Muerte en verano

El funeral atisbado, hace unos días, en Zahara de los Atunes –algo insólito por el cruce y contraste de deudos del finado y veraneantes ajenos al duelo y su comitiva de dolor–, me retrotrajo a dos universos paralelos en los que se otean de formas diversas ese universo del conflicto estival tal y como vamos conociendo en la actualidad. Una imagen del conflicto abierto en veces sucesivas, entre los polos contrapuestos de todos los veranos: entre la vida ordinaria que se aplaza y disuelve –esperando el regreso de cierta normalidad imposible del otoño lejano– mientras se dilata la ola vacacional que todo lo complica.

El primero de ellos, de carácter ficticio y narrativo, tiene que ver con el funeral de Dieter Müller, celebrado en julio de 1950 en el mismo enclave del Paseo del Pradillo, en la salida hacia la Atlanterra, y entrevisto en mi novela de 2013, Primavera y niebla. Aunque hay que pensar, con claridad, que en el verano de 1950 las cosas no tenían ni punto de comparación con el desarrollo de los años sucesivos. Sobre todo, a partir de 1963 con la ley franquista y fraguista de Zonas y Centros de Interés Turístico, que abría las puertas a toda la expansión conocida y por conocer en la que estamos sustentados y aún maravillados con el réquiem de los ‘100 millones de turistas’. Y ello, a pesar de que en su  trabajo Hagan ustedes turismo, el excelente Ignacio Peyró, fijaba algunas cuestiones y otros escollos: “Promocionar el país con la leyenda “España es diferente” infligía una humillación a tantos —entre otros, a los Técnicos de Turismo, una élite funcionarial— que se esforzaban porque no lo fuera o detestaban que lo fuese… La horizontalización del turismo ha tenido sus ventajas: como un experimento de tolerancia en masa, pocas cosas mejores se habrán inventado no ya para conocernos, sino para mezclarnos y soportarnos los unos a los otros. Y para cumplir el sueño iluminista de que todo el mundo pueda acceder a la belleza de la experiencia, al tiempo que se impone la prudencia realista de que esa exposición le va a cambiar la vida a pocos…El resultado es conocido, y en España iban a nacer al mismo tiempo el biquini, el Cuerpo de Técnicos de Información y Turismo del Estado y unos planes de ordenación urbana que, por ejemplo, convirtieron a Benidorm en Beniyork”. Esa es parte de la tontuna realmente existente: la de llamar Beniyork a Benidorm; Cadixfornia a la Bahía de Cádiz; ZHR a Zahara de los Atunes; y Malagadir al complejo urbano que se extiende entre la playa del Palo y la playa de la Caleta. Planes, mejor, de desordenación urbana y de prevalencia turística con el consiguiente cambio del litoral y otras costas. Con el consiguiente cambio de paisaje y de paisanaje.

La segunda de las referencias, ahora más próxima en el tiempo y en las consecuencias de todas las transformaciones advertidas, tiene que ver con la película de Luís García Berlanga, Vivan los novios. Pieza de 1970 que no deja de contener un alegato crítico con lo que comenzaba a atisbarse ya, en la Costa Brava y en el resto de las otras costas peninsulares e insulares. Todo aderezado con los habituales ingredientes berlanguianos: una celebración alterada por la muerte de la madre del novio en plena canícula de Sitges; un contraste de duelos en la improvisada morgue y un final con procesiones en conflicto: entre el duelo fúnebre y la caravana vacacional con olor a Nivea y música de charanga estival. Todo aderezado con la llegada masiva de suecas en bikini, franceses en caravanas e ingleses en autostop. Todos al reclamo desplegado desde 1964 con el eslogan ‘España es diferente’. Una diferencia que la seguimos palpando.

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