De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (59)

La importante venta de paños al rey de Portugal pondría a Juan de la Sierra en el primer plano de la pañería no sólo de Ciudad Real sino de los más relevantes de la Castilla meridional.

“Hidushe ha-Torah”, de Nahmanides como Moses ben Nahman, 1489 (FUENTE: New York Public Library)

La aparición de la nueva Menorá, a modo de regalo para celebrar aquel Shabat tan especial, supuso un bálsamo con el que remediar las heridas que parecían haberse abierto en el matrimonio ante las repetidas ausencias del mercader de su casa, descuidando los deberes que su esposa exigía. Aquel objeto de formas tan cuidadas, encargado en secreto a un herrero de mucha confianza, provocaría el efecto deseado y así se lo hizo saber días después a Beatriz:

-Sabes muy bien que siempre te he respetado como mujer y, a pesar de mis flaquezas como judío, nunca te desanimé para que tú misma continuases instruyendo a nuestros hijos en las creencias de nuestros antepasados. Demasiado fue tener que soportar esa carga a mis espaldas por mor de que los Hombres de la Cruz me condicionaron a que nuestra familia fuese obligada a ejercer el cristianismo puro. Sabes perfectamente que, en ningún momento, te forzaría de la manera más vil a ello, como ocurrió con Pampán y su mujer, aquella María González que, cuando fueron procesados por el Santo Oficio, tardó muy poco en ir a llenar los oídos de los jueces de todas las intimidades de su matrimonio, por muy mal carácter que tuviese su esposo ¡Antes me hubiera cortado una mano con la que negociar mis tratos de venta de paños si se me hubiera pasado por la cabeza tratar de alzarla sobre ti! ¡Nunca dudes del respeto y del amor que te profeso, aunque en ciertas ocasiones los negocios me muden el carácter y me alejen de vosotros! Difíciles son ya las circunstancias que nosotros atravesamos, pues ni de criados ni de criadas hemos de fiarnos, ya que serían las primeras que vayan con el cuento a nuestros enemigos, tanto a los cristianos viejos o como a cualquiera de los religiosos que verían con muy buenos ojos que nuestros cuerpos ardiesen en alguna de sus piras. Llevan mucho tiempo esperando que eso mismo ocurra, y me niego a darles la razón. Como ya te dije, ¡te ofrecería mis dos manos antes de ponerte la mano encima!

-No te preocupes, amor mío, pues ya sé que me amas con locura. Sólo que me tenías preocupada y, tras saber lo de esa venta tan importante de paños en Portugal, me he quedado mucho más tranquila. Una es mujer y siempre se pone nerviosa ante las injustificadas ausencias de su esposo, y ni yo misma no soy una excepción. Además, el nuevo candelabro que encargaste no ha hecho nada más que acrecentar mi amor por ti. Sabía qué harías algo especial al respecto, pero nuevamente has superado todas mis expectativas, aunque nunca llegarás a superar el día en el que pediste mi mano a mi padre. Eso jamás se podrá borrar de mi memoria, pues a pesar de ser un jovenzuelo muy locuaz, ese día te comportaste como un auténtico hombre, mostrando la seriedad que el momento requería y que mi propio padre esperaba de ti. En cuanto a nuestras creencias, seré discreta cuando estemos con las criadas y el resto del servicio presentes, para así no estar en boca de nadie. Cuenta con ello, querido Juan.

Pasaron entonces aquellas jornadas tan placenteras y llegó el día en el que se vieron interrumpidos una noche en la que no cesaban de oírse repetidos golpes procedentes de la aldaba de la puerta principal:

-¿Quién va a estas horas tan intempestivas molestando? ¿Qué sucede para tanta premura? –respondió el criado de Juan de la Sierra cuando había alcanzado el zaguán, hallándose al otro lado de la puerta.

-Soy Francisco, amigo de tu señor. Necesito que me abras con urgencia. Tengo que hablar con él de inmediato. –respondió presuroso el inesperado visitante. En ese momento se abrió el ventanuco con el que confirmó el criado la identidad del nocturno visitante.

-Señor González. ¡No faltaba más! Pase usted enseguida, pues la noche no está para estar soportando el frío que hace en la calle.

-Buenas noches, José. ¡Perdón por la nocturnidad! ¿Me podrías avisar a don Juan en cuanto puedas?

-En un instante, don Francisco. ¡Acérquese a aquel banco, cerca del fuego, para que pueda descansar, pues lo veo fatigoso!

-Gracias, hombre. Te lo agradezco. Aquí esperaré.

El ya maduro criado, que había sido fiel a la familia durante años desde que la difunta Leonor lo contratara rompiendo la coraza suspicaz de su amado Alfonso, a pesar de ser un cristiano convencido, se encaminó a la recámara de sus señores, portando la luminaria que le abriese paso con el fin de tratar de hacer el menor ruido posible. Alcanzado el lugar deseado, emitió unos leves golpes en la puerta, que recibieron una pronta respuesta:

-¿Quién osa interrumpirme a estas horas? –respondió malhumorado el mercader, que ya había empezado a coger el sueño.

-¡Discúlpeme señor! Soy José. Tiene una visita que requiere su inmediata presencia. –respondió con susurros, sólo audibles para aquellos que se encontraban en esa habitación. Es don Francisco González y requiere verle de inmediato. –continuó con la explicación el criado, al oír llegar a su amo a la puerta.

-Está bien. Esperad un momento.

Tras abrir sigilosamente aquel portillo, ambos abandonaron el lugar para encaminarse escaleras abajo. En ese preciso instante, el visitante nocturno se puso en pie mirando seriamente a su anfitrión.

-Buenas noches y disculpad las molestias por visitarlo a estas horas. Debo hablar con usted, a no más tardar.

-¡Acompañadme! –respondió Juan. – Gracias José. Puedes marcharte hasta que te avise. –el criado respondió con un leve gesto de asentimiento.

Tras cerrar la puerta en la estancia donde ambos se habían alojado, Francisco comenzó a contarle las noticias que le habían llegado de Toledo y que estaban directamente relacionadas con su familia. Como mercader que también era, Francisco González había sido informado de que en la ciudad otrora capital del reino visigodo había sido quemada en efigie una importante mujer de la comunidad conversa de Ciudad Real, la tía de Juan, María Díaz “La Cerera”.

-¿Estás seguro que no la han cogido?

-No, don Juan. Nadie sabe dónde se encuentra doña María, pues sabe usted muy bien que fue una de las primeras condenadas por la Inquisición cuando el tribunal se instaló en esta ciudad y, aunque han pasado más de diez años desde entonces, aún no han logrado atraparla.

-Como diría su buen amigo Sancho: ¡“Tamaña hembra” que nunca le tuvo miedo a nada ni a nadie! ¡Lástima que tras mi regreso a Ciudad Real no haya vuelto a saber nada de ella! Gracias por tu aviso, pues a pesar de no conocer su paradero, me alegro de que esté aún viva. Siempre supo sobrevivir en las condiciones más adversas y, si aún Adonay la protegiese para seguir con vida, lo que no te aseguro pues ya frisará más de setenta años, continuará dando guerra allá donde esté.

-A su servicio y para lo que necesite, pues una persona como yo nunca olvida a sus amigos y, más aún, a aquellos que le tendieron la mano cuando las adversidades le tenían atrapado.

-Nada más lejos de la realidad, estimado Francisco, pues seguramente te debería más yo mismo si no me hubieses ayudado en la búsqueda de mi propia madre.

-Además… hay otra cuestión que vengo a tratar esta noche, pues nunca dejaré de recordar aquella ayuda en tan duros momentos de apuro en los que me vi en el pasado. Aquí traigo algo para vos, que a buen seguro le dará el uso que merece. Acabo de regresar de Portugal… y una cosa llevó a la otra.

-¿Cómo es posible tanto gozo ante esta grata sorpresa? –fueron las primeras palabras de aquel emocionado mercader al descubrir lo que se ocultaba bajo aquella tela – ¿Qué más podría pedir en estos momentos, amigo mío, que me llenase más de alegría? –sus ojos se iluminaron ante esa joya impresa procedente de Lisboa. Según le mencionó su amigo, el tipógrafo judío que lo había llevado a cabo era conocido como Eliezer Toledano, aunque desde el decreto de expulsión de los judíos nadie había sabido nada más de él. Ante tal respuesta, el testigo de la emoción de Juan de la Sierra no pudo contener la suya propia y se unió a momento tan jubiloso.

Tras este breve diálogo y el consiguiente apretón de manos a modo de agradecimiento, el señor de la casa avisó a su criado para que abriera nuevamente el portón principal por la que su amigo, el mercader Francisco González, desaparecería discretamente por las callejas de Ciudad Real al amparo de aquella oscura y fría noche.

Mientras, en el interior de su morada, el mercader nacido en tierras de Fregenal, aunque afincado ya tantos años en Ciudad Real, disfrutaría del tacto de aquel ejemplar de una obra de Nahmánides, su Hidushe ha-Torah”, aunque lo que nunca llegaría a saber es el destino de su impresor, que quizá hubiese encontrado en Fez o en cualquier otro territorio un nuevo lugar donde continuar su labor tipográfica. ¿Acaso podría estar al corriente Juan si el impresor se hallaba aún con vida o si la expulsión de los judíos le había llevado a perderla en un intento desesperado por conservarla? Las turbaciones que le asaltaron en aquel instante llevaron a aquel emocionado hombre a perder la noción del tiempo y a olvidarse de que las horas de la noche iban pasando sin haber regresado a su dormitorio, donde su esposa parecía haberse desvelado tras encontrar su lecho más frío que de costumbre al carecer del calor compañero de su esposo.

En ese momento, Beatriz se había levantado de la cama para ir en la búsqueda del marido ausente, pues no entendía qué motivos tendría para no estar junto a ella a esas horas de la noche.

-¿Qué ocurre Juan? –inquirió al verle sentado al pie de la escalera portando el ejemplar obsequiado por su amigo.

-¿Qué haces aquí con el frío que hace? Perdóname por haberte dejado sola sin avisar, pero tuve una visita inesperada, de la que ya te iré contando cuando descansemos un poco. Regresemos, pues, a nuestra recámara que este fresco no es bueno ya para nuestros huesos.

-Está bien, querido. Volvamos entonces y mañana me lo cuentas con más calma. –respondió cómplice su esposa.

Pasarían los días y los negocios de paños irían viento en popa, a pesar de que el cerco sobre su persona se había estrechado. Necesitaban un cambio de residencia. Algo más discreto. Juan estaba pensando en iniciar la mudanza a otro lugar donde tuviese más espacio para sus florecientes negocios, aunque aún no se había decantado por ninguno en particular.

A pesar de que el negocio de los paños se había logrado consolidar, encumbrando a la familia de Juan entre las más ricas del momento, el mercader no se conformaría con estrechar solamente lazos con las tierras portuguesas. Sabía que sus miras debían ir más allá, a las ciudades más prósperas del norte de Castilla, donde las ferias y los mercados movían las mercancías en las cantidades que le llevarían a adquirir mayores beneficios. Segovia, Burgos, Medina del Campo, la salida al mar por el norte, se convertirían en sus siguientes objetivos, una vez que el contrato con el monarca portugués se había logrado cerrar, dejando en muchas ocasiones el encargo de sus envíos a sus hermanos, aquellos que también se harían cargo no sólo de la venta de los paños sino de la adquisición de la materia prima en las tierras del Campo de Calatrava, en poblaciones como Almodóvar del Campo donde había roperos que le suministraban lo que él necesitaba. Además, quería aprovechar la vía que le ofrecía la cañada conquense para obtener mayores ganancias. Se había convertido en un mercader ambicioso, algo que a veces asustaba a su propia mujer, Beatriz, aunque no siempre había sido así.

Recordaba él cómo aquel bello rostro, acompañado de su supuesta candidez, le enamoró. ¡Qué equivocado estaba! ¿Candor? ¡Qué lejos se encontraba de la realidad! Beatriz llevaba ya demasiado tiempo poniendo los ojos en aquel díscolo muchacho que le despertaba la mayor de las alegrías y que, ante sus más que celebradas y afamadas travesuras, le provocaba frecuentemente más de una sonrisa.

Consecuencia de aquellos amores soterrados de ambos sería el acuerdo sin apenas discrepancias al que llegaron sus respectivos padres: Fernando González Fixinix, progenitor de Beatriz, y Alfonso González del Frexinal, padre de Juan.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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2 COMENTARIOS

  1. Detalles interesantes de la época y del entorno. Como curiosidad, en 1474 los labradores de Almodóvar del Campo se ensañaron con los conversos fugitivos de Córdoba. El 31 de marzo de 1492 son expulsados cerca de doscientos judíos. Es cierto que se traficaba con lanas y se practicaba la labor de paños……

  2. Gracias Charles por tus aportaciones y elogios. Un gusto poder compartir comentarios vinculados a mis publicaciones. Siempre resulta enriquecedor. Espero que te sigan gustando las restantes como hasta ahora. Hasta pronto.

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