan y andaba ensimismado y pensando el modo de resolver aquel aparente callejón sin salida, se encontró con un muchacho que no le era desconocido.

-Perdona muchacho, ¿acaso no eres tú el hijo del mesonero? Creo recordar que tu padre vino ya hace unos años a esta villa para alejarse del mundo de las armas y tener una vida distinta, aquella que inició entonces con tu difunta madre, que Dios la tenga en su gloria. ¿Eres tú aquel que se hace llamar Tirso?

-Así es, padre. Veo que conoce usted muy bien la historia de mi vida, aunque no sé en qué le podría ayudar.

-Tengo entendido de que tenéis alojados a la familia del mercader Juan de la Sierra en vuestras habitaciones. ¿No es así?

-No sé si debería…, aunque siendo usted un hombre de Dios, la respuesta es sí.

-Entonces eres la persona indicada para hacerme un favor. Sería lo siguiente: debo ponerme en contacto con una tía suya, sólo con su tía doña María Díaz, que según tengo entendido residen no muy lejos de aquí en compañía de su hermana Leonor, madre de don Juan de la Sierra, para ser más exactos. Mi encargo sería que, con toda la discreción del mundo, le hagas saber que su sobrino Juan quiere hablar con ella, a solas. Espera su respuesta y en cuanto la recibas te encaminas a la iglesia y me lo haces saber. ¿Me harías ese favor, muchacho?

-No faltaba más, padre. Tengo que encargar unas cosas que me ordenó mi padre y me dirijo a hablar con la señora. En cuanto reciba su respuesta iré a Santa Catalina, pues allí es donde usted tiene su parroquia. ¿no es así padre?

-Cierto es, jovencito. Espero tu pronta llegada y, ¡recuerda muy bien lo que te he dicho!, con toda la discreción, pues sólo doña María debe conocer esta petición.

Sería en ese momento cuando el otrora zapatero converso respirase con algo de alivio, pues con el encargo de Juan muchos recuerdos le habían asaltado en su memoria. Aquellos que desconocía el mercader de unos invisibles lazos que habían unido hacía muchísimos años a su tía María con él. Desde joven, la que se acabó convirtiendo en “La Cerera”, apodo con el cual podía mirar de igual a igual a muchos de sus compañeros de fe masculinos, había demostrado que las costumbres que una mujer judía debía seguir o, más bien, acatar, no eran plato de buen gusto para ella, sino todo lo contrario. No estaba dispuesta a dejarse maniatar por ningún varón, ocupase la posición que ocupase, fuese del credo que fuese. Ese orgullo, que muchos calificaban de soberbia, le haría pasar una factura muy alta a lo largo de los años. De su carácter eran bien conocedores tanto el zapatero como el mercader, aunque del precio que tuvo que pagar por su autenticidad su sobrino estaba más informado y todo ello, a pesar de las diferencias que mantenía con ella desde hacía años, le llevaba a tenerla el mayor de los respetos.

Ensimismado andaba en sus cosas aquel antiguo borrachín, cuando la noche había comenzado a tamizar las calles de Fregenal. ¿Qué sería del muchacho? ¿Habría tenido éxito con su encargo? Aquellas dudas le asaltaban y apenas le había dado tiempo a prepararse para la celebración de su próxima misa el siguiente domingo. Contempló entonces las imágenes la Piedad y de la Virgen con el Niño, las cuales le transmitieron una paz que calmó aquel desasosiego que el encargo del mercader le había llevado a recordar tiempos ya tan lejanos.

Mientras tanto, el joven Tirso se había despedido de su padre tras dar buena cuenta de sus quehaceres. Con paso firme y sin apenas entretenerse alcanzó la casa que tenía por destino. No se demoró en su encargo y sin pensárselo, dio varios golpes secos a la aldaba.

-¿Quién va a estas horas de la noche? –respondió una voz grave y masculina.

-Buenas noches, señor. Busco a doña María Díaz. He de darle un recado, en persona, si no es molestia.

-¡Asómate muchacho, que no te veo bien! –tras acercarse el joven, el anciano se percató de su identidad–. ¿No eres tú acaso el hijo del posadero? – inquirió el criado.

-Sí, señor. Soy yo, Tirso, para servirle. ¿Podría hablar con doña María?

-¿Qué ocurre Pedro? ¿Con quién hablas a estas horas si se puede saber? – se oyó de pronto la potente voz de una mujer que, cada vez se iba acercando más a la puerta donde el anciano y el joven dialogaban.

-Doña María, es un muchacho, el hijo del dueño donde su sobrino Juan está hospedado. Desea hablar con usted y nada más sé.

-Entonces, abre un momento la puerta, Pedro, que el muchacho no vendrá por capricho a estas horas… y déjanos solos.

-Como usted mande, señora. Pasa, muchacho, y buenas noches. – el anciano despidióse y dejó a solas a “La Cerera” con Tirso.

-Dime, jovencito, ¿qué deseas de esta anciana a estas horas tan intempestivas que no pueda esperar a mañana?

-Disculpe, señora, por molestarla tan tarde, pero me han encargado que le diga que su sobrino, don Juan de la Sierra, desea conversar con usted, a solas y de forma discreta, antes de que inicien el regreso a tierras de Ciudad Real. No me han indicado nada más al respecto, sólo que, con lo que me diga usted debo informar para así confirmarle cuando se reunirán.

-Está bien, muchacho. Ya veo que sí era una cita que no se podía demorar y, puesto que mi sobrino, según tengo entendido, quiere volver en pocos días, mi respuesta es que mañana al amanecer le espero, aunque aún no sé dónde quiere que quedemos.

-Me pone usted en un aprieto, doña María, pues no ha sido don Juan de forma directa, quien me ha encargado que viniese a buscarla sino el señor cura de Santa Catalina, que creo que usted ya conoce. – respondiendo algo incómodo el joven Tirso.

-¡Acabáramos! ¿El dicho curita borrachín ahora se esconde detrás de un muchacho para realizarme este encargo? – respondió con animosidad y sorna –. De todas formas, está bien. Dale recuerdos al zapatero remendón que aún no me he olvidado del oficio que ejerció hace años y de muchas otras cosas que los oídos de un muchacho nada deberían escuchar. Entonces, si te ha enviado el cura, ¿será porque ya haya pensado en un lugar para la reunión o me equivoco?

-No yerra usted para nada. Me ha dicho que le haga saber que hay una habitación cerca de la sacristía por donde al amanecer estarían ocultados de miradas indiscretas, para que así pudieran verse su sobrino y usted. ¿Qué debo decir al párroco?

-Está bien, está bien. Dile al páter que mañana al amanecer estaré allí, sin falta, aunque dada la valentía que ha tenido para no venir él mismo, no quiero verle sino tener frente a mi sólo a mi sobrino. ¿Estás entendiendo jovencito?

-Alto y claro, doña María. Si no manda otra cosa más usted, me marcho.

-Está bien muchacho. Gracias por venir y ten cuidado por dónde andas a estas horas en los tiempos que corren.

Con un leve gesto el joven Tirso abandonó el zaguán de la casa de doña María para encaminarse en busca de la iglesia de Santa Catalina. No hizo falta ni tan siquiera golpear la puerta, pues aquel ministro de Dios que había sido un zapatero converso le esperaba en la misma puerta.

-Gracias muchacho. Veo que has cumplido con el encargo. Ahora, espérame un momento para que tú mismo le des un recado a don Juan, puesto que ya estará de vuelta de sus preparativos y no andará muy lejos para que le entregues lo que te voy a escribir. – respondió el converso, aunque con cierto pesar al escuchar la condición que había puesto “La Cerera” para acudir a aquella cita.

Pocos minutos después, el muchacho se dirigía hacia la posada cuyo dueño era su propio padre. Tras saludarle al entrar, le preguntó:

-¿Ha visto usted a don Juan? He de darle un recado y no lo puedo retrasar.

-Acaban de subir a su estancia, para tomar un descanso. Si te das prisa aún no les causarás mucha molestia, y te lo agradecerá como es su costumbre.

-Le dejo, pues, padre.

El muchacho subió las escaleras de dos en dos para acortar la distancia, estando a punto de medir mal sus zancadas y caer trastabillado escaleras abajo. Sin embargo, sus reflejos fueron más rápidos y pudo proseguir la marcha. Alcanzó entonces la cámara donde se alojaba el mercader, dando unos leves golpes a la puerta.

-¿Quién interrumpirá a estas horas nuestro merecido descanso? –se escuchó al otro lado de la puerta.

-¡Don Juan, soy Tirso! Debo entregarle algo a usted que me dio el señor cura. –respondió el joven entre susurros para que los oídos de otros hospedados no escuchasen aquella conversación.

-¡Hombre, Tirso! –respondió el mercader, algo sorprendido pues desconocía que le hubiese encargado alguna tarea aquel día, tras abrir parcialmente la puerta. –¿Qué tienes para mí tan tarde?

-Aquí lo tiene usted, don Juan. – respondió entregándole la carta.

El De la Sierra desplegó aquel pliego al instante y leyó la cita concertada.

-Está bien muchacho. Puedes marcharte y buenas noches.

-Que descanse don Juan, y hasta mañana.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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