De traperos, heresiarcas y hombres de Dios (69)

Las lágrimas de aquel muchacho continuaban a pesar de que sabía que gozaba del amor de su amada. Pero ¿dónde se hallaría en aquel instante? Esa pregunta le atormentaba pues el precio de su amor había sido demasiado alto y ya no había posibilidad de dar marcha atrás pues la justicia le perseguiría, sería un proscrito, además de que en aquel momento se encontraba solo, pues la joven de la que quedó prendado no le acompañaba ya que incluso había desaparecido de la casa donde vivía con su padre. Pero lo que aún le desgarraba por dentro mucho más era la pérdida de su propio progenitor, al que tuvo que abandonar postrado en aquel frío suelo de su vivienda.

Tras unos instantes de vacilación, aquel joven abandonaba la casa que había supuesto su última morada en aquella villa de Híjar. Abatidos en el suelo se hallaban tanto su padre, agonizante, que le había rogado que se marchase sin mirar atrás como, más en el interior de aquella estancia, se encontraba el padre de Susana, el anciano Antonio, descalabrado por el golpe recibido por el muchacho, aunque aún respiraba levemente, algo que el muchacho desconocía.

Con rostro circunspecto y cierta cautela el joven Juan fue caminando por las modestas calles de aquella población para dirigirse hacia las afueras del lugar. No sabía dónde dirigirse y en aquel momento se acordó de la única persona que podría ampararle sin miedo a que la gente la pudiera cuestionar. Demasiado bien conocedora de las adversidades de la vida era la dueña de aquella modesta morada. Frente a ella estaba el jovencito, pues a la puerta de la casa de “La bizca” golpeó suavemente entonces.

-¿Quién llama a horas tan inoportunas y madrugadoras? –se oyó desde el interior como respuesta ante la insistente repetición de Juanillo.

-¡Soy yo, señora Aurora, el hijo del forastero! –respondió casi con susurros.

En ese preciso instante se entreabrió la portezuela que servía de acceso a la modesta morada de aquella herbolera. La cariacontecida faz del muchacho no ofrecía lugar a dudas de lo que pretendía de aquella anciana y, sin más dilación, ella le invitó a entrar.

-¿Qué se te ofrece muchacho? ¿Acaso no deberías estar camino de los campos que están a cargo de “El tuerto”? No creo que te reciba de muy buena gana si llegas tan tarde y sin ningún tipo de excusa convincente. –indicó malhumorada la mujer con el fin de hacerle soltar la lengua, para así confirmar lo que suponía era el auténtico motivo de su visita.

-Verá, señora… Creo que eso quizá ya no sea posible. Deseo encontrar a Susana pues debo hablar con ella y no sé dónde podrá haber ido. Si yo le contara lo que ha ocurrido sabría que poco me puede preocupar ahora estar pendiente de las faenas en que las trabajé hasta ahora.

-Ya veo, pero ¿qué es lo que te ha ocurrido que sea tan importante como para buscar a la joven y no querer saber nada del trabajo con el que hasta ahora te ganabas la vida? Sólo veo que te comportas como el chiquillo que eres y que no quieres ir hoy a sudar pues parece que el día va a ser más caluroso de lo habitual. ¿No es eso lo que te ocurre, muchacho?

-Nada más lejos de la realidad. Ojalá me sirviera una excusa así. –respondió entre un mar de sollozos, que pusieron en guardia a la anfitriona. –Déjeme entonces que empiece por el principio…

>Como ya sabe usted mejor que nadie, Susana y yo estamos enamorados y en un día en que dimos rienda suelta a nuestros más bajos instintos, llegamos incluso a copular sin ponernos ningún tipo de freno. La consecuencia de aquello ya bien la conoce desde entonces.

>Tras aquello, sin embargo, por una y otra parte, nuestros respectivos padres se enteraron de lo que habíamos llegado a hacer, aunque ellos mismos tenían sus propios planes, muy diferentes, acerca de nuestro futuro. Pero ya no había nada que hacer, pues el mal estaba ya hecho.

>Con mi padre, me llevé una buena reprimenda y algún que otro amago de darme una paliza, algo que nunca se había visto forzado a hacer, ¡qué duda cabe! Pero ahí no acabó todo…

>En casa de don Antonio ocurriría lo peor, pues el padre de Susana estaba preparando con don Bernat su enlace matrimonial con el mastuerzo de Bastián, ya sabe usted que es muy corto de entendederas…

-Abrevia un poco, muchacho, abrevia, que se va a hacer de noche y no puedes permanecer aquí sin que nadie te haya podido ver, además de que una no suele ser tan madrugadora para evitar a muchas gentes que poco desean verme. –interrumpió bruscamente la anciana, tratando de averiguar todo lo acontecido antes de decidirse a mostrar sus cartas.

-Como iba diciendo…, fue entonces cuando sucedió lo peor: anoche se presentó don Antonio en nuestra morada, aquella que nos había alquilado don Bernat como todo el pueblo sabe, para echar en cara a mi padre que había consentido que mancillase el honor de su hija, lo que es cierto sólo en parte. ¡Lo nuestro es amor, aunque nadie nos comprenda! Pues bien, la discusión se sucedió en nuestro hogar mientras yo aún permanecía escondido, ya que era a mí a quien buscaba el anciano para darme tremendo escarmiento. Precisamente, al no quedarme demasiado quieto pues no quería perder el hilo de aquella conversación, yo mismo me delaté al distraerme y el padre de Susana fue a por mí al fondo de la estancia. Me tenía a su merced cuando llegó por detrás mi padre a su altura recriminándole su actitud. El enfrentamiento subió de tono hasta tal extremo que don Antonio se abalanzó sobre la persona más importante de mi vida (a la que ahora se une Susana) con una daga o algo así, pues el brillo del filo era evidente. Entonces vi cómo le asestó una violenta puñalada a mi progenitor, dándome en ese momento su espalda. La ira se adueñó de mi persona en ese preciso instante y, aprovechando que no me tenía a la vista y asiendo un bastón, me abalancé sobre el intempestivo visitante arreándole con todas mis fuerzas.

-Pero ¿me estás diciendo que hay dos personas muertas en vuestra casa y tú aún sigues por aquí? ¿En qué lío me quieres meter, jovencito? ¿Acaso no sabes que más de un hijarano o hijarana me mira con unos ojos como si yo fuera una bruja montada en una escoba? ¿Por qué has ido a parar a mi casa para comprometerme y no has echado a correr ya lejos del pueblo?

-No lo sé, señora Aurora. De mi padre quizá sí le podría afirmar su triste final, pues me rogó con las escasas fuerzas que aún le quedaban que me alejase rápidamente de allí con lo que llevo conmigo. Del otro cuerpo no puedo aseverarlo, aunque sí le di en toda la cabeza y con las fuerzas que pude. –respondió aún con la respiración entrecortada al no poder contener su gimoteo.

-¡Maldito seas, Juan! ¿Te has atrevido a matar a mi padre? –salió de repente una enérgica voz del fondo de aquella casa. La oscuridad se había adueñado de aquella estancia, aunque no ofrecía ninguna duda de quien era la portadora de aquellas palabras.

Sorprendido, el mozalbete no supo qué hacer. Miró primero inquisitivo y recriminador a la anciana al no alertarle de su presencia, para seguidamente dirigirse hacia la que en ese momento surgía de la penumbra: Susana.

-¡Espera, muchacha! Por lo que acabas de oír muy bien contado por tu amado, no puedes afirmar que tu padre haya perdido su vida. En todo caso, sería él quien pudiese tener algún reproche, ya que parece ser que el forastero, su padre, sí puede haber fallecido. ¿No lo crees así? –intercedió la anciana en aquel desencuentro entre los jóvenes enamorados.

-¡Está bien! Pero ¿cómo es posible que estés aquí y por qué? –aceptó la afirmación de la herbolera e inquirió la muchacha dirigiéndose hacia Juanillo.

-…Mi padre así me lo aconsejó y el primer lugar que se me ocurrió para ponerme a salvo fue la casa de doña Aurora. Aquí casi nadie vendría en todo el día por el mal concepto que tienen de ella y podría ocultarme hasta encontrar una solución. ¡A quien no esperaba encontrarte es a ti, pues supongo que ya estarás contenta con tu futuro esposo, ese que te buscó tu padre! –expresó el muchacho a modo de reproche– ¿Acaso me crees tan estúpido para no darme cuenta? Mi padre ya me había advertido que no debía asumir tantos riesgos, menos aún en cuestiones del corazón, y mira al final en que ha derivado todo esto: ¡Lo he perdido para siempre! –respondió enfadado, reprimiendo entonces el torrente de lágrimas que parecían manifestarse a las puertas de sus irritados ojos.

No cabe duda de que en aquel preciso instante el amor que había unido a ambos jóvenes parecía que estaba a punto de quebrarse. Ambos se reprochaban que sus respectivos progenitores pudiesen haber perdido la vida por culpa del otro. No se habían planteado en ningún momento las consecuencias de las propias acciones que ellos llevaron a cabo. ¡Pero habían sido ellos mismos los causantes de aquel fatal desenlace! Uno y otro sabían que era así, aunque la ceguera que sus emociones encontradas habían provocado les condujo a descargar toda la responsabilidad sobre la otra parte. Pero en aquella modesta vivienda no se hallaban solos. La madurez de la anciana puso algo de cordura ante tales regaños y desvaríos:

-Susana, ¡ven aquí! Juan, ¡tú también! –ordenó la anciana con autoridad a ambos que se sentaran en los taburetes que se hallaban frente al hogar, mientras ella se acercaba una silla que oportunamente colocó entre los dos.

Uno y otro, sin rechistar, obedecieron a aquella mujer, que demasiado conocía de las desventuras e infortunios de la vida como para estar perdiendo el tiempo en discusiones con aquellos dos chiquillos, a los que llevaba demasiado tiempo protegiendo en sus veleidades.

En aquel momento, Aurora tenía claro que debía templar los ánimos de sus inesperados huéspedes para hallar la solución más conveniente que les sacara del entuerto en el que se hallaban. Tajante, en ese momento, les propuso:

-Sé que a los dos los acontecimientos os han sobrepasado. Ninguno de vosotros esperaba que vuestros encuentros furtivos acabaran de esta manera. ¡Bien sé cuáles son los miedos que ahora mismo os asaltan, pero debéis pararos a pensar cuál deberá ser vuestro siguiente paso y no seguir enfrascados en reproches el uno con el otro! No podéis continuar con ello ni tampoco en esta casa, pues tarde o temprano comenzarán a buscaros y llegarán hasta aquí. Del resto poco os he de contar, pues las terribles consecuencias nos afectarían a los tres.

>Susana. Tú me dijiste que el muchacho que eligió tu padre, de acuerdo con Bernat “El tuerto”, para que fueses su esposa, era ese Bastián del demonio, que siempre está hostigando y espiando detrás de cualquier puerta o esquina con el fin de averiguar cualquier cosa con la que chantajear al más pintado. ¡Demasiado bien lo sé pues lo lleva en la sangre, como ya ocurriera con su difunto padre! Y, como era de esperar, descubrió vuestro secreto y se lo dijo a tu padre. –dirigiéndose a aquella hermosa muchacha.

>En cuanto a ti, Juanillo, supongo que demasiado tienes con recordar el yacente cuerpo de tu padre como para pensar en algo más en estos momentos. Quizá sería recomendable que ambos fueseis al cuarto que tengo ahí atrás y, cuando llegue la noche, os diré lo que vamos a hacer. Mientras tanto, no quiero oír ni tan siquiera un susurro ni ninguna discusión entre ambos. Aquella estancia es demasiado pequeña para mantener mucha distancia entre vosotros, por lo que espero que os comportéis como es debido y no hagáis ninguna tontería mientras estéis allí. ¿Estamos todos de acuerdo? –tras la perorata de la anciana herbolera, el sordo asentimiento de los jóvenes fue la única respuesta que recibió.

Aún quedaban varias horas para que el manto oscuro arropase las calles y edificios de Híjar. Aurora tenía que planear algo al respecto, pues aquellos insensatos podrían correr mucho peligro y sus carnes no estaban para demasiados trotes con los que emprender una repentina huida. Sabía que los chicos debían abandonar aquella casa, que se asemejaba más a una vivienda abandonada por lo destartalado de varios de sus muebles y los escasos arreglos que se habían realizado en su maltrecha estructura. Hacía tiempo que “La bizca” tenía problemas de salud, sus maltratados huesos le impedían hacer esfuerzos físicos que le condujesen a portar objetos de cierto peso, además de que tendía a asfixiarse en cuanto andaba y trajinaba más de lo necesario. De pronto le vino a la mente un plan. Los dos debían irse juntos para llevarlo a cabo. El destino no estaría lejos, aunque había llegado el momento de comunicárselo:

– ¡Podéis salir de ahí! –susurró la anciana, acompañándolo de unos leves golpecitos en la puerta de la estancia donde los jóvenes se hallaban.

– ¿Seguro que no hay peligro, señora? –respondió Juan ante el aviso sorpresivo, que había provocado que ambos saliendo de un leve estado de letargo.

– ¡Que síii! ¡Válgame, Dios! Hasta el último momento me vas a dar dolor de cabeza, muchacho. –respondió maternal la mujer.

En ese instante, cautelosos ambos, la moza detrás del rapaz salió de la habitación, que generalmente hacía casi de trastero, donde incómodamente habían pasado las últimas horas. Antes de que cruzasen el umbral para llegar a la estancia principal donde se hallaba la anciana, al muchacho de pronto le sonaron ostentosamente las tripas de tal manera que ambas mujeres no pudieron reprimir una sonrisa además de una mirada cómplice, atenuando la carcajada que en otras circunstancias hubiera celebrado la jocosidad del momento.

-Veo que ya hace tiempo que no pruebas bocado, jovencito. Y tú, muchacha, a pesar de qué te rías de él, ¿estarás también igual o me equivoco? –inquirió la herbolera, sabiendo que aquella situación retrasaría de nuevo los planes que había dispuesto para ambos.

El rostro y el mutismo de ambos reflejó el hambre que tanto una como otro llevaban arrastrando desde la noche anterior.

El fuego de Aurora fue dispuesto de inmediato para poner algo con lo que reponer aquellos cuerpos tan hambrientos. Sabía que con aquello la noche se les había echado encima y no sabría cómo indicarles el lugar dónde ir para que estuviesen resguardados de las gentes de Híjar. Sólo se le ocurrió una solución al respecto: al acabar aquella cena, debía acompañarlos, pues como mujer experta en recoger hierbas para sus preparados se conocía todos los recovecos de los alrededores.

Tras la ingesta de aquellos alimentos preparados por la anciana, dirigió su mirada a los huéspedes que tenía frente a sí y les explicó:

-Ha llegado el momento de explicaros lo que ahora vamos a hacer, pues en esta casa no podéis continuar cuando las primeras luces del nuevo día amarilleen los campos de Híjar. Debéis poneros a salvo, pues a lo largo de esta tarde os habrán estado buscando. Mientras vosotros permanecíais en el trastero y aún era de día, traté de observar por el ventanuco por si alguien se acercaba a esta casa, aunque no fue así y eso me hace recelar aún más.

>En primer lugar, os daré algunas cosas con las que poder comer las próximas horas y que vuestros estómagos no se vuelvan tan alborotadores como le sucedió a Juanillo. Ayudadme con aquello que hay allí, pues partiremos un pedazo y, colocándolos en aquel zurrón, lo podréis llevar para el camino.

-Pero…señora, ¿acaso está echándonos de su casa a estas horas siendo noche cerrada? ¿Dónde podremos ir si no se ven ni tan siquiera los caminos? –preguntó alarmada la muchacha.

-No te preocupes, querida niña, pues donde pretendo que paséis al menos esta noche es un lugar que conozco bien y al que os acompañaré. A la vuelta, nadie me estará vigilando pues sé cómo ocultarme desde hace muchos años. –respondió Aurora tranquilizadora.

>Como os iba diciendo, y en segundo lugar, voy a ir con vosotros al lugar donde pasaréis la noche, pues es secreto y nadie más debe saberlo. Mi vida está en peligro si llega a otros oídos, ¿estamos de acuerdo?

-Sí, señora Aurora. Le agradecemos todo lo que hasta hoy ha hecho por nosotros, además de protegernos en un día tan aciago como el que está anochecido. Nunca podremos devolverle ni tan siquiera una mínima parte de los favores que nos ha realizado. ¿Qué quejas podríamos tener ante una mano tan tendida como la suya? Haremos lo que usted nos dice. –respondió agradecido y contundente el muchacho, y a ello vino acompañado la mirada asertiva de la jovencita.

Tras recoger sus respectivos hatos y un pequeño candil con el que orientarse cuando se alejasen de las calles del pueblo, los tres se encaminaron en la búsqueda del sitio que siempre había protegido “La bizca”, manteniéndolo oculto, para así tener guardados ciertos secretos que ella mismo allí guardaba. Era su guarida para los tiempos difíciles, aquellos que los que sabrían que volverían a surgir, como ya ocurriera con su madre. La intolerancia y la ignorancia de muchos y la maledicencia de unos pocos serían los causantes de que aquella anciana siempre hubiese tenido que adoptar medidas de cierta cautela para sobrevivir. Y sabía ahora que aquella joven pareja los necesitaba aún más que ella misma, pues estaban en una auténtica encrucijada: salvar su vida a pesar de abandonar la que habían disfrutado hasta ese momento.

-¿Tenéis todo preparado para marcharnos muchachos? –inquirió la anciana antes de salir a la calle y tras haber oteado tras el ventanuco próximo a su puerta principal para comprobar si había alguien que en la noche les pudiera sorprender.

-Llevamos todo señora. Cuando usted quiera nos pones en marcha. –manifestó el muchacho.

Con cierta cautela, cruzaron entonces el umbral de aquella modesta morada para encaminarse a las afueras de la población. El destino sería de sobra conocido por Aurora, mas los jóvenes ya habían sido avisados de qué tipo de lugar sería con el fin de ser prevenidos.

Las sombras de la noche fueron el manto perfectamente que protegió las figuras de aquellas tres personas que abandonaban furtivamente la villa de Híjar. Tras transitar por senderos que sólo los conocía la herbolera o personas que necesitasen estar ocultas, se encontraron próximos a la covacha que hacía muchas veces de almacén o incluso de lugar donde preparaba sus ungüentos la anciana. Estaba oculto tras varios tablones de madera que habían sido convenientemente tapados, dando la impresión de que ningún acceso pudiera existir allí.

-¡Hemos llegado! –exclamó la vieja. –¡Ayudadme a retirar estos dos tablones, pues con ello será suficiente para que permanezcáis ocultos esta noche, resguardándoos de la menor temperatura cuando amanezca! Ya sabéis que debéis permanecer aquí el día de mañana hasta que se eche la noche encima y luego, si os atrevéis, abandonad este lugar dejando la entrada como os la habéis encontrados. Procurad evitar que las primeras luces del día os encuentren por estos lares, pues ya sabéis que hay mucha gente que para trabajar los campos necesita madrugar mucho. Espero y deseo que con lo que lleváis sea suficiente para, al menos, un par de días con el que no paséis demasiada hambre. –conforme las palabras de la anciana surgían de su boca, su tono cada vez se hacía más atribulado, ya que había ejercido el papel de madre y, por ello, ella misma se preguntaba para sí: <¿Podrán aguantar los infortunios que a partir de ahora les esperan? ¿Tendrán la fuerza suficiente para encararlos?>

Tras un profundo abrazo entre los tres, la anciana abandonó aquella estancia, dirigiéndose hacia su casa por un lugar diferente al de ida. ¡Demasiado bien conocía aquella mujer de cautelas como para mostrar sus cartas y enseñar el camino a la cueva a los desaprensivos que quisieran asaltarla!

Entonces Susana y Juanillo se quedaron solos. Sabían que en ese momento había comenzado una nueva etapa en sus vidas, pero ¿a dónde les condujera ese incierto futuro? ¡Sólo Dios lo sabría en aquel momento!

La noche fue avanzando. Los primeros rayos del nuevo día sorprendieron a los jovenzuelos aún postrados en aquel lugar al que habían accedido la noche anterior. La escasa luz que penetraba por algunas grietas y resquicios de lo que constituía una especie de puerta había ido desvelando a los nuevos huéspedes los diversos objetos y enseres que allí se hallaban dispuestos. Además, también encontraron multitud de restos pertenecientes a los animales que allí se refugiaban: zorros, conejos, roedores, cabras o los sempiternos murciélagos ¿Qué habría sido de doña Aurora se estarían preguntando? ¿Los estarían buscando? ¿Algunos de sus progenitores habría sobrevivido a la anterior noche de desatinos? Todas aquellas dudas estaban en la mente de la hermosa joven y el tímido mozo, pero ninguno de los dos se atrevía a mencionar palabra alguna para no desenterrar viejos fantasmas.

Aquel día había amanecido despejado. Las nubes de aquel firmamento hijarano brillaban por su ausencia. Sería un duro día de trabajo para aquellos que iniciaran las faenas del campo, principalmente para todos los que tenían que labran los campos tirando de las bestias y, más aún, para los que ni tan siquiera las poseían y lo debían hacer ellos mismos. Era típico en aquellas tierras aragonesas que los cultivos se diversificaran y, con el fin de que su producción aumentase para aquellas diminutas parcelas que muchos campesinos poseían, se recurriría no sólo a roturaciones y regadíos sino a otro tipo de cultivo en el que se alternaban cereales, árboles, vides o azafrán. Aún en aquellos territorios no habían arribado los productos procedentes de las tierras conquistadas allende los mares, lo que ocurriría mucho tiempo después.

De todas aquellas arduas labores en el campo se habían alejado tanto Susana como Juan, sin saber cuál sería su futuro. Incluso procuraron evitar pasar cerca de la ermita de San Miguel, que se había erigido para que los campesinos pudiesen cumplir con la asistencia a misa en aquellos momentos en los que las tareas agrícolas eran más obligadas. Se habían dirigido más al sur, donde la cueva se hallaba. Pero ¿dónde se encontraba aquel lugar tan apartado que en tan poco tiempo la anciana los había logrado poner a salvo de los hijaranos? Desconocían donde podrían estar en aquel momento. No sabían que apenas habían andado poco más de media legua, aunque con las sombras de la noche todo se veía diferente. Era una cueva próxima al pueblo perteneciente a los señores de Urrea, que llevaba por apelativo “Gaen”, que derivaba del término Zaén o Zahén cuyo significado era el de emir.

Aún quedaban varias horas para que nuevamente la negrura nocturna les arropase. Mientras tanto debían aprovechar tanto para alimentarse un poco como para almacenar fuerzas con un nuevo descanso. Las exigencias vendrían después.

Entonces se hallaron ambos frente a frente. Las palabras ya no eran necesarias, pues no necesitaban presentaciones ni preámbulos. Los nervios aún les atenazaban pues seguían recordando las malas experiencias recientes. Sin embargo, allí estaban, solos los dos, sin testigos, sin impedimentos, aunque con remordimientos, pero juntos al fin.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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2 COMENTARIOS

  1. La cueva es uno de los lugares de interés de Urrea, situada junto al río Martín y que actualmente se utiliza como refugio por un grupo de cabras monteses. Fantástico…….

  2. Como siempre, gracias por tus elogios y fiel seguimiento Charles. La aventura está a punto de llegar a su fin y me reafirmo aún más en lo dicho por tus aportaciones y continuidad a lo largo de todo este tiempo.
    Te deseo que disfrutes de estos y nos vemos a la vuelta.
    Un saludo

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