Michael Houellebecq: Serotonina

En la obra de Houellebecq, tenía el escritor galo que llegar a esto: la historia de una persona profundamente infeliz que, en palabras de su médico, debería estar muerto, pues su grado de sufrimiento, medido por las técnicas modernas en detección de niveles de hormonas, es el mismo de aquellos que han pasado de la simple depresión, por profunda y crónica que esta sea, al puro estado vegetativo.

Como siempre, se narra la peripecia de un miembro de la clase media; como siempre, se trata de alguien a quien aturde el aburrimiento, alguien a quien atormenta el sentimiento de culpa, alguien que se desprecia a sí mismo. Como siempre, a nosotros, pobres mortales que no participamos de la sofisticación mental de un burgués con la vida solucionada desde el nacimiento, los temores o más bien terrores de un individuo que en lo material lo tiene todo cubierto y que en lo espiritual raya en el vacío absoluto, nos parecen de lo más artificiosos: la mentalidad de alguien a quien el hastío provoca una depresión por el sencillo motivo de que quien no tiene problemas se los inventa. Inventados o no, los problemas del protagonista de Serotonina devienen en muy reales, en demasiado reales. Tanto es así, que este sadomasoquista de la clase media alta se encenaga en sus recuerdos como fracasado en las lides amorosas, como derrotado en la vida laboral construida alrededor de la burocracia francesa que le da, y bien, de comer, pero que, al mismo tiempo, le deja, porque el hombre tiene espíritu autocrítico, con la, para él, molesta sensación de ser un don nadie, un mantenido.

Un mindundi. Y a este mindundi, que se obstina en recrearse en el lado oscuro de su vida, en lo que debería haber olvidado pero que, al contrario, mantiene vivo en su memoria híper desarrollada para los aspectos siniestros de la vida, a este mindundi, a este pelagatos al que alguien debió haber explicado que el Universo no gira en torno a él, la suceden cosas cada vez peores porque él mismo las provoca, porque él mismo busca a esa amante perdida (una constante en la obra del escritor galo) para mortificarse con los recuerdos de algo que tuvo y ya no tiene, entre otras razones, porque él mismo no se considera merecedor de la felicidad, esa entelequia que los sabios se abstienen de perseguir porque, como toda entelequia, la felicidad no existe. Un enterado dijo que lo más parecido a la dicha que vamos a encontrar en este valle de lágrimas es la paz. Pero como el protagonista de esta, por otra parte, excelente novela no ha sido aleccionado por los filósofos de la Antigüedad, sino por los profetas del consumismo, de la competitividad y del materialismo exacerbado, su vida solo lo conduce a un callejón sin salida: el de la soledad, el abandono y, finalmente, la locura. Ándense ustedes al loro, no vayan a caer en la trampa del victimismo, la vida asocial y el mal rollo a tutiplén. De nada.

Emilio Morote Esquivel.

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