Batallitas patrimoniales (8)

Tras haber disfrutado de aquella noche de chicos, la rutina se adueñó de sus vidas. La semana comenzaba con los trabajos respectivos para Adela y José, las clases en el cole para Blas y ocupar el tiempo libre para Juan José.

Como ya habían hablado, una tarde de aquella semana, abuelo y nieto quedaron para recordar algunas cosas de las que habían hablado aquella noche referentes al entorno de los jardines del Prado, y sobre todo, lo que al muchacho le hacía especial ilusión era verse acompañado de su abuelo al visitar el Museo de Ciudad Real, aquel que mostraba restos de la historia de la ciudad desde los tiempos más remotos, siendo fiel ejemplo de ello el poder contemplar aquella reconstrucción del enorme mastodonte de Las Higueruelas, los diversos espacios donde disfrutaron de la historia medieval de la ciudad, tanto recordando los restos procedentes de Alarcos (ahí el anciano le hablaría de los arqueros musulmanes) o incluso de los escasos restos que existían de la judería en una vitrina y de la portada de la sinagoga. Aquello constituiría solamente el aperitivo para planificar una visita a aquel antiguo barrio judío, tratando de relatar el anciano lo que desgraciadamente no aparecía edificado: ni sinagoga, ni fonsario ni barrio judío en pie.

̶ No pierdas ningún detalle de lo que ves aquí, Blas, pues luego te contaré algunas cosas en otros lugares de Ciudad Real que tendrán mucho que ver con lo que ahora estás viendo. ̶ señaló el anciano.

̶ Sobre Alarcos ya me hablaste, ¿acaso vamos a ir a la judería? Nunca la he visto ni nadie me ha dicho dónde estuvo con exactitud.

̶ ¡Caliente, caliente, muchacho! Ya veo que mis explicaciones siguen sin caer en saco roto, aunque ahora continuaremos con la visita.

De repente, tras atravesar aquella portada de la sinagoga y alejarse de la vitrina donde se mostraban algunos objetos del pasado judío de la ciudad, giraron a la derecha abuelo y nieto encontrándose de frente con una joven ataviada con una bata blanca que, por sus ademanes, parecía ser algún miembro del equipo técnico que integraba aquella institución. El anciano sentía curiosidad por mostrar a su nieto aquellos restos de la batalla de Alarcos donde se podían contemplar algunas flechas, elemento tan atractivo para el jovencito, que agradecerá su detallada explicación.

̶ Buenas tardes, señorita. Discúlpeme si la interrumpo. ¿Dónde podríamos encontrar las flechas que se encontraron de la batalla de Alarcos?

̶ ¡No faltaba más señor! Es algo de lo que puedo hablarle incluso si tienen algo de tiempo.

̶ ¿Sería eso posible? Supongo que estará ocupada con algo más y no la querríamos molestar.

̶ No tengo ningún problema al respecto. Aunque si el jovencito no lo desea, les indico el lugar y sigo con otras tareas.

̶ ¡Por favor, yo también quiero saberlo y que me lo explique! ̶ expresó Blas.

̶ Acompáñenme entonces.

Continuaron entonces buceando por el mundo medieval de lo que entonces había sido Alarcos. Aquella mujer jovial dio muestras de sus conocimientos en la materia, llegándoles a explicar con orgullo la importancia de algunos de aquellos fondos pues incluso formaron parte de una exposición que mostró en el mismísimo Museo del Louvre objetos pertenecientes a las culturas almorávide, almohade y meriní, siendo parte de ella algunos elementos procedentes tanto del yacimiento de Alarcos como del de Calatrava La Vieja. Codeándose con lo más granado del mundo clásico, egipcio y con los grandes pintores de todos los tiempos, aparecieron en aquella ocasión tanto objetos cerámicos como piezas de metal que tenían un origen demasiado cercano para el anciano y el muchacho. Aquellos mismos objetos los tenían frente a sus ojos en esos momentos y la detallada explicación recibida les condujo a expresar cierta emoción. Sin embargo, todo tiene un final y, tras él, se despidieron agradecidos de la especialista, con el fin de continuar la visita.

̶ Ha sido un placer para mí poderles explicar estos detalles, y ya veo que la herencia familiar es muy importante a la hora de valorar el patrimonio que poseemos. Las gracias se las doy a ambos por saber valorarlo en su justa medida. ̶ correspondió la joven.

Continuaron visitando el resto de las salas de aquel museo, contemplaron las reproducciones que les transportaban al pasado más remoto. Vitrinas de diverso contenido se encontraban a su paso y decidieron concluir aquel periplo museístico enfrentándose a la estampa que mostraba uno de los iconos de aquel lugar: su conocido mastodonte que frisaba la nada desdeñable edad de casi tres millones y medio de años, habiéndose hallado dicho ejemplar en el término municipal del vecino pueblo de Alcolea de Calatrava dentro de un maar o cráter explosivo propio del territorio del Campo de Calatrava, gracias a lo cual se encontraron multitud de restos con los que reconstruir aquella enorme figura que en esos momentos dejaba absortos a Juan José y Blas. Ambos parecían ridículos ante la presencia de aquel antepasado no ya sólo de los elefantes sino de sus propios predecesores, los mamuts. La sonrisa de ambos al contemplar aquel ejemplar permaneció aún después de haber abandonado las instalaciones del propio Museo. La hora y media que habían disfrutado aquella tarde volvió a unir a aquellos que habían permanecido recientemente demasiado distanciados. Las propias sorpresas de la visita de dejarían tiempo para entrar en otro tipo de materias anejas al lugar. Ya habría otra ocasión para ello.

̶ ¿Este fin de semana me podrías enseñar aquello que me dijiste al principio que debería retener para no olvidarlo luego? Creo que era sobre los judíos, ¿no es así abuelo?

̶ Ningún problema habrá en lo que me pides, pues estaré encantado. Lo hablamos el viernes, pues voy a comer con vosotros según me dijo tu madre, y ya concretamos, si te parece.

̶ Gracias, abuelo.

Mientras tanto, los padres de muchacho habían regresado de sus respectivos trabajos. También necesitaban algún tiempo para volver a recuperar aquel tiempo perdido por los deslices del pasado. Las heridas parecían no cerrarse del todo, aunque el proceso cada vez parecía menos lento e iban por el mejor de los caminos para conseguirlo. Sabían que aún quedaba en sus respectivas memorias el recuerdo demasiado reciente que había lacerado sus corazones. Todavía no habrían recobrado todo el tiempo desatendido para regresar hasta el estado que se encontraron el día que, por vez primera, declararon su ferviente amor el uno al otro. El tupido cuerpo de aquel hombre para ella había servido de protección, del calor que su amor le profesaba, aunque para otras fuera considerado casi un hombre de las cavernas. < ¡Qué equivocadas estaban todas pues no todo era aquella ruda fachada, sino que lo que más importaba fue su tremendo corazón! > Aquella persona, aún a sabiendas de que la muchacha por la que apostaba había dejado recientemente una relación, la había elegido a ella y eso no podía compararse con ningún modelo que, en apariencia, era agradable a la vista, aunque luego escondiese una personalidad menos agradable. Así le había ocurrido al quedar deslumbrada por el amigo de José. Los ademanes fruto de su buena educación y de sus orígenes familiares – el hijo de un médico nada menos, aunque en nada se pareciera a su progenitor – llegarían a enmascarar a aquel truhan que puso en jaque su relación de pareja con el que ya era su marido. José siempre recordaba todo aquello. Adela, con sólo una mirada, se percataba de lo que pasaba por su cabeza y se sentía apenada por el sufrimiento causado. Sin embargo, aquella etapa parecía estar empezando a ser olvidada, aunque ciertos episodios del pasado aflorasen en más de una ocasión. Tampoco Adela se había dado cuenta de que aquellas discusiones de pareja habían sido escuchadas por su hijo. Ese era uno de los temas pendientes a los que José se quería referir cuando quedasen ambos a solas y, para ello, no había ocasión más propicia que las escapadas de abuelo y nieto. Además, ahora José contaba con la complicidad de su suegro, a quien consideraba como si fuese su padre por la estrecha relación que les unía, más aún desde que el joven comenzase sus primeros escarceos amorosos con su novieta, Adelita, y encontrarse con la ausencia de unos padres que le diesen esa protección y trato paternal que recibía de Juan José.

̶ ¿Recuerdas aquellos días que estábamos en casa de mal rollo, discutiendo por lo que pasó con quién te enrollaste a mis espaldas? ¿Sabías que nuestro hijo estaba en casa y que nos había escuchado?

̶ ¿Cómo dices, José? ¡Eso no es posible!

̶ Desgraciadamente así ocurrió. Nuestro pequeño se ha enterado de todo aquello. Parece que, de un tiempo a esta parte, incluso en el colegio, no ha estado con la cabeza donde debería tenerla por nuestra culpa. Ahora parece que las cosas han vuelto a entonarse, pero meses atrás acuérdate del bajón que dio en las notas.

̶ ¡Ay, hijo mío! ¡Pobrecito! ¿Qué podemos hacer?

̶ Ahora sólo debemos estar pendientes de él y preocuparnos si vemos algún cambio más alarmante y, si tenemos que discutir entre nosotros, hacerlo como ahora ¡a solas! ̶ expresó reflexivo José.

̶ Estoy de acuerdo, pero ¿cómo sabes que nuestro hijo nos escuchaba? ¿Quién te lo dijo? A no ser que mi padre…

̶ ¡Correcto! ¡Has dado totalmente en la diana! Nuestro hijo estaba preocupado por las voces que pegábamos algunas veces y sólo ha habido una persona en la que confió para contárselo. Tu padre se dio cuenta de su cambio y fue él mismo quien le hizo preguntas. Así lo averiguó, pues nuestro hijo lo llevaba muy dentro desde hace días y todo ello influyó en el comportamiento tan errático que había tenido últimamente en el colegio.

̶ Está bien. Eso lo haremos ahora. Habrá que planear algo con el chiquillo para compensarle, ¿no te parece?

̶ Eso no admite discusión. El susto en el cuerpo que se habrá llevado no es para menos y los adultos somos nosotros. Demasiado tendrá él con afrontar los cambios que se le avecinan como para estar pendiente de dos egoístas que además son sus padres.

Pasaron los días miércoles y jueves con cada uno de ellos dedicados a sus respectivas rutinas: el trabajo de Adela y José, los paseos del anciano recorriendo la ciudad y recordando cómo el paso del tiempo no sólo había cambiado su fisonomía sino también cómo algunos de sus amigos ya no se encontraban disponibles para quedar, por haber cambiado de domicilio lejos de Ciudad Real o sencillamente porque la parca les había llamado a su presencia, y, por supuesto, estaba Blas, que andaba enfrascado en su rutina colegial, que últimamente había recuperado con más brío.

Llegó entonces el deseado viernes. La hora de la comida reunió nuevamente a los cuatro comensales: Juan José, Adela, José y Blas. El tono de la conversación apenas mostró ningún sobresalto. Los temas que se trataron resultaban intrascendentes pues era lo habitual acerca de cómo se había desarrollado el trabajo durante la semana, qué tal las clases del colegio o cómo iban los achaques del anciano.

Apenas surgió ningún tema de interés que pusiera en algún compromiso a los que en aquella cocina se habían sentado para degustar el arroz con pollo que tan bien le salía a la anfitriona. <¡De rechupete!>, presumía ella, habiendo aprendido desde muy pequeña de las enseñanzas de su difunta madre. <¡Qué mano tienes hija pues esto sabe a gloria!>, refería el más viejo.

Mientras tanto padre e hijo se dirigían una mirada que parecía telegrafiar lo que estaban pensando o quizá no.

Aquel talante tan aburrido fue roto al fin por el más jovencito:

̶ ¡Papá, mamá! ¿Podría ir con el abuelo mañana por la mañana a dar un paseo hasta la hora de la comida?

̶ Si tu padre no tiene ningún inconveniente, por fin no hay ningún problema. Eso sí, llevaos alguna botellita de agua para el camino, que luego venís con la boca seca.

“La judería de Ciudad Real” (detalle) (José Antonio González Silvero, portada de ‘Las pesquisas del trapero’)

No hizo falta decir más al respecto. Todos estaban de acuerdo. La tarde fue tranquila. Los padres aún tenían cuentas pendientes pues a Adela le había llegado por la mañana un aviso de una de sus clientas para ver si se podía pasar esa tarde a hacer algo de limpieza, pues tenía una visita importante y quería presumir de casoplón.

Por otro lado, estaba José, que siempre aprovechaba la tarde de los viernes para hacer alguna chapuza de alguno de sus habituales. Sus manos eran un auténtico prodigio y daba igual que fuese carpintería, electricidad o fontanería pues allí estaba él para solucionar el problema. Y así fue aquella tarde, cuando su amigo Ismael lo había reclamado pues tenía un fregadero algo atascado y necesitaba de una buena puesta a punto.

Mientras los adultos cumplían con sus respectivos compromisos familiares, Blas había quedado con un compañero de clase para hacer un trabajo que luego finalizarían la tarde del domingo pues ¡el sábado tocaba disfrutar de las historias del abuelo! Y, por cierto, el anciano decidió dar una vuelta a su casa, pues hacía días que la tenía descuidada y al anochecer volvería de nuevo a ejercer el papel de huésped en la casa de sus hijos y nieto.

Amaneció el sábado con los moradores de aquel modesto pisito aún durmiendo. Poco a poco los rayos de sol penetrarían por los escasos resquicios que las persianas permitían. Sin embargo, había alguien que ya permanecía despierto desde la primera luz y no era otro que Juan José, el anciano que ya no necesitaba una gran cantidad de horas de sueño para tener un reparador descanso y otro que, a pesar de haber dormido demasiado intranquilo, ya estaba alerta y a la espera de que sonase el ansiado ring del despertador para saltar raudo de la cama.

Los cuatro se reunieron en torno a la mesa nuevamente para dar cuenta del desayuno. Esta vez no había churros como la última vez que el abuelo salió de ruta con el nieto a solas. Sin embargo, algunas tostadas acompañadas de mermelada sirvieron como buen aporte energético de cara a la caminata que en unos minutos iban a iniciar.

Aquellas caras aún largas permanecían concentradas en torno al tentempié matutino hasta que fueron alteradas por el súbito toque de atención de Adela:

 ̶ ¿Dónde está vuestra alegría para disfrutar de este sábado chicos?

̶ ¡Mamá, no grites, por favor!  ̶ imploró el chiquillo.

̶ ¿Es que acaso no has dormido suficiente, hijo?

̶ ¡Pues, no, la verdad! No sé si fue que tenía mucho calor esta noche o porque le estuve dando vueltas a lo que hoy podíamos ver, pero he dormido muy mal, mamá.

̶ Está bien. No hagáis locuras entonces, ni el abuelo ni el nieto. ¿Qué os parece si comemos algo de pasta? ¿Macarrones o espaguetis? ¿Cuál preferís para recuperar fuerzas?

̶ A mí ya sabes que como lo que me pongan, hija.

̶ Bien, ¿y tú Blas?

̶ Lo mismo que el abuelo. La pasta me gusta mucho y seguro que tendré mucha hambre cuando volvamos.

Tras cumplir con el aseo correspondiente, ponerse una ropa cómoda, coger una pequeña mochila donde llevar una botellita de agua y algo para picar, Juan José y Blas se despidieron, saliendo a la calle en busca de nuevas aventuras.

El anciano tuvo claro desde un principio que debía economizar sus esfuerzos pues ya en el pasado el brío del muchacho le pasó factura y puso en riesgo su salud. Por ello mismo, antes de comenzar el recorrido advirtió a su nieto:

̶ Sé que te hace mucha ilusión que veamos la judería de la ciudad, pero para que la conozcas en conjunto veremos algunos detalles solamente y no andaremos por todas sus calles, buscando algunos lugares donde haya bancos o asientos donde ponernos a la sombra y así explicarte con calma y sin agobios algunos detalles. ¿Qué te parece la idea Blas?

̶ Estoy totalmente de acuerdo, abuelo. Haré lo que me diga, pues no quiero que te pongas malo por mi culpa. ¡Aún quiero que salgamos más veces a ver otras cosas de la ciudad!

Mientras caminaban por la plazuela de los mercedarios dejaban a un lado aquel edificio que fuera convento, centro de enseñanza para acabar hoy en día a ser un museo de arte. Aquel lugar traía a la memoria del anciano algunos recuerdos, pues tuvo algún conocido suyo que estudió allí en sus tiempos mozos. Sin embargo, ambos siguieron avanzando por aquel callejón que era conocido como el Pasaje de la Merced. Frente a ellos se mostró el edificio de la Diputación y la figura del penitente que el escultor Kirico llevase a cabo mostrando aquella figura tan representativa que homenajeaba a la Semana Santa de la ciudad. Siguieron avanzando hacia la plaza mayor, pues allí se encontraría la primera parada que tenía decidida realizar el anciano. No sería demasiado tiempo el que ocuparían en ese momento, aunque era necesaria para recordar a su nieto por dónde iba a orientarse su explicación.

̶ ¿Recuerdas Blas lo que te hablé hace tiempo de la Casa del Arco? ¿Te sabes el nombre del señor que tenía una tienda antes aquí de ser sede del ayuntamiento? ¡Haz memoria!

̶ Álvaro Díaz o algo así, ¿no abuelo? Le quitaron su casa por ser judío. ¿Es eso lo que me quieres preguntar?

̶ Cierto. Ese era el dato que quería que recordases, pues la historia de esta ciudad con relación al mundo de los judíos apenas se ha mantenido en pie en cuanto a sus restos y este sería uno de los lugares que debía recordarse como bien has hecho. Alvar Díaz, lencero de profesión, fue acusado de judaizar por la Inquisición y condenado por ello. La primera decisión que se tomó fue la de que le fueran confiscados sus bienes, siendo este lugar tan importante de la plaza de la ciudad parte de ellos, además de que aquí eran celebrados entre otros espectáculos los autos de fe por los que procesionaban los condenados. Sin embargo, acerquémonos un poco más a dónde estaba la judería y así te sigo contando todo lo demás. A partir de allí buscaremos aquellos lugares donde la sombra nos acompañase pues tal y como se ve el cielo hoy va a ser un día de mucho calor.

̶ ¡Y la noche pasada también lo fue, abuelo! ¡Vaya calor que he tenido que casi no me dejó dormir!

̶ Estoy totalmente de acuerdo contigo, pues a mí me ocurrió casi lo mismo. Nos vamos en dirección a la iglesia de San Pedro ¿qué te parece?

̶ ¡Soy todo oídos, abuelo!

Mientras se encaminaban hacia la cercana entrada de lo que había sido la judería, el anciano comenzó a relatar una historia que, en muchas ocasiones, se encontraba teñida de leyenda. El tema en cuestión estaba relacionado con la figura del religioso Vicente Ferrer y como su visita a la todavía Villa Real despertó tanta expectación, más aún desde el acontecido milagro de la calle Pedrera. Así el anciano refirió:

̶ … Como iba diciendo, la persecución de los judíos viene de muy antiguo y las conversiones en esta ciudad a finales del siglo XIV, y sobre todo a comienzos del siglo XV, se dieron mayormente por la influencia de ciertos personajes que, debido a que la mayoría de la gente era muy manejable y no tenía ningún tipo de estudios, eran fáciles de convencer con ciertas argucias y, más aún, si quienes les hablaba era alguien que sabía poner los puntos sobre las íes y enfatizar en ciertas partes del discurso. Así ocurrió cuando nos visitó el religioso Vicente Ferrer, que luego llegó a ser santo, en esta ciudad y que es recordado por un pasaje que lleva su nombre, casi al final de barrio del Torreón.

» Pues bien, allá por mediados del mes de junio del año de 1411 desde tierras de Albacete llegaba a Villa Real ese monje dominico, permaneciendo aquí unos tres días, para después dirigirse hacia Toledo, pero ya me estoy desviando del tema.

» Como decía, el dominico llegó a nuestra localidad que aún era conocida como villa en una época de muchos conflictos: cristianos contra judíos, cristianos nuevos contra viejos e incluso entre caballeros y calatravos contra los de realengo.

» Su entrada estaba bien pensada, pues como suele ocurrir en Semana Santa con el Domingo de Ramos para que te hagas una idea, el religioso entró montado en un asno con un sombrero de palma cubriéndole la cabeza y santiguando y bendiciendo a todos aquellos que se encontraba a su pasado. Delante de él había una procesión de disciplinantes que eran aquellos que se daban latigazos en público. Tras ser recibido por las autoridades eclesiásticas, las comunidades religiosas, el tribunal de la Santa Hermandad y los ciudadanos en torno a la Puerta de Granada, llegó a alojarse en la que había sido la antigua Sinagoga Mayor y que en ese momento era el convento de los Dominicos cuyos frailes estaban bajo la advocación de San Juan Bautista.

̶ Entonces, abuelo, ¿no vamos a ver la sinagoga en su sitio? ¿Ya no está allí?

̶ No, desgraciadamente. ¿Recuerdas cuándo el otro día estuvimos visitando el museo y pasamos por una puerta?

̶ Sí, abuelo. Era de los judíos según me dijiste.

̶ Así es. Era la puerta de la Sinagoga Mayor que desapareció y su lugar lo ocupó el convento que te acabo de decir donde Vicente Ferrer fue hospedado en su visita a Villa Real.

̶ Ah, vale. Ahora entiendo.

“Grupo Galiana” (detalle) (Cristina Galán Gall)

Mientras Juan José le había explicado a su nieto aquellos pormenores de la visita de Vicente Ferrer habían caminado por la calle de la Lanza y alcanzado la conocida casa del Conde de la Cañada. Ahí de nuevo se hizo una parada, buscando algo de sombra, aunque no encontrasen ningún banco donde sentarse.

̶ ¿Sabes dónde estamos ahora, Blas? ̶ inquirió el viejo.

̶ Es una casa de alguien muy rico. ¿No es así, abuelo?

̶ Más o menos, pero ¿qué más?

̶ ¿Hemos llegado a la judería entonces?

̶ Eso me gusta más. Cierto es que esta casa perteneció al conde de la Cañada y por eso al comienzo de la siguiente calle te encontrarás un rótulo que indique dicho nombre, sin embargo, y por eso estamos ahora aquí, lo más que te voy a destacar ahora es que aquí estuvo situada una de las puertas de acceso a la judería de la ciudad y la calle próxima llegó a llamarse la de la Sangre. Sigamos adelante.

Tras pasar por debajo del balcón de aquella casa penetraron en una calle y comenzaron a descender. ¡Habían entrado en la judería! Cuando aquella calle parecía llegar a su fin se encontraron con una calle que parecía principal, pues sus extremos eran la calle de la Paloma hacia el interior y la mismísima ronda en su parte exterior. Esa calle sería la clave en la que el anciano pareció encontrar un lugar donde poder descansar un poco. Estaban en la calle de Libertad, próximos a donde se hallaba una residencia de mayores, también un parque infantil y, lo que era más importante en estos momentos, había algunos bancos donde poder sentarse y algunas zonas de sombra.

̶ ¿Qué te parece si nos sentamos un rato, hijo?

̶ Por mí está bien, abuelo. Llevo en la mochila la botella de agua, ¿tienes sed?

̶ ¡Qué haría yo sin ti, hijo! En cuanto nos sentemos, te la pediré. ̶ expresó agradecido el anciano, que logró ruborizar con ello al pequeño.

Dicho y hecho, a pocos pasos se encontraron con el tan ansiado lugar de asiento y decidieron hacer un alto en el camino. En ese momento, la vocecilla del muchacho surgió con un fino hilo como si pretendiera pedir algo y así fue:

̶ Abuelo, ya que estamos aquí y que tenemos cerca una tienda de chuches y de refrescos, podríamos comprar algo, ¿no?

̶ ¡Vaya, vaya! Ya sabía yo que esa carita de cordero degollado encerraba algo más. No deberíamos hacerlo, aunque todavía nos queda bastante tiempo para que llegue la hora de comer. Esto es un secreto entre tú y yo. No vayas luego a contarlo a tu madre, pues la regañina me la llevaré yo.

̶ ¡Trato hecho, abuelo! Vamos y luego nos venimos aquí y me sigues contando cosas, ¿vale?

Ambos dieron cuenta del refrigerio adquirido y de algún que otro capricho, aunque no fue excesiva la ingesta y entonces continuó el anciano con su discurso. Allí continuó recordando la visita del dominico y fue en ese preciso momento que incidió en la relevancia que tuvo aquel visitante pues las autoridades no encontraron los templos idóneos para acoger sus discursos, viéndose obligadas a realizarlos con el público al aire libre y predicando desde el mismísimo balcón que se hallaba frente al convento donde se hospedaba. Era aquel lugar la casa de los Cabeza de Vaca cuyas vistas daban tanto a la calle de la Mata como a la entonces conocida como Caldereros. Sus disertaciones gozaban de gran expectación y estaban rodeados de cierto efectismo pues solían terminarse con una procesión de penitencia de los disciplinantes. Pero no sólo aquello se refirió el anciano al relatarle al muchacho los pormenores de visitante tan ilustre, sino que también le habló de que se le atribuía cierta capacidad de realizar milagros, siendo uno de ellos el conocido como el de la calle Pedrera. Así lo siguió refiriendo Juan José a su nieto:

̶ Se contó por entonces que fray Vicente había sacado de su manga un lienzo o pañuelo y que indicó que lo siguieran con el fin de socorrer a quien encontrasen donde alcanzase el pañuelo. Así ocurrió que aquel voló y voló pasando por la calle de los Caballeros y alcanzando la que se llamaba de Pedrera. En ese preciso momento puso freno y frente a una casa se paró. Los que seguían a aquella tela no hicieron nada más que creer al pie de la letra la palabra del dominico y echaron la puerta abajo. Cuál sería su sorpresa que en ese preciso instante en el lugar se hallaban una mujer y un hombre. Él, con unos cordeles en la mano, trataba de ahorcar a la que era su esposa. Aquella desgracia pudo evitarse por el pañuelo que había volado hasta allí, el cual también hizo el camino de vuelta hasta donde se hallaba el fraile.

̶ Eso parece más un cuento, ¿no abuelo?

̶ Quizá sí, quizá no, Blas. En aquella época, la gente que no tenía cierta educación era demasiado impresionable y cualquier cosa que sucedía fuera de lo común era interpretada como milagro o brujería, según fuese su origen.

» Sin embargo, lo que sí hay que valorar en su justa medida es la importancia que tuvo el personaje en la época, pues su labor evangelizadora dio lugar a que fuesen fundadas diversas cofradías y hermandades por aquellos lugares por los que hizo acto de presencia. Así ocurrió tiempo después en esta ciudad pues en aquel convento de los dominicos existió la conocida Hermandad de la Vera Cruz.

̶ Por ahora me has hablado de un monje que perseguía a los judíos, pero de ellos poco, abuelo. ¿Hay alguna historia de ellos o algún milagro que sepas contarme?

̶ ¡Podría ser! ¿Qué te parecería si te hablo de una historia de amor que no tiene un final demasiado feliz? Aunque antes te debo advertir que aún nos queda acercarnos a dónde estaba la antigua sede de la Inquisición e incluso la sinagoga, por no hablarte de unas construcciones que se han puesto al descubierto cuando hicieron un aparcamiento entre las calles del Lirio y de Quevedo.

̶ Pero primero la historia de…

̶ ¡Está bien! La historia cuenta los amores de una judía y un cristiano, ¿qué te parece el comienzo?

̶ Sigue, sigue, que me tienes intrigado.

̶ Como iba diciendo, la Ciudad Real de finales del siglo XV atravesó una época muy convulsa. Los judíos, o más bien los que se habían convertido que aún mantenían sus costumbres en su propia casa, serían duramente perseguidos al no ser sinceras sus abjuraciones. Entre ellos se encontraba una joven llamada Sara, muy hermosa, por cierto, que había despertado un interés muy especial en un capitán de los cuadrilleros de la Santa Hermandad que se llamaba Francisco de Poblete. Los acontecimientos se desarrollaban en el antiguo barrio de la judería que ya por entonces tenía por nombre el de Barrionuevo.

» La joven era hija del judío Efraín, que había muerto en una de las celdas de la Inquisición al haberse mantenido en su judaísmo y ser condenado. Pero lo importante era el perdido amor que profesaba aquel soldado hacia la hermosa Sara, aunque debido a sus diferentes creencias, ello suponía un gran problema pues el capitán trataba de que Sara se convirtiera en ferviente cristiana como él para así no correr peligro si persistía en mantener sus prácticas en la ley mosaica.

» Sara, por desgracia para él, era fiel a sus antepasados y se mantuvo en sus credos. Pero llegó entonces un día en el que el cuadrillero fue llamado a filas para irse a otras tierras. En su despedida, Francisco trató de que se convirtiera, prometiéndola que, si a su vuelta lo había hecho, se casaría con ella. De todo esto, incluso había informado a su madre y le había encargado que se hiciera cargo de ella en su ausencia. Como recuerdo, se dejó una medalla de Jesús y luego se dirigirá al templo de Santo Domingo para solicitar la conversión de la joven. En la despedida, ¡imagínate, Blas!, se contempla a la joven que no paraba de llorar mientras el cuadrillero se iba alejando en su caballo.

̶ ¿Y qué más pasa, abuelo?

̶ ¡Pues que todo no iba a ser un camino de rosas! Ahora te lo explico con más detalle:

» La joven, ante lo que supuso la ausencia de Poblete, caerá enferma y ahí estará la madre de él para asistirla. Varios meses tendrán que pasar cuando da muestras de que su salud fue mejorando, aunque la larga espera del joven, el hondo dolor que causó su alejamiento, la llevan a recaer nuevamente, poniéndola casi al límite de sus fuerzas. En ese momento hablará con la madre de su amado, implorándole que le haga saber a su hijo que ella, aunque judía, ha rezado en los momentos más amargos al Cristo al que tanta devoción profesaba Francisco. Ese día casualmente será un Jueves Santo para más señas. La procesión de ese día transcurre por la calle del Lirio y será el primer año en el que lo hará Sara, que se hallaba en una auténtica encrucijada: ¿deberá defender su amor aun creyendo en una religión que casi no conoce o, para no ofender a los judíos, sus compañeros de fe, deberá mantenerse en sus creencias?

» Como era de esperar, el amor triunfó, como siempre o casi siempre. Así la procesión realizó un descanso casualmente frente a la casa donde está alojada la joven. De pronto, ella se incorporó y rezó llena de fe. Aquello sería considerado como un milagro. Sin embargo, poco después su cuerpo dirá basta y fallecerá. La noticia será conocida algo más tarde por Poblete, que se halla combatiendo en tierras más al sur, y desde ese mismo momento arriesgará su vida más de la cuenta en sus lides hasta que al escalar un muro le sobrevendrá la muerte.

̶ ¡Pues vaya! ¡Al final no viven juntos ni nada! ¿Para qué se arriesgaron entonces si no pudieron disfrutar de su amor?

̶ Buena pregunta, hijo. Pero, como dice el dicho, “el amor tiene razones que la razón no entiende”. Y aquí, nuevamente, se cumplen esas palabras, como en otros casos que incluso han sido motivo de escribirse en libros como les sucedió a los más que conocidos Romeo y Julieta de Shakespeare, por ponerte un ejemplo.

̶ Ahora entiendo, pero ¿eso no era una película?

̶ ¡Ay, muchacho! La mayoría de las películas que has podido ver, e incluso las que vi yo en su momento, tienen su base en relatos, novelas o incluso obras de teatro. Ahora vosotros sólo veis por la pantalla y os creéis que todo nació hace dos días, pero ya surgieron de las mentes de otros incluso hace varios siglos.

̶ Está bien, abuelo.

̶ Por cierto, ¿qué hora es, hijo? No quiero que se nos vaya el santo al cielo y, por lo que estoy viendo la temperatura va a subir mucho en el día de hoy y no quiero que nos pille en zonas con poca sombra.

̶ ¡Sólo son las doce y media! Entonces ¿dónde vamos ahora?

̶ Bien, tenemos algo más de media hora para lo que quiero contarte y luego ya volveríamos a casa. ¿No te parece? Recuerdas que te hablé de la Inquisición, de la sinagoga y esas cosas. Allí vamos ahora para explicártelo. ̶ señaló el anciano a lo que el jovencito respondió con un gesto de aprobación.

Tras abandonar aquel placentero lugar en el que habían disfrutado sin sufrir el sol inclemente, se incorporaron al acerado de la calle de Libertad a la altura del cruce con las de Refugio y de Alcántara. Ahí cruzaron los pasos de peatones para seguir avanzado en dirección hacia la ronda, aunque cinco minutos después hicieron una nueva parada en el camino: era el cruce donde la calle principal de la antigua judería, hoy de Libertad, se hallaba flanqueada por las del Lirio a un lado y las del Compás de Santo Domingo y Delicias al otro. Era el lugar propicio para hablar al muchacho de todo aquello que estaba relacionado con la Inquisición y así se lo hizo saber.

La perorata duró algo más de veinte minutos, recordando como aquella sinagoga había sido confiscada y convertida en el convento de los Dominicos, en primer lugar. Más tarde el anciano relató lo acontecido en tiempos del tribunal del Santo Oficio, aquel que tuvo su sede en aquella calle, haciendo esquina con la calle del Lirio, y que desgraciadamente también había desaparecido. Y, ya que se encontraban allí, Juan José también le habló a su nieto del lugar donde los judíos enterraban a sus muertos, pues se encontraban próximos a uno de ellos, el fonsario que décadas atrás había sido descubierto por las obras de unos albañiles al construirse la entonces Barriada de Vicente Galiana, aunque también le recordó que hubo otro que se hallaba fuera de rondas pero que con el calor que ya empezaba a hacer no era necesario que se acercasen allí.

Después se fueron por la calle del Lirio en dirección a la plaza que presidía el convento de las Terreras. Allí, sentados en un banco y a la sombra, nuevamente el anciano contaría a su nieto algún detalle más relacionado con el mundo inquisitorial, como aquel que estaba relacionado con un antiguo lugar conocido como Cruz Verde, símbolo muy identificativo del tribunal que tanto asoló a la comunidad judía existente en aquella ciudad y en otras tierras más lejanas.

Tras la parada de descanso en la que el abuelo recuperó el resuello, cruzaron la calle de Calatrava y caminar por la del Jacinto, regresaron a casa en busca de la más que merecida comida. Era ya más de la una y media y las provisiones que transportaba el muchacho en su mochila habían tocado a su fin desde hacía un buen rato.

Mientras aquellos viandantes disfrutaban del paseo por el antiguo barrio judío de Ciudad Real, los padres que estaban ya en casa, pues sólo habían tenido que realizar unos trabajillos que les entretuvo apenas dos horas a cada uno. Adela, por un lado, a una clienta que quería lucirse con unos huéspedes muy particulares que recibiría al día siguiente, el domingo. Y José, por otro, que recibió una llamada de un cliente habitual, un señor de edad llamado Sixto, que le requería para arreglar una persiana que se le habían descolgado las lamas y no tenía a quien recurrir.

El tiempo de espera de ambos sirvió incluso para volver a tensar la cuerda recordando tiempos pasados no muy agradables, aunque, debido a conversaciones precedentes, ya sabían el acuerdo al que habían llegado: mientras el muchacho estuviera presente no debían discutir ni tampoco dar a entender que las cosas estaban o podrían estar mal entre ellos, y eso ocurrió poco minutos después en cuanto abuelo y nieto franquearon la puerta de aquel modesto pisito.

MANUEL CABEZAS VELASCO

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  1. Me siento identificado con Blas tantas veces he recorrido las salas del museo de nuestra ciudad y la casa del Arco que no queda más que darte la enhorabuena. Sigue divulgando la historia de Ciudad Real, de esta forma tan sencilla y atractiva, un fuerte aplauso

  2. Muchas gracias Carlos.
    Espero que hayas disfrutado y disfrutes de todos los demás en igual medida y que más gente vea con tus mismos ojos cómo hay partes de nuestro patrimonio que se deben y se pueden rescatar.
    Un saludo

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