Estampas de Pueblo (y 3): El falso mensaje del telégrafo óptico

Manuel Valero.- Los operarios del telégrafo óptico adujeron que se quedaron dormidos, pero su explicación no los libró de la condena. Fueron juzgados, despedidos y desterrados de Pueblo. Nunca más se supo de ellos salvo de uno, el más joven, que regresó veinte años después con ínfulas de indiano, acompañado de una mujer tocada con un sombrero con todas las frutas conocidas y una prole de cinco chiquillos. Lo primero que hizo al descender del tren fue escupir en el suelo, borrar la saliva con la suela del botín y luego se agachó y besó el mismo suelo que había sido blanco de su desprecio salivar.

-¿Qué es lo que haces, querido? -. Su mujer se lo preguntó atónita.

-Escupo el suelo de la villa que me desterró y beso el mismo suelo porque al hacerlo encauzó mi camino hacia la riqueza y el amor fecundo. Por eso lo hago, Rufinita, querida…

-¡Que loco eres, Porfirio! Y rompió a reír.

La hija mayor de catorce años se puso a saltar y a batir palmas con una risa sincopada. Los otros cuatro hijos sólo miraron al padre sin entender su contradictorio comportamiento,  con más indiferencia que interés.

Detrás de ellos iba una mujer de tez pálida con dos rosetones perpetuos en las mejillas y el pelo blanco que enseguida demostró una discreta energía de carácter con los niños a quien domeñaba con sus advertencias que delataban su acento gallego. Se llamaba Demetria y era de una aldea perdida de Lugo. Llevaba trabajando en la casa de los señores desde hacía diez años y no sólo disciplinaba a los niños en la urbanidad exigida sino que estaba al frente de la casa y de la servidumbre. En aquella ocasión los acompañaba un joven de dieciocho años fuerte para acarrear, con la mirada despejada y alegre, vivaracho y sin asomo de maldad alguna.   

En las estación los esperaba don Higinio, el médico titular que se había hecho accionista de una de las minas del entorno y tenía entre sus planes conseguir el arriendo del balneario. La familia de Porfirio Castaño se hospedó en la casa del médico. La razón del regreso a Pueblo de aquel hombre de 39 años, de aspecto atlético y bronceado por el sol de los ricos, era relatar los acontecimientos que ocurrieron en la torre del telégrafo óptico con todo lujo de detalles, la tarde del 14  de julio de 1856 . Para ello don Higinio había requerido los servicios de otro joven, Antolín de la Morena, que estudiaba Filosofía y Arte y le había dado por las letras.  

Sentados en el patio florido de don Higinio rodeados de rosas, lilas y pericones, el médico presentó al indiano a Antolín. Sobre la mesa había una botella de coñac, una jarra de agua y  pedazos de limón que Demetria vigilaba con celo por si había que reponer ante el enojo de la servidumbre propia del anfitrión.

Apenas cantó el grillo por tercera vez como el gallo acusador de San Pedro, inició su relato, Porfirio Pasamontes, rico por poseer varias fundiciones , negocios en la chatarra y accionista potentado en la industria del ferrocarril, y antes que todo eso, zascandil y recadero hasta que se hizo con uno de los puestos de torrero  en la torre óptica del cerro de Santa Ana.

 “Aquella mañana del 14 de julio de 1856, mis compañeros  y yo decidimos celebrar el cumpleaños de Felipe, el encargado, con un buen banquete. Uno llevó queso, el otro tortillas de patata, el otro sardinas de Cuba, y yo aporté mis buenas arrobas de vino y un buen pedazo de mostillo. Convinimos en turnarnos para comprobar que la otra torre de Argamasilla estaba en posición neutra. Y así lo hicimos. Cada diez o quince minutos mirábamos por el catalejo sin novedad. Hacía  más de quince días que no se había producido trasmisión alguna. La ultima iba destinada a los almacenes de avituallamiento del Ejército en Sevilla con el aviso de la llegada en pocos días de un nuevo cargamento de patatas.

-Siga, don Porfirio- le dijo el escritor después de un buche de coñac.

  “ Se lo digo para que lo escriba usted bien y se enteren las generaciones venideras. Los torreros no teníamos ni idea del mensaje que se transmitía. Nos limitábamos a copiar el que recibíamos por la posición de las “aspas del molinillo”, así llamábamos a los brazos del mástil que coronaba la torre, y lo hacíamos llegar a la torre siguiente.

Aunque las dos décadas pasadas habían sepultado en el olvido lo ocurrido y las actas judiciales dormían el olvido entre legajos, Porfirio Pasamontes se detuvo en seco, miró hacia los lados en un acto reflejo y bajó la voz…

“Bueno… Nosotros sí sabíamos qué mensaje iba de un lado a otro. Pero las autoridades desconocían nuestro secreto…”

-¿Qué quiere decir?- le urgió Antolín.

“Felipe, el mayor de los torreros, el encargado, el que cumplía años, se había hecho con una tabla de las posiciones de las “aspas” y su equivalencia en letras. Nunca nos dijo de qué manera la consiguió aunque yo creo que la robó en una de sus visitas a la torre madre de la Corte porque allí tenían copias.  Así que los torreros de Pueblo sabíamos qué se cocía y qué le decía una torre a otra. A media día sacamos las viandas. Entre sardina y sardina, y pedazos de queso y mostillo, iba y venía la bota y un buen trago de vino, y otro, y otro, en fin, ya sabe. ¡Pero sin dejar de mirar a la torre rabanera! Seguimos con nuestra particular fiesta hasta que se agotó el vino. Nos pusimos muy contentos, de más, lo reconozco. De hecho los otros torreros y yo quedamos traspuestos por el sopor y solo Felipe que parecía el más lúcido se quedó al frente del servicio. Hasta que…

-¿Hasta qué…?- preguntó roído por la curiosidad el estudiante de Arte.

-¿Qué pasó?- su anfitrión preguntó lo mismo, pero más contenido.

“Felipe miró por el catalejo y de la torre de Argamasilla divisó la señal de alerta. Felipe activó las poleas y puso la nuestra en posición de recibir. Pero no sé qué demonios le pasó por la cabeza. No repitió las mismas posiciones. ¡Ninguna! ¡Puso otras el muy canalla! Aún no sé por qué lo hizo. Deduzco que por lealtad a Espartero. El mensaje decía que el general dejaba su puesto de presidente del Gobierno, y que la reina había nombrado a Leopoldo O, Donnell. En nuestra convivencia en la Torre, Felipe solía deshacerse en elogios hacia el general de Granátula. Decía que era nuestro Napoleón, general bragado en mil batallas, pulso firme y regente, el terror de los carlistas. La corona se le quedaba pequeña- decía Felipe- ¡Espartero es digno de un imperio! ¡Viva Espartero!, gritaba. 

-¿Y qué transmitió Felipe?- El escritor tomaba notas de manera febril.

-¿Que O, Donnel era un pusilánime, traidor, barrigudo e impotente!

-¡Santo Dios!-exclamaron al unísono don Higinio y Antolín.

“Como los de las otras torres desconocían el código lo repitieron sin más hasta la de Cádiz, la última de la línea. Y allí se lio parda. Fin de la historia. No me quejo: el destino ha sido  amable conmigo, don Higinio. ¿Has anotado bien lo que he dicho, chico?

Enterados en la Corte del mensaje se tomaron medidas sin dilación. Los cuatro torreros fueron detenidos, juzgados y condenados por conspiración y desterrados a Canarias, excepto Felipe que fue encarcelado hasta su muerte por ahorcamiento en su propia celda.

El joven Antolín tomo buena de lo nota referido, don Higinio se mostró contento por tan ilustre y honesto huésped y la familia de don Porfirio vivió feliz los días que pasó en Pueblo. El ama de llaves y el mozo de acarreo gozaron de sus buenos paseos por el ejido.

Partieron todos a los cuatro días no sin antes tomar los baños y beber el agua agria. Al pasar el tren por la falda del cerro de Santa Ana, Porfirio miró hacia la cumbre y se concentró en la torre de su juventud.

-Desde que no se utiliza diría que parece una chimenea, una “chimenea cuadrá” -dijo en la jerga del pueblo llano.

FIN de la SERIE

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