A propósito de Jesús Mozos: Obra última (exposición en el Gran Teatro de Manzanares hasta el 28 de mayo)

Manuel Gallego Arroyo.- Usted traza -dichosa cicatriz creativa entonces- con el pincel entintado sobre un papel desnudo y… No, no sabremos si se trata de la trazabilidad de la existencia, si de la generación del cosmos, si de la oposición y complementariedad pitagórica de lo par e impar, femenino y masculino.

Pero es el caso que algo ha surgido con el mínimo gesto, en el gesto y, por supuesto, como gesto. En ese amago, en esa finta tintada va ya la existencia de quien finta la vida, de quien la retrata en un movimiento de sí. La tinta iba impregnada de existencia, de psicología, de hondura sensible e inteligente, era un autorretrato, o tendría que serlo. Se ha generado un mundo entonces. Todopoderoso creador, el gesto consiste en un ¡hágase! Y se hace el lugar, el gran océano continente que un contenido surca. ¡Qué hermosa metáfora de la existencia! Echados a la mar, náufragos en la circunstancia. Mana de esta manera la dialéctica del fondo y de la forma, del plano de la expresión y la gráfica de lo expresado, del espacio y de aquello que lo hace posible (porque el trazo hace posible el lugar). Convivencia de dos cosas, a y b, ying y yang, macho y hembra, par e impar. Enseñanza en fin: no hay espacio sin trazo, ni trazo sin espacio. Que no se da el uno sin el otro, siendo uno casi la razón pura, la matemática, la extensión; siendo el otro la sensibilidad, el tiempo, la existencia.

Algo así es la pintura de Jesús Mozos. Dialéctica de la sensibilidad y de la razón, del espacio y del trazo. De lo occidental y de lo oriental, de lo eterno y lo fútil.

En el ahondamiento consciente de sus fuentes, que es la concienciación de la propia sensibilidad, llegó Jesús Mozos a “la mirada oriental”. Llegó a la pintura sumi-e, sin soltar el pesado lastre de su descubrimiento abstracto. Como buen occidental pasó por la tempestuosa -en el fondo- pasión de la disolución de la figura, de la expresión de anonadamiento y esencialidad que es lo que se ha llamado abstracción. Jesús empezó jugando al expresionismo abstracto. Ese lenguaje que consiste en poner el retrato de sí en el momento de sí; una especie de “sinceración” electrizante, de chorreo de la personalidad, de mancha que copa, camufla, pervierte el lugar. Pollock fue desde luego su primer espejo. Poco a poco, o quizás de un golpe, descubrió la construcción, como si echando el freno al azar, hubiese querido de pronto poner límites a lo subjetivo o incontrolable sacándose de la chistera algo de racionalidad. No podía ser poca aquí la influencia de otro paisano que padeció lo mismo, Alex Serna. Lo que ocurría sin embargo con Jesús, es que se había dado cuenta de que el espacio se construye, y de que está delimitado por el marco. Ahí precisamente, el nuevo mundo, la razón de su obra última: la generación de un ente independiente que no respira sin cicatriz, ni se soporta sin construcción. Es “La memoria líquida” adonde tenía que llegar una vez desplegada la vela oriental. Sí, la memoria, constituida a base de recuerdos y evocaciones. Sí, líquida, porque esa es la condición de su naturaleza. El reflejo moviente de la memoria queda insinuado, y con todo lo evocable y recordable, incoado en el líquido elemento constituido a fuerza de espacio y trazo. Como atrapados en el ensoñado líquido del cuadro, éste espera a que el espectador venga a sumirse, a ensoñarse. La serie de pinturas que Jesús agrupó bajo el título de La Memoria líquida, no puede existir sin la sensibilidad ajena que la reconstruya, es una obra de espectador sentiente que espera la sensibilidad ajena para su reconstitución. En tanto, el mundo generado reposa en la crisálida del cuadro.

En este sentido fue Jesús Mozos un pintor de abstracción sensitiva, sensible. No solo del color. No de la agregación y de la disolución. Ni exclusivamente de la forma; sino de la huella, del trazo, del gesto. La pintura Sumi e de tradición japonesa, resuelta en la memoria de la pincelada evocativa, que se embebe en vacío, que es insinuación moviente de la vida, enseñó al pintor a memorizar, reflejar y evocar lo eterno del instante (no otra cosa quiere comunicar el cristal del arte). Pero nunca hubiese llegado el manzanareño aquí si antes no hubiese apurado las insuficiencias de la expresión y de la construcción. Ambos mundos se le quedaban pequeños. Quería más y lo tuvo, en Oriente y en el agua. Solo que, por desgracia, su singladura más personal en este sentido, no había hecho más que empezar cuando Jesús despertó a la muerte.

De aquí también que en los últimos tiempos la pintura y el cuadro de gran tamaño se le quedasen cortos y requiriese de la experimentación con nuevos materiales, con nuevas formas, trayendo a la sensibilidad el espacio respirable. Es así que, en la escultura, hallaremos similar nostalgia, la de la forma y el espacio envolvente y envuelto, “retroconfigurándose ambos”, un hecho que suele pasar desapercibido pues siempre consideramos más a la forma que al espacio partícipe y atrapado. Así las torres, así las casas, así toda esa obra que se ha recogido bajo el término de “Makesifht buildings”, estas construcciones improvisadas, provisionales, tan vulnerables e inconsistentes, mira tú, como el trazo. Que son, eso, una resuelta denuncia de las pobrezas y riquezas de nuestro mundo globalizado. Construidas, sí, construidas con materiales desechados, restos de cajas de frutas y verduras que crecen uniéndose inorgánicamente como reflejos, claro está, en la vida líquida. Que se apoyan sobre palos recogidos haciendo modos de palafitos y que raptan el espacio en un despliegue constructivo muy a lo Pevsner, y lo hacen elemento componente de la sensibilidad, que se abre por huecos, bajos, perspectivas, que huye, se camufla en el plano, tras la línea, plano sobe plano…. Porque las torres, los palafitos, no son sólo disposición en el espacio, generación de espacio, convivencia con el espacio. Son también envoltorios, vestimenta de su desnudez. El espacio apresado, envuelto y deconstruido. Sólo hay que ver La Torre de Babel para darnos cuenta del hecho fantasmagórico y perversamente insinuado, onírico acaso, del ajusticiado mundo de Brueghel, el de la menesterosidad y soberbia humana. Esa torre que es al tiempo la torre constructiva de Tatlin en su Monumento a la III Internacional, que envuelve con el desafío de la “poderosidad” humana el mundo respirable. El reciclaje se convierte en andamiaje cultural; también el sobrante construye torres que son gestos humanos. Los tiempos del andamiaje están hechos de soberbia, de orgullo y de castigo. Sobre esa cultura líquida se soportan los palafitos y rielan las construcciones improvisadas como en una aventura imposible.

Qué no diremos de la escultura entonces, donde el gesto venía a combatir la materialidad. Diríamos que Brancusi podría ser el modelo. Pero no. Porque la desmaterialización filiforme quiere aquí ser huella, trazo, insinuación de nuevo y no presencia consolidada. La escultura quiere liberarse en el movimiento, es trazo en el aire. Las tres gracias no bailan, las mujeres gestualizan descarnadas en tanto sin renunciar al lirismo escupen a la rotundidad de Rubens. Mejor ejemplo que Atado no puede haber. Atada en efecto la figurilla antropomorfa, se devana, en su “momento más laocoontino”, su tragedia, y en esfuerzo sumo queda vinculada la forma, en fatal oposición, al pesado guijarro que la sostiene. Ese fue el principal reto del escultor mayor que apuntaba.

Con Jesús Mozos: obra última, exposición pulcra, seria, meditada, dignísima y detallista en el montaje de Alex Serna y Teo Serna, con digno también Catálogo maquetado por este último y editado por el Ayuntamiento de Manzanares, se hace honor y memoria -no sé si líquida- al gran artista que fue Jesús Mozos. Y por supuesto al que pudo llegar a ser.

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