Testigo directo: Navidad real

Juan Antonio Callejas Cano. Alcalde de Villamayor de Calatrava.– Hace escasas horas he sido testigo directo de una historia real,
dramática pero ilusionante que, en estos días de Navidad, me gustaría compartir contigo.

Ante los acontecimientos que se están produciendo en España en una ciudad costera del Mediterráneo, a pocos días de Navidad, un
amigo mío, profesor ya jubilado, lo conozco desde mi época universitaria, una de las personas más sabias que he tenido la
suerte de tratar en mi vida, ha decidido escribir una carta al alcalde de la misma. No lo ha hecho movido por la ideología ni por el
cálculo político, sino por una inquietud profundamente humana.

Está viendo a decenas de personas durmiendo en la calle, a la intemperie, en las noches más frías del año. Ha sentido que no podía callar.

Mi amigo no ignora la complejidad del problema. Sabe que la inmigración ilegal y descontrolada es uno de los grandes desafíos
de nuestro tiempo. Un fenómeno que afecta a Europa entera y que, en España, se ha gestionado durante demasiado tiempo con
improvisación, falta de previsión y una preocupante ausencia de liderazgo por parte del Gobierno. Pero también sabe —y así lo ha
expresado— que antes que cifras, expedientes o competencias administrativas, estamos hablando de personas.

Desde el humanismo cristiano que guía su vida, mi amigo ha recordado una verdad sencilla y exigente: toda persona tiene una
dignidad infinita. Ningún ser humano puede convertirse en instrumento, en daño colateral ni en simple palanca para forzar
decisiones políticas. En Navidad, especialmente, esa verdad interpela con más fuerza. Porque para quienes creemos en el mensaje cristiano, la encarnación no es una metáfora: Dios se hace hombre en la fragilidad, en la pobreza, en el frío.

Mi amigo le dice al alcalde que lo que principalmente distingue a los partidos políticos de inspiración personalista sobre los de
inspiración colectivista es el valor que se le da a la persona, a cada persona, en el cual vemos, conviene decir esto también en política,
a quién pronunció la frase “…cuanto hicisteis a uno de mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.

En su carta, mi amigo no niega la necesidad de poner freno a la inmigración ilegal. Al contrario. Reconoce que sin orden, sin control
de fronteras y sin una política migratoria firme y coherente, la convivencia se resiente y los más débiles —siempre— acaban pagando el precio. Pero advierte del riesgo de deshumanizar el debate. De permitir que el sufrimiento concreto de personas reales quede diluido en discursos abstractos o en enfrentamientos políticos estériles.

Recuerda incluso un episodio vivido décadas atrás, Madrid, año 1990, cuando un conflicto de competencias entre administraciones
dejó a un grupo de inmigrantes abandonados en pleno invierno. La ayuda llegó tarde. Demasiado tarde para uno de ellos, Fergus, que
murió antes de que las instituciones reaccionaran. Aquella experiencia marcó su conciencia para siempre: cuando la política olvida a la persona concreta, el daño es irreparable.

Por eso, con respeto y humildad, mi amigo ha pedido al alcalde que escuchara también al corazón. Que, sin renunciar a la legalidad ni a
la responsabilidad, encontrara una solución provisional para que nadie durmiera en la calle en Navidad. Varias entidades sociales estaban dispuestas a colaborar. Basta voluntad.

La respuesta del alcalde no ha tardado en llegar. Y ha sido una respuesta que merece ser leída con atención, porque encarna algo
cada vez más escaso en la vida pública: sentido común, humanidad y responsabilidad al mismo tiempo.

El alcalde ha comenzado agradeciendo el tono y la preocupación sincera de mi amigo. Comparte plenamente la idea de que la
dignidad de la persona debe estar siempre en el centro de la acción política. Y recuerda que, en su ciudad, los servicios sociales
trabajan cada día con personas vulnerables, muchas de ellas inmigrantes, con independencia de su situación administrativa. No desde la retórica, sino desde la realidad cotidiana de unos recursos municipales limitados.

Pero a continuación explica una parte del problema que a menudo se silencia. Durante meses, su Ayuntamiento ha ofrecido
alternativas, seguimiento social e itinerarios de atención individualizada a las personas que ocupaban un edificio abandonado. Algunos han aceptado la ayuda. Muchos otros la rechazaron de forma reiterada.

Al mismo tiempo, aquel espacio de su ciudad se ha convertido en un foco creciente de conflictos graves: problemas de convivencia,
episodios de delincuencia, miedo real entre los vecinos. El barrio vive en tensión constante. Y el alcalde, como máxima autoridad municipal, tiene el deber ineludible de proteger tanto a las personas vulnerables como al conjunto de la ciudadanía.

Aquí aparece una verdad incómoda, pero imprescindible: la compasión no puede confundirse con la dejación de
responsabilidades. Mantener concentradas a decenas de personas en condiciones indignas, sin normas ni control, no es humanidad; es perpetuar una situación que termina siendo dañina para todos, incluidos los propios inmigrantes.

El alcalde deja claro que no hay voluntad de “cerrar el corazón”. La decisión de desalojar aquel edificio donde acampaban los
inmigrantes no ha sido arbitraria ni caprichosa. Existe un mandato judicial y una situación límite que hace inviable prolongar el problema sin asumir riesgos mayores. Gobernar, a veces, exige tomar decisiones difíciles que no contentan a nadie, pero que evitan males mayores.

Y señala algo fundamental: este es un problema que no pueden resolver solos los ayuntamientos. La inmigración ilegal es una
cuestión de Estado. Afecta a la Seguridad Nacional, a la cohesión social, a los servicios públicos y a la convivencia. Cuando el Gobierno central o autonómico miran hacia otro lado, quienes están en primera línea —los alcaldes— quedan atrapados entre la presión social, la falta de recursos y la exigencia moral de no abandonar a nadie.

Aun así, el alcalde muestra disposición al diálogo. A escuchar propuestas serias, realistas, responsables. A colaborar con
entidades sociales desde el respeto mutuo y sin alimentar falsas expectativas. Porque ayudar de verdad no consiste en gestos simbólicos, sino en soluciones que no agraven el problema ni generen nuevos conflictos.

Mi amigo, al leer la respuesta, comprendió entonces la dimensión completa del dilema. Ha entendido que la realidad era mucho más
dura y compleja de lo que había imaginado. Y lejos de insistir o reprochar, le ha escrito de nuevo para expresar su comprensión y
su apoyo. Reconoce que la situación actual no tiene nada que ver con las primeras oleadas migratorias de décadas pasadas. Hoy, el
problema es más profundo, más desestructurado y, en muchos casos, vinculado a trayectorias de exclusión y delincuencia que no pueden ignorarse.

Promete rezar por el alcalde. No como fórmula solo piadosa, sino como gesto sincero hacia quien tiene que cargar con decisiones
ingratas, bajo la mirada crítica de todos y con el abandono de muchos.

Este intercambio real, que realmente se ha producido, que bien podría leerse como un cuento de Navidad contemporáneo, nos deja
una lección necesaria. No hay verdadera compasión sin orden, ni dignidad sin seguridad. Defender la dignidad de cada persona no es incompatible con luchar con firmeza y humanidad contra la inmigración ilegal. Al contrario: solo desde el orden y la legalidad se puede proteger a los más débiles y garantizar una convivencia justa.

España necesita una política migratoria seria, humana y firme. Necesita fronteras seguras, cooperación internacional eficaz y
recursos suficientes para la integración de quienes llegan legalmente. Y necesita también que quienes ya están aquí, incluso en situación irregular, sean tratados con humanidad, sin convertirlos en armas arrojadizas ni en víctimas de la inacción política.

En esta Navidad, convendría recordar que el mensaje cristiano no es ingenuo. Nos llama a amar al prójimo, sí, pero también a
construir una sociedad justa, ordenada y responsable. Y eso exige decisiones valientes, equilibrio y mucho sentido común. A veces, la verdadera caridad consiste en decir “no” al desorden para poder decir “sí” a la dignidad.

Mientras tanto, cada uno desde donde pueda y como le sea posible, echemos un cable a cada una de esas personas cuanto antes.

¡Feliz Navidad!

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1 COMENTARIO

  1. Que se dedique a otra cosa,ni como dentista ni como alcalde vale,así tiene al pueblo,no por tener a toda la familia censada en el pueblo vas a ser alcalde eternamente,algún día caerás …
    Feliz navidad

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