La cita de la vacuna

Manuel Cabezas Velasco.- Parecía un día tranquilo aquel en el que tras una anodina jornada de trabajo le había llevado a su casa sin más pena ni gloria que la de encontrarse con una cena fría sino quería entretenerse en hacer de cocinillas, algo a lo que nunca se había acostumbrado.

Recordó entonces los escasos acontecimientos que se sucedieron a lo largo de aquel día: un despertador que sonó impertérrito para ponerle en pie a una hora muy temprana, unas tostadas rápidas con un café tras haber disfrutado de una ducha revitalizante, la llegada al trabajo encontrándose con las mismas caras, la repetición de los saludos de cortesía habituales y políticamente correctos (“Buenos días” u “Hola”, según fuera el caso y los ánimos del momento), los comentarios de los temas de actualidad, unas veces de carácter deportivo, otras político y, las que menos, del corazón. Después vendría la rutina frente al ordenador, las llamadas de teléfono que aquel día no dejó de sonar y poco más recordaba cuando había cerrado la puerta de su casa y se había quedado postrado en aquel sillón de skay que ya pedía a gritos una renovación, aunque no había encontrado el momento de ir en una búsqueda oportuna ni tampoco tenía una vida social que le incomodase ante tan deprimente visión de aquel mueble tan desgastado y anacrónico.

Sin embargo, a pesar de que aquel día había sido uno más en su calendario, no sería así a partir de ese momento, pues la rutina sí la había cambiado un solo hecho que, aunque fue inesperado, sí era deseado. Había recibido una llamada de su centro de salud, donde le daban cita para recibir la primera dosis de la vacuna contra el sempiterno coronavirus, y eso sí que era una noticia que había alterado la perspectiva con la que encaró el resto del día. Miraba a todos con los que se encontraba con cierta relajación, aunque al mismo tiempo se sentía inquieto ante la incógnita de cuál de las vacunas recibiría al estar en una franja de edad que no requería de urgencias médicas: Pfizer, Astrazeneca o cualquiera de las otras eran las candidatas y esa espera no le dejaba demasiado tranquilo, pues nunca le había gustado demasiado modificar sus rutinas y este acontecimiento sí que las llevaría a cabo.

Con la llegada a su casa alcanzaría un remanso de paz del que, en realidad, no había disfrutado en todo el día, pero la inquietud que despertó la esperada dosis anti-covid le llevó nuevamente a estar incómodo en su propia morada.

<¡Vaya nochecita aquella en la que uno no puede pegar ojo porque todos los demonios le asaltan y no sabe cómo combatirlos!> – pensaba para sí Samuel y no sabía cómo ponerle remedio.

Llegó entonces un nuevo día: el despertador le puso en marcha, la sangre le empezó a circular por todo el cuerpo tras una vigorizante irrigación de todas las sudadas partes de su cuerpo, las energías se activaron al dar cuenta a algo más que las dos tostadas del día anterior. ¿Por qué no algún capricho? ¿Quién le iba a cuidar mejor que uno mismo? Todas esas preguntas que él se hacía al mismo tiempo, las respondía. Pero de nuevo su mente se pobló de nubes y aquella vacuna era la causante y seguía maniatado ante las escasas horas que restaban para recibir aquella ansiada tabla de salvación.

Habían pasado muchos meses desde aquel funesto día en que todos los noticiarios y medios de comunicación anunciaron lo que ya era un secreto a voces: aquella pandemia había ido creciendo sigilosa, en la sombra, sin despertar sospechar entre la población de todo el planeta. Sin embargo, ahí estaba. La bomba había saltado en la localidad de Wuhan, pero podía haber sido otra cualquiera, y se había presentado en las mismas barbas del Primer Mundo sin tarjeta de invitación. Eso Samuel lo sabía, pues aquel día de la gran y funesta noticia en el trabajo cualquier tema de conversación quedó relegado ante la súbita aparición del conocido como Coronavirus, una pandemia que se había abierto paso y que, en mayor o menor medida, había afectado a todos los estamentos de la sociedad, aunque algunos estaban más expuestos que otros por su propio ejercicio profesional: sanitarios, personal de limpieza, fuerzas y cuerpos de seguridad y así hasta un no parar, pues también las familias y los amigos de todos ellos se habían encontrado en contacto, desconociendo el peligro al que todos ellos se habían aproximado a ciegas. Desde aquel día, la dichosa pandemia y sus consecuencias a nivel sanitario, político, económico o social se erigieron en el primer tema de conversación de cualquier tertulia, y en el lugar de trabajo de Samuel no sería una excepción.

Entonces llegó el día deseado, aquel en el que debía asistir a la gran cita del inicio inmunizante de la lucha personal contra la Covid. Era un día gris, parecía que el firmamento estaba de uñas y mostraba su peor faz anunciando que el cualquier momento descargaría con toda virulencia el agua que parecía depositarse en sus nubes, grises muy oscuras, por cierto, un color que a Samuel nunca le atrajo demasiado, aunque definiese la mayor parte de los ámbitos de su vida: su trabajo era gris, su vida personal era gris, sus relaciones sociales eran grises. ¿Cómo se traducían todos los aspectos de su vida en un color tan triste y monótono? Tenía un trabajo rutinario de oficina, era un solterón empedernido y su vida social no iba más allá de las citas en una cafetería con compañeros de trabajo al tomar un par de rondas de cualquier bebida refrescante. Era un hombre gris, en suma.

Pero llegó el día de aquella cita. Iba ensimismado en sus cosas cuando al cruzar una calle chocó sin querer con una joven, o al menos a él se lo pareció.

-¡Discúlpeme señor! ¡Qué torpe he sido! –indicó la muchacha que había girado la esquina portando una mochila y un bolso al mismo tiempo que manejaba en una mano su smartphone sin levantar la vista del suelo y portaba un vaso de café en la otra.

-¡No se preocupe, señorita! –señaló Samuel esbozando una sonrisa, algo poco habitual en él.

-Insisto, le ruego que me disculpe por la torpeza, pues le he manchado de café su gabardina y eso no lo puedo consentir.

-De verdad, no tiene tanta importancia. Además, tengo un poco de prisa y no me puedo entretener –respondió algo más seco.

-Al menos, déjeme qué le pague el tinte, si no es molestia. Es lo menos que puedo hacer –indicó preocupada la joven.

-Tampoco cuesta tanto y esta prenda ya ha tenido muchas vidas por el desgaste que posee, pero si se queda más tranquila, con eso es suficiente. Y le aseguro que no hay problema y ya con esto me despido de usted.

-Perdóneme entonces y que tenga usted un buen día –señaló ella en su despedida extendiéndole un billete para costear la tintorería.

-Lo mismo le deseo. Buenos días.

La anécdota de la mañana le hizo llegar más apurado al trabajo que de costumbre, al que solía acudir siempre de los primeros, saludando al vigilante de seguridad de la entrada y encontrándose casi todas las dependencias vacías cuando llegaba.

Ese día todo cambió. Se encontró con varias caras conocidas que ya habían llegado antes que él. Algunas apenas las conocía, pues cuando él llegaba se introducía en su despacho y sólo salía de él el tiempo imprescindible para el coffee break y, salvo alguna salida excepcional, al finalizar la jornada.

Llegó entonces el mediodía. Dejó indicado que la tarde no acudiría al trabajo por la cita que tenía con la vacuna, a la cual se sabía la hora convocada pero no cuando le sería suministrada.

Apenas probó un bocado en una cafetería unas calles más abajo de su lugar donde toda la mañana había estado trabajando. No le apetecía ese día llegar a casa para prepararse algo y luego tener que entretenerse en dejar todo patas arriba pues no tenía ninguna necesidad de ponerse a limpiar si luego tenía que ponerse de nuevo en marcha para ir al centro de salud.

Aún quedaban un par de horas para la convocatoria de aquel día. El tiempo gris con el que la mañana se había iniciado parece que iba ganando algún tipo de colorido. Los nubarrones matutinos habían desaparecido. Flotando en aquel cielo azulado se dispersaban algunas nubes blancas. El sol había asomado con fuerza y la jornada en nada se parecía a lo acontecido horas antes. Decidió entonces, sin demasiada prisa, pero sin perder el rumbo, encaminarse hacia el centro sanitario. No tenía nada más que hacer en aquel momento y, si tenía algo de suerte, al llegar a la fila que seguramente se encontrase, podría recibir aquella dosis antes de lo esperado.

Apenas transcurrieron veinte minutos cuando había cruzado la ciudad desde su lado sur, cerca de un gran parque que había constituido el pulmón vegetal de la ciudad desde su inauguración a principios del siglo XX, y se encontró ante sus ojos el edificio renovado de aquel centro, muy funcional, por cierto, aunque arquitectónicamente poco atractivo.

-Buenas tardes. –saludó a quien se hallaba al final de aquella enorme fila –. ¿Es usted la última para ponerse la vacuna, señora?

-Así es, caballero. Esta tarde parece que hay menos personal o que van con un poco de retraso, pues algunos de los convocados al comienzo de esta cola, llevan varias horas aquí. ¡Ni que fuesen a comprar una entrada para un espectáculo de famosos o de algún partido de fútbol de los equipos punteros! Yo misma vine con tiempo y veo que tendré que esperar…

-Gracias, señora. Paciencia habrá que tener entonces.

Apenas habían transcurrido unos minutos, cuando decidió sacar un cigarrillo de su paquete y encenderlo. Echó en ese momento la vista atrás y vio que ya no se encontraba el último, sino que al menos dos docenas de personas le seguirían en aquel engorroso y necesario paso hacia la lucha contra la pandemia. Entre aquellas personas no pareció encontrar ninguna cara conocida, aunque realmente no era así.

Como si de un hilo invisible que a veces une las vidas de dos seres que nunca se han visto y que en el preciso instante en que cruzan sus existencias reciben un influjo mutuo, aquel día ocurrió algo que alteraría la rutina de dos personas, a pesar de sus diferencias y de la distancia física y emocional que les había tenido separados durante años.

El leve movimiento de Samuel al apartarse de la anciana que la precedía en la fila despertó el interés de alguien que se hallaba varias posiciones atrás. Era una muchacha que, a pesar de sus jóvenes facciones, enmascaraban una edad mayor de la que aparentaba. Quizá incluso podía tener una edad parecida al hombre gris del cigarrillo, aunque el gesto de la joven mostró que no era nadie ajeno. <¡Es el hombre gabardina de esta mañana, al que le manché de café! ¡Qué gracioso, aún se le ve un poco de la mancha!>, pensó la muchacha para sí.

La inquietud se adueñó entonces de aquella mujer que rondaba la cuarentena, pero que su personalidad, sus jeans, la hacían tener una presencia más juvenil que no había sido atisbada por Samuel en el encontronazo de la mañana. Sin embargo, la impronta que había quedado sobre ella sí le hacía recordarle: su presencia algo desaliñada, aunque discreta, pues no usaba nada más que pantalón vaquero de corte clásico o algún pantalón de pana si el tiempo lo requería, su chaleco de hilo por encima de una camisa sin estridencias, su pelo recortado y su atisbo de barba que más bien pareciera una carrera de hormigas. Entonces miró aquella fila y se puso a contar cuando sería el momento idóneo para volver a encontrarse con aquel hombre que tan buena impresión había despertado. Se puso a contar mentalmente desde su posición para ver la distancia que les separaba y se dio cuenta de que era el 48 de la fila, ella lo sabía, estaría más cerca de él, pues sólo ocupaba el 63. Seguramente cuando ella alcanzase la entrada del centro, él estaría saliendo en ese momento y sus miradas volverían a cruzarse.

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6 COMENTARIOS

  1. Gracias a todos!! Un auténtico honor que a pesar de que no hable de judíos e inquisición, tenga seguimiento tan fiel y tantos elogios.
    Que disfrutéis de la lectura y de esta semana recién comenzada.

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