Estampas de Pueblo (2): El guiso envenenado

Manuel Valero.- De no haber sido por el instinto canino de Derherbst, se hubiera voceado el descomunal suceso  por todo el contorno. Al alcalde don José no le cupo la mínima duda de que hasta la misma Corte habrían llegado los ecos del desastre. Los periódicos tampoco hubieran escatimado en alarde tipográfico para dar a conocer a sus lectores lo ocurrido el Santo Voto del año 1889. De no haber sido por el perro, propiedad del ingeniero Liviano Sobrino, Pueblo hubiera sufrido un diezmo de población considerable.

El chucho se abrió paso a cabezadas entre la gente para llegar al guiso que se había derramado por el suelo. Babeante llegó hasta la deliciosa papilla de patatas y carne, y de un solo lametón dejó el sitio bruñido como la plata. A los pocos minutos comenzó a chorrear una gelatinosa baba, se puso a temblar como si le hubieran metido un cordel eléctrico por el orto y cayó muerto tan rígido que parecía un perro de tómbola. Al grito histérico de una mujer el pueblo huyó despavorido por todas direcciones al correrse la voz de la muerte del perro envenenado, y allí se quedó la autoridad competente perpleja sin entender tampoco qué demonios le había pasado al pobre animal. Hasta que el médico don Emeterio se acercó al cadáver, lo olisqueó y se levantó con una afirmación inapelable

-Matarratas. Han envenenado las ollas.

-¡Qué me dice usted, don Emeterio!

-Lo que oye, don José. Ese cánido apesta a alcantarilla.

Don José dio la orden de que precintaran el lugar. Dos guardias obedecieron al instante. Intrigado, el médico metió las narices en el vapor de las ollas y dedujo que tan solo una, la primera, la que iba a ser distribuida entre los personajes ilustres de Pueblo, había sido contaminada por una mano criminal. Ante las dudas del alcalde, el médico llenó el cazo en la segunda olla y comió del guiso. Todos lo observaron aguardando lo peor. Sin embargo, pasaron los minutos y el médico seguía vivo y lúcido. En ese momento una mezcla de pánico y rabia se apoderó del alcalde, el juez, los concejales, el párroco, el ingeniero Liviano y la representación del Gobierno de Sagasta, enviada al efecto por el mismo presidente del Gobierno para darle relumbrón a la fiesta. No necesitaron los prebostes más tiempo para deducir que alguien había intentado darle boleto sumo a la clase principal de Pueblo.

-¡Esto es cosa de los anarquistas! -gritó don José con la cara roja de cólera- ¡Han sido los enemigos del Rey!

La deducción del médico fue acertada aunque ya nadie se atrevió a comer estofado pese a la firme convicción del galeno de que el resto de la carne del Voto estaba exquisita, tan saludable y bien guisada como para ser elogiada por el mejor de los gourmets.

Tuvieron que pasar dos semanas para que el alcalde tuviera sobre su mesa el informe y otras dos para que la guardia civil apareciera a caballo por la carretera de Almodóvar con un reo que seguía sus pasos a trompicones y lamentos. Su aspecto era el de un patibulario extremo, señal de que había sido interrogado a conciencia. Se hicieron todos los trámites, el juez del partido judicial tomó el caso como una cuestión personal, pues era uno de los invitados al condumio y tras un juicio sumario, el desgraciado fue condenado a garrote vil.

A juzgar por lo que declaró, el reo resultó ser natural de Benamejí y andaba por Pueblo con la excusa de buscar sustento en las minas. Dijo que era miembro de la Mano Negra.

-¡La mano del diablo para socavar nuestro ideal de civilización! – volvió a gritar don José, acalorado y cárdeno de rostro como siempre que se enfadaba.

El reo Teodoro Rincón se vino a Pueblo a mediados de abril de ese año. Había participado en revueltas  contra terratenientes en los campos de Jerez, pero decepcionado porque los desmanes de la Mano Negra eran la excusa perfecta que caciques y terratenientes utilizaron para imponer una represión implacable contra el campesinado hambriento, decidió soltar odio por su cuenta sin temor a nada ni a nadie. Ateo como era, según declaró, le importaba un carajo lo que se iba a encontrar al otro lado, que era nada. Puso rumbo a la Corte pero al llegar a Pueblo supo de la tradición del Santo Voto y consideró que no era mala cosa llevar a efecto su plan en aquella villa para darle matarile a los de levita fina y pasar por la puerta grande a la historia criminal de España. Lo que no lograba concretar era qué demonios iba a planear. Hasta que en un taberna a pocos días de la tradición se le encendió la maldad con una deflagración repentina: Pondría veneno suficiente para matar a un regimiento en la olla principal de los jerifaltes. En las otras, no, que el rancho era para el pueblo ignaro, pobre y supersticioso. Robó un saco de matarratas en una venta del Valle de Alcudia y durante la preparación del guiso alertó a las cocineras de que los gatos se estaban comiendo el pan bendito. Aprovechó el revuelo para dejar caer en la primera olla dos saquitos de veneno que llevaba ocultos bajo una chaqueta miserable. Cuando las mujeres regresaron de la iglesia enojadas por el falso aviso, Teodoro Rincón ya no estaba allí. Sin dedicar más atención a aquella broma se afanaron en seguir con la preparación del estofado.

Si no hubiera sido por el instinto animal de Derherbst la autoridad competente de Pueblo andaría en la vertical del camposanto o retorciéndose por el dolor de tripas en sus casas. Pero el perro Derherbst se zampó el cazo derramado y se quedó tieso como un pedazo de tela bajo la escarcha.

-Ese hombre estaba loco. La Mano Negra no existió nunca. Fue un invento de los terratenientes para mandar a la guardia civil contra los campesinos. Lo ha dicho Leopoldo Alas, el de La Regenta -dijo el ingeniero Liviano, dueño del perro que había avisado del peligro como avisan los pajarillos en las minas.

-Una cosa, amigo Liviano, ¿por qué llamaba usted con ese nombre al pobre animal?

-Es… era.. un pastor alemán. Significa Otoño. Se llamaba Otoño, el desgraciado chucho, ¿sabe usted?.

Don José se quedó pasmado por la solemne tontería del ingeniero.

-Da igual. Le haremos una estatua como homenaje para que quede constancia de su heroísmo.

Y tal como lo prometió lo olvidó. Pero a partir de ese año las autoridades anduvieron con buen ojo para que las ollas estuvieran constantemente vigiladas. Y para mayor seguridad, el Lechugo, que era el tonto principal de Pueblo, fue el primero en llevarse un buen pedazo de chicha a la boca. Y hasta que no asintió y se constató que seguía vivo mientras el gentío guardaba un silencio monacal, no comenzó el reparto entre gritos, codazos e insultos por disputar la vez. La costumbre perduró hasta la muerte del Lechugo, ya que no se registró ningún otro tonto más que se brindara a ostentar el insigne título de catador del pueblo lo cual agradaba a don José que presumía de no contar entre sus administrados con ningún tonto de solemnidad.         

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